Esperó.
* * *
Moses alternaba entre la media carrera y el paso rápido nublado por una nube de preocupación. El sonido que lo había llamado hacia el edificio principal había sido potente y grave, como el de una explosión. El huerto aún quedaba lejos y la diferencia de nivel no le permitía ver los cadáveres que había en el suelo, pero al menos podía confirmar que no había nadie en pie lo que desde luego era raro. Sabía que a Isabel le gustaba tanto dedicar su tiempo a trabajar allí que se le podía pasar incluso la hora de comer.
Por fin, cuando había recorrido media distancia, escuchó de nuevo gritos a su espalda; lejanos pero agudos, como el silbato de una tetera en ebullición. Se dio la vuelta y el pánico lo inundó como una oleada súbita de calor que le bloqueó las piernas; los brazos colgaban pesados a ambos lados. Desde la distancia le miraba la boca oscura que era la puerta abierta de la prisión.
No, no puede ser. Eso no.
Y como si el destino quisiese corroborar sus peores pesadillas, una figura alta y delgada vestida de negro abandonó la prisión; parecía deslizarse por el aire, como si avanzara levitando por el suelo.
* * *
El Padre Isidro salió a la luz de la mañana sintiendo la mente clara y despejada. De repente, se sentía poseedor de unas energías desconocidas, proporcionadas según creía por el retiro espiritual al que se había entregado. Miró al cielo límpido y dedicó unos brevísimos instantes a agradecer a Dios esta nueva oportunidad y la sensación de triunfo que experimentaba en sus brazos delgados y fibrosos.
Luego miró al frente hacia la Atalaya del Pecado donde los impíos se resistían al Juicio Divino, y allí, en mitad del largo paseo divisó una figura. Entrecerró los ojos en un intento de enfocarlo bien y por fin lo identificó, se trataba sin duda del despreciable moro que tantas veces se le había escapado. Estaba de pie, mirándole aún a unos buenos trescientos metros, y por la pose que adoptaba supo que también él acababa de verlo. Un espectador lejano habría tomado la escena como uno de los duelos que tantas veces tienen lugar en las películas del Oeste, con los dos antagonistas enfrentados en un silencio sepulcral. El padre Isidro torció sus finísimos labios en una estremecedora sonrisa y, de repente, echó a correr hacia el lateral de la casa. Sabía gracias al ventanuco de su prisión, dónde iba exactamente.
* * *
En la segunda planta algunos de los supervivientes se enfrentaban a una de las escenas más terroríficas de su vida. A excepción de la parte superior de las paredes que estaban ennegrecidas por efecto de la explosión, toda la escalera estaba tintada con el color rojo brillante de la sangre que caía en hilachos espesos de un escalón a otro como una demencial cascada. Los trozos irreconocibles de sus compañeros estaban dispersos por todas partes en varios amasijos deformes, congregados junto a lo que parecía ser la mitad de un cuerpo, de éste asomaba una espina dorsal como si fuera el primitivo vestigio de algún fósil.
Lo que hizo gritar a Carmen sin embargo, no fue el espectáculo de pesadilla al que se enfrentaba, sino el medio rostro que unido al cuerpo cercenado le miraba con un único ojo que reflejaba el horror en su máxima expresión.
– ¡Basta Carmen, BASTA! -le gritó Ricardo, forzándola a que se diera la vuelta y abrazándola.
Carmen se cubrió la cara con ambas manos, todavía gritando y deshecha en un mar de sollozos.
– ¡Vamos arriba Carmen, vamos! -le dijo.
– Jesús Bendito -susurró otro, incapaz de apartar la vista de aquella casquería.
Pero entonces, un alarido agudo y exasperante a sus espaldas los sobresaltó. Carmen, amparada aún en el abrazo confortable de Rodrigo dio un respingo. Éste se volvió con una expresión de genuina sorpresa, allí bajaban varios compañeros presos de un ataque de pánico saltando los escalones de tres en tres e intentando pasar unos por encima de otros.
