– ¿Alba? -preguntó en un susurro.
– Tarta de coco -dijo la niña, oliendo el aire a su alrededor y entrecerrando los ojos. -¡La terraza, Gaby, la terraza!
Tarta de coco.
Para Gabriel, que sabía exactamente lo que eso significaba, fue más que suficiente. Se puso rápidamente en marcha, cogió a su hermana de la mano y voló hacia la terraza. Ésta daba, casi en su totalidad al apartamento de abajo, pero por el lado izquierdo era posible saltar sobre un seto desproporcionadamente grueso y mullido, y desde allí al jardín comunitario. Era apenas un salto de medio metro, así que Gabriel pasó a su hermana por encima del muro de la terraza levantándola por las axilas, y la dejó caer suavemente; luego se lanzó él mismo.
– ¡Gaby, por aquí! -decía su hermana, impaciente.
Rebotaron rápidamente hacia el suelo, Gaby se puso en pie y escudriñó los alrededores. Era un recinto privado cerrado por una verja de hierro, así que afortunadamente el jardín estaba todavía libre de esos horrores. La enorme hilera de eucaliptos que crecía al otro lado de la verja se mecía con cierta parsimonia, como si entonaran una canción por los que morían.
– ¡Ven Gaby, por aquí, por aquí!
Atravesaron corriendo el jardín. Alba sabía perfectamente hacia dónde iban, porque lo había visto, naturalmente, y lo que veía no se podía cambiar. Era una especie de Ley con la que había vivido desde pequeña. Así que llegaron al otro lado del recinto, corriendo por el borde de la piscina, treparon unas altas escaleras de piedra y por fin, Alba se escabulló entre unos arbustos para desaparecer por un hueco estrecho entre el suelo del jardín y el edificio.
– ¡Alba, no! -chilló Gabriel, jadeando. Sabía que era un sitio peligroso y le habían advertido innumerables veces de que nunca, jamás, se le ocurriera jugar allí. Era un hueco enorme entre las casas y el suelo. Allí solo había enormes columnas de sujeción rodeadas de grava, restos de ladrillo, cemento y tierra, además de porquería y broza que el jardinero a veces arrojaba por el hueco. Pero su padre le había advertido que los cimientos eran profundos porque su casa estaba construida sobre una loma que descendía en pendiente, y que el hueco había sido rellenado con cascotes de obra para que nadie se cayese dentro. Y también había mencionado los pozos. Ominosa palabra que reverberaba en las mentes infantiles de los niños como si fueran bocas de cocodrilo a punto de morderles. Los pozos podían estar en cualquier lugar invisibles en la oscuridad, e incluso podían no ser vistos, estar al acecho bajo un montón de basura o sobre ladrillos aparentemente seguros. Los pozos eran profundos se les dijo, tan profundos que a veces comunicaban con procelosos ríos subterráneos que fluían por oscuras grutas, y que tras describir sinuosas vueltas y revueltas, desembocaban en secretos lagos donde moraban criaturas ciegas y hambrientas.
Alba había tenido angustiosas pesadillas. Su papá había dicho que si caías en uno de esos pozos, podías Morir. Alba tenía ahora ocho años y sabía perfectamente lo que era Morir, pero cuando era más pequeña, el papá de su amiga Beatriz había Muerto y Beatriz tuvo que irse del colegio y hasta cambiarse de casa, y Alba se cuidó mucho de andar por sitios con pozos.
Sin embargo, cuando los muertos entraron en casa pudo ver otra vez. Primero sobrevino esa extraña sensación de que el cerebro se le hacía tarta de coco; es al menos como podía describirlo ella cuando era muy pequeña, y la expresión sobrevivió y permaneció en la familia. No era solo el olor, era como si dentro de su cabeza notase que el cerebro adquiría una textura efectivamente como la de una tarta de coco, un poco licuada y arenosa. Y entonces le sobrevenía la visión. Podía ser de unas semanas o unos pocos minutos más tarde, y siempre era breve, pero lo que veía… acababa ocurriendo. Siempre. No importaba lo que hiciese. Lo que veía no se podía cambiar.
