Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Terminó por levantarse para beber un poco de agua de la que tenía apenas el fondo de una botella. El suelo estaba helado y pensó con fastidio que bajar a por más era algo que tendría que esperar a la mañana. Así que se refrescó la cara con una toallita higiénica, levantó ambos brazos para facilitar la entrada de aire en los pulmones y cuando se sintió un poco mejor, volvió a la cama.

A las tres menos cuarto volvió a despertarse. Había tenido un breve sueño sobre una playa donde el agua del mar era oscura como la sangre de los muertos vivientes, una mala reminiscencia de la experiencia horrible que tuvo que vivir cuando limpiaron el parking de cadáveres, dos días antes. Las olas rompían en la orilla y traían pedazos de intestinos y venas gruesas como cañerías, y él no podía evitar pisarlas y caer, pero a cámara lenta, como si en lugar de aire estuviera intentando avanzar por el fondo marino. Aún sentía presión en el pecho, pero se dijo que era por la impresión del sueño y luchó por quedarse dormido lo que consiguió veinte minutos después.

A las cinco y trece minutos de la mañana tras haber pasado las horas previas dando vueltas sobre sí mismo y dormitando sin caer en el sueño profundo, lo despertó una repentina y brutal arcada. A duras penas consiguió volverse sobre sí mismo y expulsar los restos sin digerir de la cena, una explosión de vómito amarillento con trozos enteros de algo que recordaba vagamente a jamón. Se sentó en el borde de la cama con las manos temblorosas y empezó a preocuparse.

Antes de que pudiera pensar en algo concreto, una veta de dolor súbito y punzante le recorrió el brazo izquierdo. Sorprendido intentó incorporarse, pero descubrió que de nuevo le faltaba el aire, una sensación de ahogo que le arrancó una profunda sensación de miedo.

¿Qué coño es esto? se preguntó, pero antes de que la palabra impronunciable surgiera de forma consciente en su mente un nuevo estallido doloroso le oprimió el pecho. Se llevó la mano a la zona del corazón y aguantó el envite hasta que pareció remitir. Ya está, ya está, se decía, pero respiraba por la boca, y en el fondo de sus inhalaciones sonaba el pito agudo del aire silbando a través de los bronquios obturados.

Se puso de pie con las piernas flojas y entonces el infarto le sobrevino con una contundencia despiadada. Lo tumbó prácticamente al instante, sin que le diera tiempo a dar un solo paso. Eran las cinco y dieciséis.

Cuando la luz del amanecer se deslizó sibilina por el pequeño ventanuco de su habitación, Morales estaba otra vez en pie. Tenía los pulmones encharcados en sangre lo que el doctor Rodríguez habría dado en llamar un edema pulmonar, y una necrosis extensa en el ventrículo derecho por añadidura. Pero sus ojos blancos no sabían ya nada del corazón y sus problemas.

Se suponía que hoy tenía que organizar el almacén de alimentos con otro miembro de la comunidad, últimamente se había descuidado un poco y costaba demasiado tiempo localizar las cosas. Luis lo había esperado ya media hora, y cansado de mover latas de un lado para otro él solo había subido a los dormitorios para ver si el viejo gruñón se había quedado dormido. Morales lo recibió con un gruñido gutural.

– Oh, Dios -consiguió decir apenas hubo abierto la puerta. Dos ojos blancos lo saludaron con iracunda magnificencia. Antes de que pudiera reaccionar. Morales se lanzó hacia él y lo agarró del cuello, el tiroides y la tráquea estallaron con un crujido produciendo una grave lesión interna, pero no murió al instante, todavía pudo sentir cómo sus dientes se incrustaban en la mejilla y desgarraban la carne con facilidad.

Un minuto más tarde, Morales, con la boca ensangrentada y un fulgor asesino en su mirada vacua salía al corredor de los dormitorios.

Reza se encontraba ahora agazapado junto a los ventanales de la entrada principal, los mismos que el padre Isidro hiciera pedazos no hacía tanto tiempo. Parte del plan de Moses había sido tapiarlos por lo menos hasta un poco más de media altura, pero no había habido tiempo.

