– Te dije que había escuchado algo -dijo Dustin con la voz forzada, llevaba a Isabel al hombro aún inconsciente y con las manos y los pies atados.
– Era una especie de anciano monstruoso -comentó Reza, con la pistola todavía en la mano. -Vámonos.
Y se perdieron por los túneles.
* * *
Después de invertir una eternidad en cruzar las pistas deportivas por el subterráneo Moses llegó por fin a la salida que buscaba, la que conducía directamente al sótano del edificio. No sabía cuál sería su estado, si el fuego o los escombros impedirían su avance o quizá una horda de caminantes, pero era la única opción que podía manejar.
Descubrió que el sótano no estaba tan mal como se había imaginado. Había grietas en las paredes, sí, y en el corredor, parte del techo se había venido abajo y llenaba el suelo de trozos de ladrillo y cemento. También había humo, más espeso y denso cerca del techo pero estaba transitable.
Al llegar al pie de la escalera que arrancaba desde allí y subía hasta la primera planta encontró a un hombre que había visto muchas otras veces, no podía recordar su nombre pero creía que trabajaba ayudando en la cocina. Se acercó a él, estaba inclinado moviendo piedras de un lado a otro trabajo que le suponía un cierto esfuerzo por el sobrepeso que acarreaba. Tenía las ropas, las manos y la frente tiznadas de hollín.
– ¡Eh amigo! -dijo Moses- ¿qué es lo que ha pasado?
El hombre le miró y Moses pudo ver rápidamente en sus ojos que estaba en un fuerte estado de shock.
– Qué hay… pues… qué ha pasado -decía, como ausente- es que la escalera… mira qué estado…
Moses lo cogió de los hombros intentando mostrarle cierto calor humano.
– ¿Está usted bien? -le preguntó. Pero el hombre por toda respuesta se limitaba a mirarle.
– Vamos, hay que irse de aquí -continuó diciendo- ¿ha intentado llegar al Álamo?
– Claro… pero ya ves… hay que limpiar eso…
– Vamos, venga conmigo -dijo conduciéndole hasta el pasillo que llevaba al parking subterráneo. Mientras lo hacía se fijó brevemente en la escalera, totalmente bloqueada por todo tipo de escombros y bloques de cemento de gran tamaño. Imposible subir por ese lado.
– ¿Ha visto a Isabel? -le preguntó, pero no obtuvo más que balbuceos. -Isabel, ¿se acuerda usted?
Otra vez nada. El hombre se dejaba llevar pero parecía cada vez más ensimismado. Cuando llegaron a la habitación con la brecha Moses vio con alivio que había más gente al otro lado, un par de personas. Atravesaron el terrible silencio del parking para reunirse con ellos.
– ¡Rafael! -dijo uno de ellos avanzando hacia el hombre que iba con Moses. Como su estado de trance era patente se dirigió a Moses. -Pero, ¿qué ha pasado?
– Esperaba que lo supierais -dijo, con creciente inquietud. No pudo evitar por más tiempo hacer la pregunta.
– ¿Está Isabel con vosotros?
– ¿Isabel? -preguntó el hombre que estaba a su lado. -No, lo siento joder, no hay nadie más aparte de nosotros.
– ¡Rafael! -llamó el otro- ¡Rafael, ¿qué te pasa?!
Pero su voz le llegaba como entre algodones. Por un instante que se le antojó eterno Moses creyó que iba a perder la consciencia. Su visión se limitó a un tubo circular bordeado por una oscuridad impenetrable como si de una lipotimia se tratase, y su cuerpo pareció incapaz de sostenerle por más tiempo. La noticia era demasiado dura, desmesurada, contundente. Había visto el estado ruinoso en el que había quedado el edificio, y aunque se resistía a creerlo la parte cabal de su castigada mente le decía con un soniquete sordo y amortiguado que nacía desde su mismo fondo, que no podía quedar nadie con vida.
Uno de los hombres se adelantó para sostenerlo.
– ¿Hay más gente? -le preguntó, casi zarandeándolo. -¡Moses, ¿queda más gente allí?!
El marroquí miraba sus labios, como si intentara comprender lo que decía por el movimiento de éstos.
– Vamos a ver, Branko, por Dios.
