Un doctor. Un médico, pensó. Eso bastaría a cualquier mercenario en un mundo destruido y hostil para mantenerlo con vida, ¿acaso Rodríguez no había sido esencial en Carranque? No se le ocurría una profesión más imprescindible en el nuevo orden mundial.
– Profesor -saludó Juan tendiéndole la mano- es un placer conocerle.
Por unos momentos Jukkar pareció sorprendido, pero después se adelantó para devolverle el saludo con una pequeña sonrisa bajo las mejillas.
– Es un placer, señor.
Se ha sorprendido. Se ha sorprendido y complacido de que se le salude cordialmente, pensó Aranda sumando puntos a la teoría del prisionero mentalmente.
– Juan viene de fuera, se nos ha colado por la puerta de la carretera. Pensamos que era un zombi. Casi le pegamos un tiro, ¿verdad? -rió brevemente, y la risa brotó como la de un burro demasiado cansado-, Paco quiere que lo examine doctor, ya sabe, como hace con todos.
Jukkar, que no había dejado de mirar a Juan durante todo el monólogo, asintió y pidió a Aranda que se desnudase. Le miró los ojos, la garganta, lo auscultó y le examinó el cuerpo en busca de heridas y cardenales, sin hallar nada que le preocupara. Sombra, mientras tanto permaneció en la habitación, aparentemente más interesado en un libro de Anatomía de Testut-Latarjet. Pasaba las páginas y leía de atrás para delante y luego al revés, y de vez en cuando se detenía en algún párrafo que le llamaba la atención. Leía moviendo los labios sin pronunciar palabra, como quien tiene poco hábito.
Jukkar, que estaba preparando el tensiómetro alrededor del brazo de Juan lo miró de reojo y comentó:
– Entonces, señor, ¿es prisionero también, usted?
De repente, Sombra levantó la vista del libro con una expresión extraña en el rostro. Parecía a punto de decir algo, pero era incapaz de decidir si hacerlo o no. Aranda, aunque lo había sospechado sintió una repentina pesadumbre al recibir el sutil mensaje de Jukkar. No había lugar para prisioneros en Carranque, como no fuera el padre Isidro.
Tampoco vagabundeaban todos con armas, porque se demostró lo que Nietzsche ya escribió en sus días, que si miras el abismo, el abismo siempre devuelve la mirada. Y las armas se dejaron para un grupo selecto de gente dedicada a esas tareas. Aquél era sin género de duda, un campamento diferente.
Sin embargo, celebró en silencio que Jukkar hubiera decidido enviarle ese aviso. Se dijo que tenía que conseguir hablar con él en privado.
– No lo sé -contestó al fin, con sencillez-, ¿por qué está usted prisionero?
Entonces, Sombra dejó caer el libro y se acercó a ellos.
– Bueno venga, ¿cuánto le queda, doctor?
– No mucho, no mucho -comentó Jukkar.
El cerebro de Aranda funcionaba a toda máquina. Se sentía como si estuviese en el arcén de una estación rodeado de trenes a punto de partir. El humo de los frenos y los pitidos de las locomotoras lo rodeaban, apremiándole a tomar la decisión de qué tren tomar. Tenía que hablar con Jukkar en privado, y si salía de allí y le llevaban con el líder, quizá no tuviera otra oportunidad.
– He estado vomitando, doctor -soltó entonces, atendiendo a un repentino destello en su mente.
– Niinkö? -preguntó Jukkar, expresándose en su lengua materna- ¿tiene fiebre?
Sombra retrocedió un par de pasos.
– Sí. He tenido fiebre también.
Jukkar asintió, tomó una silla y se sentó enfrente de Juan para palparle los ganglios del cuello.
– ¿Qué tiene? -preguntó Sombra. En su cara se podían leer los versos del miedo. Inconscientemente había levantado el fusil, y Aranda experimentó un súbito deje de incertidumbre.
Me he pasado. Esta gente no tiene ni puta idea, apuesto a que fusilan a cualquiera que se despierte con un puto resfriado. Apuesto a que por eso son tan pocos. Creen que Necrosum te pilla a la hora de comer y por la tarde eres un zombi. Me meterá un balazo entre los ojos y me tirarán a una zanja llena de cadáveres y gusanos gordos como mazorcas de maíz.
