Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Como disimulando para ella misma, Alba daba cortos pasitos en una dirección que, aunque indirecta, conducía inequívocamente al agua. Tenía entre manos un bonito montón de vinagretas que crecían ahora por todos lados y que había ido recolectando primorosamente, hasta que por fin estuvo a una distancia suficiente como para darle cierto respeto.

La duda se agolpaba en su mente. ¿Y si Bob El Ahogado seguía ahí realmente? Su imaginación infantil lo dibujaba lleno de algas enredadas en confusa maraña alrededor del cuello y los brazos, la piel verde y cuarteada por acción del agua y los ojos abiertos y blancos que miraban sin ver.

Pero, ¿cómo saberlo?

Tímidamente, avanzó otros dos pasitos con sus grandes ojos marrones muy abiertos, como si se esforzase por ver a través del agua.

* * *

Mientras tanto, Gabriel avanzaba por el pequeño camino de tierra que avanzaba paralelo al pequeño riachuelo que discurría al lado de su casa. La oficina de la Entidad Urbanista Colaboradora enviaba de vez en cuando una excavadora a limpiarlo de juncos y malas hierbas, pero en los últimos meses todo había seguido creciendo salvaje, por supuesto, y los juncos alcanzaban ya proporciones del todo desmesuradas. Gabriel sabía que entre los matorrales ralos había toda clase de alimañas, incluso ratas. No sabía qué era una alimaña, pero por la forma en la que su padre se refirió a ellas debían ser tan malas como las ratas.

Así que avanzaba despacio por el borde más alejado del río, no solo preocupado por las ratas y otros bichos (que siempre habían crecido exuberantes en Calahonda) sino naturalmente por los zombis. La palabra no le gustaba. Tenía connotaciones demasiado oscuras para su gusto; era una palabra que sonaba con mucha fuerza y además le recordaba a todas aquellas películas baratas que su madre, por cierto, nunca le dejó ver. No le gustaba que la realidad se pareciera a las películas. Si tu vida se parece a una película de miedo, entonces algo anda terriblemente mal.

A decir verdad, aquellas excursiones a las que se entregaba de tanto en tanto tenían cierto encanto para el muchacho. Aún seguía sintiendo que las piernas pesaban demasiado cuando se ponía en marcha, y naturalmente también estaba la extraña sensación en el estómago, como si estuviera relleno de demasiado aire. Pero después de tantos viajes de ida y vuelta a la tienda sin haber sufrido un percance la innata curiosidad del niño se impuso al terror, ya que convivía con él desde hacía demasiado tiempo. Mientras caminaba despacio intentando que la hojarasca no crujiera demasiado bajo sus pies pensaba de hecho que le gustaría espiar un poco más a los espectros. Querría aprender si había alguna forma efectiva de acabar con ellos, alguna manera que no implicase tanto riesgo.

Después de un rato llegó al final del sendero. Allí había una reja de hierro que normalmente se encontraba sólidamente cerrada, pero afortunadamente la Pandemia la sorprendió abierta, y abierta se quedó. Tras la reja empezaban las viviendas, y eso significaba que ellos podían estar al acecho en cualquier esquina. Los espectros estaban siempre en movimiento, así que cada vez que visitaba la calle comercial no podía dar nada por sentado, cada esquina podía ocultar una muerte cierta por lo que a partir de ese punto Gabriel extremaba las precauciones.

En realidad, casi todo se reducía a ir con cuidado, vigilar cada paso, caminar como aquel elfo de la película de El Señor de los Anillos que había visto mil veces, sin hacer absolutamente ningún ruido. Así cruzó la primera calle sin contratiempos, caminando con la espalda pegada a la pared. El sol brillaba alto y conseguía que la callecita se viera preciosa pese a todo. Las rejas oscuras de hierro llenas de filigranas y las gitanillas que creían lozanas en sus tiestos colgantes eran cosas que le traían recuerdos no tan lejanos, de días mejores. Días en los que las familias paseaban por la zona para tomar un refrigerio en alguna terraza, pasear o hacer compras. Toda la zona había sido construida para el turismo, y en justicia habría que decir en su gran mayoría por el turismo, por lo que cada calle y avenida, cada edificio, se había diseñado para parecer un tradicional pueblo andaluz.

