Había visitado el edificio donde Kinea había estado sobreviviendo, y vaya si lamentaba haberlo hecho. Al principio pensó que aquellas tirajas finas de carne que colgaban de unas cuerdas tendidas de uno a otro extremo de la habitación era alguna especie de mojama salada que habían podido sacar de alguna parte, pero cuando accedió a una de las habitaciones sintió que todo le daba vueltas. Allí encontró un bulto informe formando una pequeña montaña; eran uniformes ennegrecidos y el color le recordó al de la sangre seca. A su lado, una rudimentaria mesa de madera soportaba herramientas del todo variopintas, como pinzas, cuchillos y un par de grandes serruchos. En el lado opuesto había un recipiente grande situado a un metro y medio del suelo. Tenía una tapa encima provista de un agujero pequeño en el fondo. De ambos lados colgaban dos ganchos inmundos con restos que parecían orgánicos, y debajo en el suelo había una tubería ennegrecida que llevaba al extremo opuesto de la habitación. Allí había ardido un buen fuego, a juzgar por el destrozo en paredes y techo. Todavía quedaban restos de madera a medio arder, entre ellos la pata de una silla o una mesa parcialmente carbonizados.
Al principio no comprendió para qué era todo aquel montaje, pero cuando descubrió unos huesos de apariencia humana entre la ropa supo de qué se trataba. Era un ahumadero, utilizado para ahumar la carne y conservarla. Y la carne… bueno, quién sabe qué atroz historia de terror se desarrolló en ese recinto a medida que el hambre crecía y los soldados se ponían nerviosos. Los imaginó comiendo primero un trozo de nalga del cadáver de uno de ellos, alguien que quizá fue quitado del medio por alguna discusión que se salió de madre. Al fin y al cabo sabía perfectamente cómo se las gastaba Kinea. Probablemente le quitaron la cabeza como quien pela una gamba para que Necrosum no actuara envenenando la carne. Y después, cuando a los tres o cuatro días el cadáver se movía por sí solo por acción de los gusanos que devoraban su interior, alguien sugirió la prodigiosa y muy antigua Técnica del Ahumado para seguir comiendo y aprovechar mejor los cadáveres, y casi podría poner la mano en el fuego
la mano en el fuego jajaja la mano ahumada
a que a los demás les pareció una idea maravillosa.
Y después vino otro cadáver.
¿Lo echaban a suertes, sacaban la pajita más corta, o fue Kinea quien se acercaba a ellos por la noche con un cuchillo en la mano?
Y otro.
Después de vomitar todo el contenido de su estómago Aranda salió de allí inundado de una náusea embriagadora. Era aquella la cara más dura de la supervivencia extrema, cuando no hay supermercados ni tiendas de las que abastecerse, algo que no habría podido imaginar ni en sus peores pesadillas. Se dijo a sí mismo que había tenido una suerte excepcional y que su experiencia no era la norma, más bien la excepción. Ese conocimiento inesperado le resultó del todo apremiante; si había más supervivientes en alguna parte debía darse prisa porque cosas como el agua y la comida terminan por agotarse.
El tiempo se acababa.
* * *
No tardó mucho en llegar al puente que cruzaba el río Guadalmedina. A su derecha, tras una planicie yerma, se divisaba el aeropuerto con su nueva estructura. No supo si era por las circunstancias, pero desde esa distancia la monumental forma parecía una suerte de ataúd gigante o quizá una gigantesca nave espacial posada despreocupadamente en la tierra.
Y a la izquierda por fin, los estudios de Canal Sur, con la torre característica llena de antenas que apuntaban en varias direcciones. El enorme cartel con el nombre de la cadena estaba partido por la mitad, y por allí asomaba el fenomenal brazo de hierro de una de las enormes grúas de obra de una construcción cercana. Verla allí rendida y deformada le impresionó; ¿cómo se derriba algo así? Definitivamente, pensó, la ciudad debía de estar llena de anécdotas e historias de supervivencia extrema que podrían llenar bibliotecas enteras de documentación. Una lástima, reflexionó con cierta amargura, que ya no hubiera profesionales para recabar esa información, ni lectores, ni medios para propagar ese conocimiento. El ser humano desaparecería tal como nació, de forma anónima.
Suspiró, concentrándose otra vez en la tarea que tenía delante. La entrada a los estudios estaba a unos escasos cien metros pero la base aérea de San Julián quedaba del otro lado, y si todavía había allí gente entonces todo el sentido primordial de su aventura encontraría su resolución. Frunció el ceño, pensaba con creciente preocupación que debía vigilar sus pasos. Tendría que extremar las precauciones para no acabar siendo abatido desde la distancia por algún centinela apostado, si es que los militares aún poblaban el lugar.
La base de San Julián dejó de ser hogar permanente de los aparatos del Ejército del Aire cuando fue disuelta a principios de los 70. A partir de entonces, la base tuvo la consideración de Unidad Aérea de Apoyo Operativo, con responsabilidades como el mantenimiento de la red militar de comunicaciones. Allí, en virtud de un acuerdo de cooperación, se apostaban los helicópteros de la Policía Nacional y la Guardia Civil además de aviones cisterna en los meses de verano. Parte del fenomenal complejo se pensó como residencias de descanso del personal del Ejército del Aire, con casi cincuenta bungalows reformados hacía pocos años, pistas de tenis y varias piscinas. Los edificios principales y las diferentes instalaciones se distribuían alrededor de un patio de armas; y los vastos almacenes, antiguamente barracones para las dotaciones de soldados se encontraban junto a la pista de uso exclusivamente militar que corría paralela a la civil.
Aranda llegó a la entrada principal, que nacía en la misma Avenida de Velázquez y se encontró con un muro de apenas dos metros de alto con una maltrecha puerta deslizante de hierro que cortaba la carretera de acceso. Una pequeña cabina de control estaba emplazada al otro lado. Le sorprendió un poco descubrir que el acceso podría haber pasado por el de una urbanización convencional y que los muros de entrada fueran tan bajos, incluso las verjas de Carranque eran más altas.
Echó un vistazo alrededor. Tampoco había muchos espectros por allí cerca. Había uno apoyado en la puerta abierta de un coche que tenía todo el frontal hendido, casi parecía que acababa de colisionar y aún se encontraba en estado de confusión. Otro se arrastraba con visible determinación usando los brazos por el asfalto. Las piernas colgaban flojas detrás de él, como si fuesen incapaces de sostenerle. Y aún había unos cuantos más vagando en la distancia, meciéndose a cada paso que daban como tronos procesionales.
Tampoco había ningún centinela a la vista, tan solo una recta carretera que se adentraba en la base entre una tupida arboleda.
Aranda abandonó la moto y saltó el muro utilizando una señal de STOP como apoyo para superar la puerta de hierro. Mientras lo hacía contraía los músculos de la barriga, como si temiera que algún francotirador camuflado fuese a dispararle a la cabeza confundiéndolo con uno de los zombis. Pero no ocurrió nada de eso, y cuando sus pies se posaron en el suelo al otro lado empezó a pensar que tres meses es muchísimo tiempo. Jukkar y el resto del personal, probablemente se habían marchado en uno de los aviones de la base hacia algún destino más favorable. Probablemente Madrid, o Barcelona, donde a buen seguro había grupos organizados trabajando con Necrosum.
Decidió no avanzar por la carretera, sino por el lado izquierdo entre los árboles. A algunos cientos de metros se divisaban construcciones parcialmente ocultas por los altos y delgados troncos que tenían el aspecto de ser pequeños apartamentos de verano, con terrazas en la parte frontal y una disposición que buscaba la individualidad.
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