– Este hombre no es peligro -comentó Jukkar al fin- pero tengo que tener a él en… valvonta… surveillance… vigilancia.
– Jooooder -dijo Sombra- no sé cómo va a tomarse eso Paco.
– Puedes avisar a él. Voy a examinar ahora mejor.
Sombra asintió y escudriñó a Aranda. Éste era aún joven y tenía además la cara aniñada, y en algún momento pareció decidir que no representaba un peligro.
– De acuerdo -soltó al fin. -De todas formas, por su seguridad doctor.
Se acercó entonces a la silla, juntó las manos de Aranda por detrás y le puso unas esposas que extrajo de un bolsillo del chaleco.
– De veras, no es necesario -dijo Aranda.
– Ya oíste a Paco -comentó Sombra. -La confianza hay que ganársela, amigo. No es nada personal, pero son tiempos difíciles.
Esperaron expectantes a que Sombra saliera por la puerta y cuando ésta estuvo otra vez cerrada, Jukkar empezó a hablar precipitadamente, visiblemente nervioso. El sudor empezaba a aflorar en su frente.
– Tenemos muy poco de tiempo -dijo-, ¿quién es usted?
– Pertenezco a una comunidad de supervivientes en Málaga, doctor Jukkar. Somos unos treinta, estamos en Málaga y nos va bien.
– Bien, ¡bien! -contestó Jukkar, asintiendo vigorosamente con la cabeza-, ¿y usted ha viajado solo hasta aquí?
– Sí, quería ir a los estudios de Canal Sur para comunicarme por radio con todos los supervivientes que queden y puedan escucharme.
– ¡Ésa es muy buena idea! Pero, ¿solo? -interrumpió Jukkar.
– Sí, pero escuche, por el camino encontré un soldado que me habló de usted. Me dijo que usted estaba relacionado con la comunidad científica y que estaba trabajando en el virus Necrosum.
Jukkar abrió mucho los ojos.
– Mitä vittua? Hacía mucho tiempo que yo no escucha ese nombre.
– Doctor, yo podría ayudarle -contestó Aranda hablando con rapidez- si pudiera llevarle conmigo. Tenemos a un médico en nuestro campamento que ha hecho asombrosos avances. Doctor si usted supiera, tiene que saber que yo soy inmune.
– ¿Qué es…? -preguntó Jukkar agitando la cabeza como si hiciese grandes esfuerzos por comprender.
– Los muertos vivientes, ¡no pueden verme! Puedo caminar entre ellos, puedo golpearlos, empujarlos, y ellos me ignoran.
Jukkar le miraba ahora con su rostro a escasos centímetros, escrutándole con sus ojos verdes. Por un segundo, le pareció que había perdido la conexión con él, como si se retrajese. Aranda empezó a ponerse aún más nervioso y se maldijo por haber soltado ese conocimiento tan directamente. Era con probabilidad, algo difícil de creer para un científico.
– Es broma, por supuesto -dijo en un susurro.
– ¡No, no! -exclamó Aranda. Las esposas tintinearon a su espalda a medida que él se agitaba en su silla. -Tiene que creerme. Nuestro doctor investigó los cadáveres de los zombis y extrajo bastante información sobre el virus. No recuerdo la explicación completa, pero dijo que Necrosum era un extremófilo… un agente patógeno que puede sobrevivir a las condiciones más adversas, y que se apodera de las funciones vitales. Encontramos a un hombre que tenía el virus sometido en su interior, ¿sabe? como en una vacuna. Verá, algo le ocurrió mientras le practicaban una plasmaféresis completa, hubo complicaciones y el hombre estuvo muerto unos instantes. Necrosum empezó a actuar. Pero cuando terminaron de cambiarle toda su sangre consiguieron recuperarlo, y Necrosum quedó reducido. Él era inmune también. De alguna forma, es algo que los zombis pueden detectar. Creo que nos ven como si fuéramos uno de ellos, ya sabe que es inútil disfrazarse de muerto viviente: ellos siempre ven, siempre huelen. Siempre saben quién está vivo y quién no.
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