Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– Este lugar es enorme -comentó Aranda, más para tantear a los hombres que otra cosa. Pero para su consternación, nadie dijo nada.

– Oye -dijo Sombra al fin, después de un rato -¿de verdad vienes de Málaga?

– Sí, claro.

– Pero… joder… ¿y los zombis?

– Bueno, aprendes a moverte entre ellos si tienes cuidado -dijo Aranda, decidiendo inmediatamente que su pequeña habilidad también sería un secreto por el momento.

– Y una mierda -dijo el hombre que no había abierto la boca hasta ese momento. Lo dijo arrastrando mucho las palabras, como recreándose en la pronunciación.

– En serio, no es difícil -dijo Aranda.

– Los huevos -respondió cortante.

– A lo mejor piensas que he venido volando.

Sombra rió a su espalda.

– Uy, uy máquina -dijo- no te interesa decirle esas cosas al Polaco. Si le hubieras visto hacer lo que yo, no se lo dirías.

– ¿De verdad eres polaco? -quiso saber Aranda, de nuevo intentando salir de una rama de la conversación en la que no deseaba meterse.

– No es polaco, tío -dijo Sombra todavía riendo-. Lo llamamos así porque se llama Ramón García González, ¿lo pillas?

Pero ahora el camino les llevaba a la entrada de un recinto, un arco de gran tamaño parcialmente cubierto por grandes árboles que crecían en unos frondosos parterres, y nadie dijo nada más. La entrada era amplia, y si bien una vez estuvo protegida por barras de seguridad, ahora habían desaparecido. Tres hombres les esperaban allí.

El que estaba en medio parecía el más corpulento de los tres. Tenía ambas manos recogidas tras la espalda y las piernas ligeramente separadas. Su expresión era afable a pesar del ceño fruncido, suavizada por una media sonrisa dibujada en su rostro. Aunque los tres le estudiaban con interés a medida que se acercaban, su mirada directa parecía ejercer una poderosa atracción y Juan se descubrió avanzando directamente hacia él.

Se adelantó dos pasos para recibir a Aranda.

– Esto no lo esperaba ni en un millón de años -comentó, tendiéndole la mano. Aranda se la estrechó- ¡un superviviente! Que además va por ahí solo y ni siquiera va armado.

– Ha dicho que tenía una pistola -dijo Sombra, mostrando la mochila.

– ¡Una pistola! -exclamó con socarronería-, pero qué huevos tienes, ¿cómo te llamas?

– Me llamo Juan Aranda.

– ¿Y vienes de la ciudad?

Juan asintió. Mientras lo hacía, no pudo evitar fijarse en una pila de cascos militares que había amontonados junto al arco de la entrada. El tiempo y la lluvia les había dado un aspecto gris y abandonado, como si fuesen reliquias de tiempos pasados.

El hombre pareció adivinar lo que veía por la dirección de su mirada.

– ¿Y qué hay de novedades por ahí fuera? -preguntó entonces- ¿quedan otras personas, has podido contactar con alguien?

– Sí, yo… -empezó a decir, pero el hombre chasqueó la lengua y le interrumpió.

– Bueno, tendrás mucho que contar. Pero lo primero es lo primero. Son las normas. Y no habríamos sobrevivido tanto tiempo si no prestáramos atención a las normas. Te va a ver nuestro médico para ver si estás de una pieza, ¿entiendes? Tuvimos problemas en el pasado con gente que tenía heridas y se convertían en zombis cuando menos te lo esperas. Eso es jodido.

Juan asintió de nuevo. Contaba ahora con la certeza de que tenía delante a algún tipo de líder, el jefecillo del campamento. Si así era probablemente no quedara ya ningún militar en la base. Quizá eran ellos los militares, pensó saltando rápidamente de una idea a otra. Quizá abandonaron sus uniformes y todo el protocolo porque de todas formas, el mundo estaba ya del todo deslavazado y ciertas cosas dejan de tener sentido después de un tiempo. No se le había escapado que no había habido ningún saludo militar por el momento.

– Y hay otra cosa. La confianza se gana. Tú no eres una excepción. Hasta que nos conozcamos todos un poco mejor, te acompañará alguien siempre. ¿Qué te parece?

– Lo entiendo -contestó Aranda.