Una vez, la pequeña Alba estaba jugando con una pequeña cocinita que tenía y, de repente, le sobrevino el olor a tarta de coco. Acto seguido, como si hubieran enchufado una vieja película con calidad VHS directamente a su cerebro vio a su tía Sara envuelta en un aparatoso accidente de coche. Lo veía todo como si estuviera mirando a través de una cámara instalada en el asiento del copiloto. Una cámara a menos fotogramas por segundo de los habituales. Veía la cabeza voltear a un lado y otro, veía cómo se golpeaba una y otra vez contra el volante y el cristal de la puerta, con los cabellos alocados y la sangre que manaba abundante. Veía los trocitos de cristal volando por toda la cabina. Y por fin, la vio morir, con la frente abierta y deformada por los moratones que habían ocultado sus ojos tras un montículo de carne hinchada.
Alba abandonó su trance con un grito tan agudo y penetrante que su madre dejó caer la sartén que tenía entre manos para salir corriendo a su encuentro. Iba gritando su nombre por el pasillo, sintiendo que una fuerte taquicardia nublaba su visión. Ya en el cuarto, se la encontró llorando desconsolada en el suelo. Solo pedía que la dejase hablar por teléfono con la tita Sara. La tita Sara, mamá, déjame hablar con la tita Sara, mamá por favor…
Su madre le puso a la tita Sara al teléfono. Estaba en casa, al parecer, porque había acumulado bastantes días libres desde el principio del año y ahora se los estaba tomando todos en una cura de descanso hogareña. Alba se puso al aparato con un nuevo acceso de llanto y una sucesión de balbuceos suplicantes.
Por favor tita por favor no conduzcas más con el coche por favor tita por favor con el coche no, promételo tita, promételo vale tita vale por favor…
Su madre le quitó el teléfono y la consoló pasándole el brazo por encima de los hombros mientras hablaba con la tita brevemente.
No lo sé, decía, no sé que tiene, está llorando muchísimo, la pobre… sí… tranquila… no pasa nada… voy a hablar con ella, sí…
Cuando colgó el teléfono, se fueron juntas a la cocina. Su madre le preparó una taza de Cola Cao caliente con azúcar pero Alba, aún balbuceante y sin poder cerrar el grifo de las lágrimas bebió apenas un par de sorbos. Por fin, poco a poco consiguió desgranar la horrible visión que había tenido. Su madre la miraba lívida. Aún no habían tenido muchas experiencias con el don de Alba, si es que era un don, pero la niña desde luego era especial, eso lo sabían en el colegio como lo habían sabido en el jardín de infancia y cualquier persona que hubiera pasado tiempo suficiente con ella.
Su madre, sin embargo, intentó aparentar normalidad. Le quitó importancia al asunto. Le dijo que a veces uno cree ver cosas que en realidad no son sino pasajes mentales, productos de la imaginación que no tienen mayor importancia. La convenció para llevarla de vuelta al salón y tumbarse en el sofá con una mantita por encima, y una buena película de dibujos animados en el DVD. Le puso la película de Bob Esponja y ella se tranquilizó visiblemente.
Pero su madre no se había quedado en absoluto tranquila. Sentía una enorme presión tras los ojos, una inquietud que sin duda germinaba poderosa en su interior. Cogió el teléfono y marcó apresuradamente el número de su hermana, pero no le atendió ella, sino una compañera de piso.
Lo siento, querida, pero Sara acaba de salir. Ha dicho que su sobrina estaba llorando y decía cosas raras, y ha salido a verla.
Le hizo una sola pregunta.
¿Qué?… -fue la respuesta- sí, claro que ha cogido el coche… hay como veinti…
Pero le colgó sin esperar a que le contara ninguna otra cosa. Pasó los siguientes veinte minutos caminando angustiada por todo el salón. En la tele, Bob Esponja y Patricio caminaban resueltos por una carretera submarina con algas pegadas en el mostacho a modo de bigotes.
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