Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Jukkar le escuchaba con la boca abierta, intentando digerir el torrente de información que Juan le había soltado.

– Mucho tiempo que yo no escucha ese nombre, Necrosum -dijo Jukkar algo apesadumbrado, como si el mismo nombre estuviera cargado de un poder oscuro e invisible. -El nombre no recuerda muy bien quién pensó, cuando colegas y yo trabajamos en él era todavía el H1N9, el más fabuloso de todos. Pero… no… no entiendo muy bien… ¿dos persona inmune?

– El doctor fabricó un suero a partir de la sangre de aquel hombre y me la inoculó. Funcionó.

– ¿Pudo… pudo reproducir ese fenómeno en otra persona? -preguntó Jukkar- pero es imposible, ¿cómo?

Aranda no contestó, quizá porque se daba cuenta de que el doctor formulaba la pregunta como para sí mismo. Dejó que asimilara la información que le acababa de proporcionar.

– Pero ¿se da cuenta? -continuó Jukkar. -Usted y el otro hombre son clave de todo, batalla contra los muertos es acabado si sacamos esa información kemisti de usted, ¿puede imaginarse siquiera, usted ha pensado?

– Lo sé. Por eso le pido que venga conmigo y hable con nuestro doctor. ¡Estoy seguro de que se entenderán muy bien!

Jukkar suspiró súbitamente desanimado.

– Ellos nunca dejan que yo salga de aquí. Yo voy con usted al peor lugar de esta planeta si ellos dejan, pero yo estoy prisionero con ellos -dijo mirándose las manos con una expresión de impotencia.

– Pero ¿por qué, y los militares?

– Militares fueron muertos todos, por ellos -explicó Jukkar recordando-. Vinieron de aeropuerto civil, donde ellos estaban fuertes. Eran muchos… muchos. Pero la comida terminó, y cuando ya ni agua, cruzaron las pistas y se acercaron aquí. Aquí hacíamos un muy importante trabajo de investigación. Los almacenes eran muy grandes, llenos de alimento y agua; segura que nosotros pudimos estar viviendo mucho mucho tiempo. Pero ellos piden comida y los soldados los acogen, porque base es muy grande y tienen sitio para todos. Pero ¡ay! no todos buenos, una noche ellos atacan almacén de armas y explotan el… ¿cómo se dice? donde duermen soldados.

– ¿Los barracones?

– Sí, explotan el barracón y mueren casi todos. Muchas semanas después todavía es fácil encontrar manos y un pie muy lejos -dijo con amargura- hubo disparos toda la noche. Soldados muy bien entrenados, pero eran muy pocos, muy insuficiente, y antes que el Sol sale todo estaba acabado. Ese hombre, Paco, es el líder de ellos. Muy listo y muy cruel, es él. Nos dejaron a mí y otros tres colegas científica con vida porque ¡claro! nosotros primero médicos, luego especialidad, y muchos de ellos tenían heridas muy feas que necesitaba curar. También hubo zombis dentro de base, los soldados muertos se levanta cuando no es ni mediodía y matan algunos de ellos. Otros morían cuando nosotros queríamos curar, y mataron a uno colega. Días terribles, días terribles. Por eso Paco muy asustado de gente enferma con heridas dentro de base. ¡Tu plan, muy arriesgado! Si él piensa que tú enfermo, entonces tú muerto.

Aranda asintió.

– Es como había pensado -exclamó al fin- pero, ¿cómo saldremos de aquí?

Permanecieron en silencio unos breves instantes reflexionando sobre ese problema. Aranda forcejeaba moviendo los brazos. Por fin, Jukkar levantó la cabeza con los ojos brillantes.

– ¿Ellos saben que usted puedes mover sin problema con zombis? -preguntó.

– En absoluto, no saben nada. Creen que voy solo y que siempre he estado solo.

Jukkar sonrió complacido.

– Brillante, ¡muy inteligente! Pues escuche, yo siempre muy bueno con ellos nunca intenta nada. Porque de todas maneras, ¿dónde ir? Así que ellos ya no miran tanto por mí por de noche, ¿comprende?