No encontró a nadie, de manera que entró en el edificio con extrema cautela asegurándose de que sus pasos no producían ruido alguno. En su fuero interno la adrenalina saturaba su organismo como corre el champán en una celebración importante. A su izquierda, un mortecino corredor desaparecía detrás de una esquina, y a su derecha unas escaleras ascendían hacia la planta superior. En la pared que tenía enfrente se abría una única puerta, su simpleza le revelaba que probablemente no era más que un cuarto de servicio pero antes se aseguraría. Pegó el oído brevemente, silencio.

Cuando la abrió, sin embargo, un tropel de armas distribuidas en estantes se expuso ante sus ojos. La sensación fue extraña, se detuvo por un momento contagiado de un pequeño amago de duda. Era demasiado sencillo. El arsenal de aquel extraño bastión de los vivos en medio de la necrópolis que era Málaga, a tan pocos metros de la puerta, ¿era posible?

Cerró la puerta con cuidado y caminó despacio entre los estantes recorriendo con la vista los fusiles y las cajas apiladas de municiones, cargadores de treinta y siete y cien balas, trajes anti disturbios y unas cuantas pistolas. Cuando llegó al final de la sala abrió el armario con cierta expectación, albergaba un presentimiento sobre su contenido, y sus expectativas se vieron superadas con creces. Allí estaba, reluciente y acomodado en un plástico de embalaje de burbujas, un lanzacohetes con sus proyectiles RPG. Sus dientes asomaron bajo sus labios curvados en una sonrisa gélida. Era perfecto.

Cargó el tubo lanzador con una de las aparatosas granadas y metió una segunda en la mochila. No había forma de llevar ninguna más, eran demasiado grandes y poco manejables para almacenarlas en ninguna parte pero tampoco importaba, un par de disparos era todo lo que necesitaba para lo que tenía planeado. Así que pasó la cinta sobre la cabeza y dejó que el tubo quedara a su espalda con la ojiva asomando por encima de su cabeza como si fuese una extraña chimenea.

Cuando salió fuera sin embargo, unas voces que provenían de la escalera lo sobresaltaron. Alguien bajaba conversando animadamente. Un grupo sin duda, ya que pudo identificar al menos tres voces distintas. Sin embargo, no había forma de saber si eran más y no podía arriesgarse a que estuvieran armados pues su posición le daba ventaja al estar a una altura más elevada, de manera que avanzó un par de pasos resueltamente y accionó el tirador del lanzagranadas. El proyectil salió con un ruido seco y decepcionante envuelto en un rastro de humo neblinoso y se estrelló en el rellano que permitía el giro de la escalera. A medida que rebotaba contra la pared y luego el suelo las voces se interrumpieron de improviso, como si alguien hubiera quitado el volumen a la escena. Se produjo un silencio intenso de un par de segundos y, por fin, la granada explotó haciendo restallar un eco estridente a través de la sala. Los cristales de los grandes ventanales cimbrearon como si fueran láminas de plástico, y una demencial lluvia de algo que parecía sangre salpicó las paredes del rellano.

El sonido de la explosión debía haber alertado a todo el mundo así que se preparó con el fusil pegado a la mejilla cerca de una de las esquinas, desde allí controlaba los tres accesos. Oculto por las sombras de su improvisado escondite Reza se descubrió respirando pesadamente por la boca, experimentaba una creciente oleada de excitación que le embriagaba de tal manera que tenía el rostro encendido y las manos algo temblorosas. Se permitió cerrar los ojos unos instantes para recuperar el control, sabía que iba a necesitar de toda su puntería.

De repente, alguien gritó en el piso de arriba cerca de la escalera. Fue un alarido ronco, desmesurado, que parecía reverberar por todas partes. Reza adivinó que algún otro debía haber descubierto los cadáveres o los trozos de ellos, sabía que esas granadas hacían diabluras con los débiles cuerpos humanos.

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