– ¡No! -gritó Branko súbitamente enfurecido. Era un hombre grueso, con el pelo ensortijado y oscuro. Llevaba una camiseta verde con grandes manchas de sudor asomando por debajo de las axilas y unos desteñidos vaqueros azules. Ahora, su labio inferior temblaba con vida propia, y sus ojos reflejaban una cólera desbocada.
– ¡No vamos a ir a ninguna parte, joder!
El otro hombre desvió la mirada al suelo, incapaz de sostenerla más tiempo.
Moses, entregado a una vorágine de pensamientos contradictorios se debatía tratando de decidir qué hacer a continuación. Era el miedo lo que le impedía reaccionar, miedo a las bocas hambrientas de los muertos, a sus manos trocadas en zarpas salvajes capaces de desgarrar su carne. Miedo a caer bajo su peso y sufrir la lenta agonía de la muerte por despedazamiento. Él había visto todas esas cosas y sabía que con la escalera bloqueada, la única salida hacia la superficie pasaba por la calle o las pistas de deporte ahora infestadas de caminantes.
Por otro lado, imaginaba a Isabel atrapada bajo una tonelada de roca incapaz de moverse con el fuego abrasador demasiado cerca, o quizá con un único brazo asomando entre los restos retorcidos de una maraña de hierro y un zombi avanzando inexorablemente hacia éste, ávido de su carne tierna. ¿Y cómo quedarse en la aparente seguridad del parking sabiendo que podía haber otros también en trances similares, cómo podría vivir con esa cobardía en su conciencia? ¿Sería capaz de dejarlos a merced del padre Isidro y su horda de espectros?
Por fin, retrocedió un par de pasos negando con la cabeza aún sin ser consciente de que lo hacía.
– Tengo que ir… tengo que ir… -dijo.
– ¡ESTÁN TODOS MUERTOS! -le gritó Branko.
– ¡NO! -chilló Moses dándose la vuelta para dirigirse a la brecha.
Pero cuando había recorrido apenas unos metros sintió una indescriptible sensación de dolor en la cabeza y ya no supo más.
* * *
¡Aire!
Abrió la boca a la vida e intentó aspirar profundamente, pero permaneció en silencio incapaz de embriagarse con el aire que tanto necesitaba como si tuviera los pulmones llenos. Luego abrió los ojos pero eso no representó ninguna diferencia porque estaba sumido en la oscuridad más absoluta. ¿Se asfixiaba? Su mente intentaba procesar la situación, pero todavía se encontraba muy confuso.
Estaba sentado eso lo sabía así que intentó levantarse, cosa que consiguió sin esfuerzo valiéndose de las manos. Fue una sensación extraña, porque en los dedos no percibió el tacto de lo que tocaba.
Y notaba otra cosa. Una sensación indefinida que manaba como una fuente invisible de algún lugar de su pecho, un calor extraño y malsano, una mezcla de hambre profunda y ansiedad que parecía apoderarse poco a poco de su raciocinio.
Sacudió la cabeza intentando despejarse.
Tenía un vago recuerdo de lo que había ocurrido antes de ese momento. Había recorrido los túneles o eso creía en persecución de algo. Sí, eso era, uno de los túneles del alcantarillado, hasta que… hasta que…
El fogonazo. El fogonazo y el disparo.
¿Acaso no le habían disparado? Se llevó la mano al pecho, pero al palpar el agujero en la sotana la retiró inmediatamente vivamente sorprendido de encontrar los bordes rasgados que la bala había roto a su paso. Separó uno de los lados de la pechera y esta vez se forzó a pasar la mano por la piel, y allí estaba inequívocamente, una herida grande y profunda en la que la piel se hundía hacia dentro. Había abundante sangre alrededor pero no notó la humedad densa y tibia de ésta.
Como si estuviera palpando una herida en un cuerpo ajeno introdujo lentamente el dedo en la herida. Primero un poco, luego un poco más, hasta que finalmente descubrió con extraña indiferencia que había alojado dos dedos sin sentir dolor alguno. Tocaba las paredes de la cavidad blanda y húmeda, arropado por una sensación de irrealidad acentuada por la penetrante oscuridad que lo rodeaba. Luego, al flexionar los dedos, descubrió que podía notar cómo se desgarraban los tejidos todavía sin acusar ninguna sensación.
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