– Qué pasa -quiso decir con una expresión de absoluta incredulidad. Pero entonces lo vio. Era Morales, bajando detrás de ellos con la boca llena de sangre y los brazos levantados, su expresión era colérica, y levantaba ambos carrillos mostrando los dientes.
– Dios -consiguió decir.
Y entonces forzó a Carmen a enterrar su cara en su pecho mientras cerraba los ojos en un abrazo final.
* * *
En la penumbra de la esquina de la recepción, Reza escuchó los alaridos de Morales y también los de Luis que iba justo detrás, después de que Necrosum lo hubiera puesto en pie de nuevo. Él sabía de gritos de muertos vivientes. Sabía del dolor, y sabía lo que una garganta humana puede dar de sí cuando una dentadura desbocada hunde sus dientes en la carne. Y sabía lo que aquello representaba, probablemente su pequeña granada había hecho levantarse a un par de ellos.
Bien, si tenían muertos vivientes arriba había llegado el momento de ejecutar su plan.
Salió fuera cuidando que no hubiera nadie que pudiera sorprenderle, y se separó algunos metros del edificio. Una vez allí, colocó el tubo lanza cohetes en el hombro y lo accionó. El cohete salió a una velocidad impresionante. El cartucho de expulsión, al quemarse, dejó una humareda que olía a San Juan y que se quedó ingrávida a su alrededor. La estela de humo que describía el cohete en su vuelo era una espiral casi perfecta por mor de las aletas estabilizadoras. El cohete entró limpiamente en la recepción, la cruzó de lado a lado y salió por la puerta de la habitación donde estaba el arsenal. Allí, chocó contra el armario que tenían al fondo y explotó.
La primera explosión fue atronadora. Los cristales de la vidriera exterior saltaron por los aires convertidos en un millón de trozos pequeños. Una lengua voraz de fuego y humo salió despedida por el marco de la puerta, arrancando la hoja y haciéndola recorrer diez metros por el aire hasta que se estrelló en el suelo, donde rebotó repetidas veces hasta quedar doblada y humeante en la calle.
Apenas unos pocos segundos más tarde estallaron las otras ojivas RPG provocando una segunda explosión en cadena aún más potente. Esta vez, el edificio entero pareció estremecerse causando que el techo de escayola de la recepción se agrietase, sobre el suelo cayeron trozos de escayola y polvo como una extraña lluvia blanquecina. Los cristales del piso superior reventaron y llegaron hasta la calle, a pocos metros de donde Reza se encontraba.
La deflagración posterior provocó la peor parte. No sólo hizo que la munición que aún no había explotado lo hiciera finalmente, sino que conectó los fulminantes con el explosivo plástico causando la chispa que propiciaba su detonación. El kilo y medio de C4 provocó que las cuatro paredes y el techo fueran expulsadas hacia los cuatro puntos cardinales arrojando cascotes y trozos de ladrillo en todas direcciones. El suelo retumbó violentamente como si se tratase de un seísmo de alta gama, forzando a Reza a arrojarse al suelo con toda la rapidez de la que fue capaz. Justo a tiempo por cierto, ya que tan pronto tuvo la cabeza pegada a las baldosas, una inesperada nube de humo, polvo y cenizas lo superó. Se le llenaron los pulmones al instante y mientras su cuerpo se defendía con un ataque de tos, se obligó a sí mismo a acuclillarse y recular buscando aire limpio.
Dentro del edificio continuaban las mini explosiones de las cajas de munición. El sonido, que se mezclaba con el eco atronador que aún latía de la segunda explosión, era como el de una escena de una batalla. La planta de arriba terminó por agrietarse y ceder, cayendo sobre el arsenal y la sala anexa que se usaba como almacén de alimentos en grandes bloques completos. Caían retumbando, desgarrando los tabiques y debilitando la estructura, y tras éstos se precipitaban los muebles, canias, sillas, un armario, mesas… todo en un confuso tropel que rápidamente pasaba a alimentar las llamas.
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