– Un hombre de pocas palabras. Bueno, eso no está mal. Aquí se habla mucho, y a veces conviene no tener la boca tan grande, se vive más tiempo.

Sombra agachó la cabeza y empezó a mover los pies intranquilo. Aranda supo que en las palabras de aquél hombre había un contenido velado, pero por ahora se le escapaba.

– Qué huevos tienes -comentó de nuevo asintiendo lentamente con la cabeza. Luego, después de un incómodo silencio que le pareció que no iba a terminar nunca, se volvió hacia Sombra -Llévalo a que le mire Jukkar, que todo esté en orden. Cuando termine, si todo está bien, lo llevas a mi despacho para que podamos hablar.

La mención a Jukkar le arrancó un destello de esperanza, aunque se contuvo para no revelar nada por el momento. ¡Estaba allí mismo después de todo! Cómo encajaba un científico - ¿un experto en Pandemias? - en semejante lugar, no lo tenía claro todavía, pero quizá pronto lo descubriría. Sentimientos encontrados lo azuzaban constantemente, porque todos los poros de su piel exudaban el mismo mensaje de advertencia: Peligro, Aranda, peligro.

– De acuerdo. Vamos.

Otra vez se pusieron en marcha, cruzando por un enorme patio de armas hacia un edificio basto y achaparrado que quedaba a su izquierda. Juan miraba en todas direcciones mientras caminaba, buscando señales de vida. Sin embargo, las ventanas estaban casi todas cerradas y el suelo del patio estaba lleno de hojarasca traída por el viento, como si nadie cuidase del lugar. O bien el lugar era enorme, o no contaban con mucha gente allí porque no parecía haber nadie a la vista. No vio ningún centinela, ni mujeres ocupadas en sus quehaceres andando de un lado para otro, ni familias, ni niños.

Cuando llegaron al edificio sin embargo, encontraron a otro hombre sentado tras una mesa. Estaba leyendo un libro cuando irrumpieron a través de la puerta abierta, y se sorprendió visiblemente al ver a Aranda aparecer.

– ¿Hostia? -comentó.

– Qué hay colega. Fíjate, uno nuevo.

– ¿Pero qué…? -dijo, poniéndose en pie- ¿cómo que uno nuevo?

– Hola -saludó Aranda con cara de circunstancias.

Sombra le puso una mano sobre el hombro.

– Ha entrado por la carretera, el jodío. Dice que va solo por ahí. Paco ha dicho que lo mire Jukkar para ver si está bien, ya sabes la paranoia que tiene.

El hombre lo examinó de arriba abajo, como si llevase muchísimo tiempo sin ver a un desconocido. Su boca formaba una o minúscula de sorpresa.

– No me jodas.

– ¿Está ahí, no? -preguntó Sombra.

– Coño, claro que está ahí -contestó el hombre.

– Pues ea.

Se despidieron brevemente, y cuando avanzaban por el pasillo Juan sintió los ojos del centinela clavados en su nuca. Al final del corredor, atravesaron una puerta y Juan se encontró en una especie de enfermería que inmediatamente le trajo recuerdos del improvisado laboratorio del doctor Rodríguez. Allí, sentado en un escritorio y concentrado en unos libros de notas estaba un hombre alto de cabellos grises, cara redonda y sonrosada y gafas pequeñas. Al sentir la puerta abriéndose levantó la vista con la nariz arrugada. El gesto le trajo un inesperado recuerdo de su madre, quien solía hacer eso mismo para evitar que los anteojos resbalasen.

– Qué hay, doctor -saludó Sombra.

– Hola, Marcelo -dijo despacio. Tenía un acento extranjero muy marcado.

– Le presento a Juan Aranda.

Juan ya había echado un rápido vistazo a la habitación, que ahora se le presentaba como una mezcla entre enfermería, despacho y biblioteca. Había demasiados enseres personales por todas partes, incluso restos de un fugaz desayuno en una de las mesas, lo que indicaba que Jukkar, probablemente no salía mucho de la habitación. ¿Y qué había dicho el centinela que pasaba su tiempo leyendo un libro? Coño, claro que está ahí, es lo que había dicho. Si sabía algo de simples operaciones aritméticas, todo apuntaba a que Jukkar era un obseso del trabajo. O un prisionero.

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