– Sí.

– Por de noche yo voy por usted donde lo pongan. Seguro que ellos miran, pero yo no tan viejo, no tan gordo ya. Yo hago libre a usted y escapar juntos. Y cuando yo con usted fuera, usted protege a mí de los zombis.

Se miraron con renovadas esperanzas, y con las caras enfrentadas a tan poca distancia sonrieron con complicidad.

La puerta se abrió en ese momento con tanta violencia que Jukkar dio un respingo. Era Sombra y otro hombre que todavía no había conocido, y ambos llevaban armas. Sombra tenía una expresión bastante seria en el semblante, el labio ligeramente hinchado y un rastro de sangre en la barbilla, como si se hubiera limpiado a duras penas con la manga.

Apuesto los sagrados calzoncillos del padre Isidro a que Paco le ha dado su opinión de forma expeditiva sobre dejarme solo con Jukkar, pensó Juan divertido, pero Sombra le dedicó entonces una mirada de profundo rencor.

– Paco quiere hablar contigo -anunció hosco-. Ahora.

18. El fin de Carranque

Emergieron casi por azar, por el sitio más favorable la parte trasera del complejo, entre el muro exterior y el edificio principal. Al principio no reconocieron el lugar porque no era visible desde el escondite donde habían estado espiando el complejo, pero cuando abandonaron las alcantarillas y se asomaron por la esquina, reconocieron el huerto que se emplazaba ya a apenas cincuenta metros.

Y allí estaba, algo menuda y de aspecto juvenil la mujer que habían visto con los prismáticos. Estaba dando forma a un arbusto raquítico ayudándose con las podaderas, demasiado ensimismada como para advertir nada. Dustin pensó que de cerca era aún más hermosa.

Utilizando un elaborado sistema de gestos, un lenguaje universal usado por fuerzas policiales y militares se dieron las últimas instrucciones y se lanzaron hacia delante. Avanzaron agazapados, a paso vivo pero sin hacer ruido. Al llegar junto al pequeño muro que separaba el huerto de la zona donde estaban, otearon con exquisito cuidado y contaron cuatro personas más además de la mujer todos hombres de diferentes edades, desde un muchacho joven a otros más adultos. En silencio, Reza se incorporó con rapidez y disparó cuatro veces en distintas direcciones.

Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp.

Los cuatro hombres cayeron inmediatamente al suelo privados ya del hálito de la vida.

Isabel ni siquiera escuchó nada, tan concentrada estaba en su quehacer con el arbusto. Tampoco los vio acercarse porque estaba arrodillada y de espaldas a todos, y desde luego cuando la culata del rifle la golpeó brutalmente en la coronilla apenas tuvo medio segundo para pensar que algo estaba mal, muy mal, antes de perder la consciencia.

– Llévatela -dijo Reza en un susurro tras comprobar su pulsación y el estado de las pupilas bajo los párpados. Algunas veces esos golpes secos podían ser demasiado contundentes.

Dustin abrió mucho los ojos.

– ¿Vas a hacerlo? -preguntó.

– Por supuesto. ¿Quieres que nos sigan? Vamos, te cubro.

Dustin asintió, cogió a Isabel en brazos y se la colocó en el hombro donde se quedó colgando desmadejada como un fardo. Mientras se iba por donde había venido rumbo de nuevo a las alcantarillas Reza permaneció donde estaba, agazapado, vigilando la pista y las salidas del edificio. Por fin, Dustin desapareció tras la esquina.

Reza hizo sonar el seguro del cañón lanzagranadas. El sonido fue metálico y vibrante, como el de la guadaña que siega el maíz en el maizal.

* * *

Morales, que contaba ya cuarenta y seis años había pasado una noche terrible. A las dos de la mañana se despertó con una extraña sensación de malestar, una presión en el pecho que le hizo incorporarse sobre los codos y quedarse respirando trabajosamente. La sensación de falta de aire le recordó los ya lejanos días de su juventud cuando solía convivir con inhaladores para el asma, pero gracias a las vacunas para la alergia aquellos días pasaron y no había vuelto a experimentar nada similar desde entonces.

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