Gabriel se deslizó entre dos fachadas por un hueco aparentemente demasiado pequeño para considerar siquiera intentarlo. Pero el muchacho era delgado y aquél el camino más directo y seguro, así que dejaba caer la mochila en una mano, giraba la cabeza y controlaba el volumen de su pecho regulando la respiración. Se deslizó así unos metros hasta que acabó al otro lado, y desde allí, espió la tienda que estaba ya a pocos metros.

Todo seguía igual a como lo recordaba de la última vez, lo que sin duda era una buena señal. Las ventanas seguían intactas, la puerta cerrada, no había marcas sangrientas recientes, y las que hubo, el agua de la lluvia las había lavado. Gracias a Dios por los pequeños favores , se dijo a sí mismo mientras cruzaba hasta la tienda. Era una frase que su madre repetía mucho.

El pequeño Supermercado Inglés era una de esas tiendas de emergencia que abrían hasta tarde incluso en festivos, al coste de disfrutar de precios un tanto inflados. Como quiera que sus clientes eran todos extranjeros que ocupaban apartamentos de cocinas pequeñas y que pasaban allí estancias breves, la mayor parte de los alimentos a la venta eran de rápida preparación, en envases de fácil almacenaje y de fecha de expiración tardía. Sobres de comida instantánea, sopas, tomate, miles de latas que contenían una variedad enorme de preparados desde albóndigas, jamón cocido con gelatina al vacío, fideos con salsas y condimentos dispares. Todo eso convenía a los dos niños enormemente.

El local era angosto, un túnel de techo alto a cuyos lados se apilaban cajones que usualmente contenían frutas y verduras. Ahora esas frutas formaban una repugnante masa verde y negra que impregnaba todo de un olor dulzón. Más allá, unos estantes de considerable altura dividían el reducido espacio en varios pasillos. La caja registradora estaba abierta, pero dentro sólo quedaban unos cuantos céntimos y una nota que, escrita con una letra garabateada, decía: "Debo 13 Euros a Caja -F". En el suelo, como vestigio de una época perdida, languidecía olvidado un único billete de 5 euros.

Gabriel tomó una bolsa de plástico del gancho que las sujetaba (poniendo infinito cuidado en evitar que el plástico crujiera) y comenzó a llenarlo con las cosas que había venido a buscar. Cogió también uno de aquellos tubos llenos de agua jabonosa con los que Alba se entretenía tanto, lanzando sus pompas al aire y viendo cómo el aire se las llevaba en rápida procesión.

Pero cuando dio la vuelta a uno de los estantes, Gabriel, con los ojos abiertos y el corazón acelerando como un Fórmula Uno en la parrilla de salida quedó paralizado.

* * *

Alba observaba la superficie del agua. ¡Cuánta porquería acumulada ahora que se fijaba! En el agua verdosa flotaban un buen montón de desagradables insectos, unos boca arriba, otros con sus cuerpos apenas asomando entre las otras cosas. No muy lejos del borde, el ala de un gorrión asomaba como un estrafalario estandarte por entre los pliegues de una bolsa de plástico. Alba lo miró con pesadumbre, tan fascinada estaba por la variopinta manta de porquería que se olvidó por un momento de Bob El Ahogado y continuó dando cortos pasos hacia el agua.

Pero entonces, un gruñido la sobresaltó hasta el punto que no pudo evitar que un pequeño chillido se escapase de sus pulmones. Alba se dio la vuelta dejando caer el ramillete de vinagretas al suelo, y allí, a apenas veinte metros, mirándole con pequeños ojos negros y los dientes expuestos se encontraba un fenomenal mastín español. Era enorme, un colosal macho adulto de noventa kilos y cabeza grande pero proporcionada. Su pelaje era de un color marrón claro aunque estaba cubierto de lo que parecía ser barro y todo tipo de suciedad. Alrededor de los ojos tenía dos manchas oscuras como un extraño antifaz, lo que habría resultado gracioso de no ser por la dentadura amarillenta y terrible que mostraba levantando los dos belfos.

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