Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Los insectos entretenían a la pequeña, pequeños escarabajos que corrían con determinación de un lado a otro con alguna importante tarea en mente; hormigas que arrastraban trozos de hojas y otras menudencias que ni siquiera podía identificar, grandes libélulas voladoras que pasaban erráticas zumbando entre los macizos de flores. Era el mundo de lo pequeño lo que alegraba sus ojos infantiles ahora que el mundo de los mayores había acabado.

Evitaba la piscina en todo lo posible porque ya no le gustaba nada. Cuando mamá y papá todavía vivían, la piscina había sido el santo de su devoción. Le encantaba sentir el agua fresca alrededor, la extraordinaria sensación de sumergirse en sus aguas y bucear. ¡Es como volar, mamá! le decía a su madre. Y al salir, el sol calentaba su cuerpo perlado con gotas de agua mientras los veranos discurrían mansamente, arropando su infancia con días largos y amables.

Pero ahora, en la piscina vivía Bob.

Bob era un vecino que nunca había hablado demasiado con ellos, posiblemente porque como casi todo el mundo allí, hablaba muy poco español. La única frase que Alba le escuchó decir en un deformado español fue: "Correr va contra las Normas, niña!". Venía a su apartamento tres o cuatro veces al año, siempre solo, buscando el sol malagueño. Cuando se bañaba lo hacía brevemente y dedicaba el tiempo a hacer una tabla de gimnasia, apoyaba la pierna en la escalerilla de mano y hacía pequeños ejercicios suaves de mantenimiento. El resto del tiempo lo pasaba en su hamaca en compañía de un libro, o paseando por el jardín mientras desgranaba lentamente algún cigarrillo de marca finlandesa. Tenía unos ojos saltones y grandes que a Alba le provocaban cierto rechazo; siempre parecía mirarla con reproche, como si correr por el jardín riéndole a la vida fuera algo que no entrase en su Libro de Normas.

Bob cayó en la piscina unos días después de Aquella Noche. Alba no llegó a verlo, pero Gabriel decía que ya no era una persona normal cuando tropezó caminando por el borde, que se había vuelto como ellos. Estuvo chapoteando toda la noche y parte del día siguiente sin avanzar hacia ningún lado. No era como si intentase mantenerse a flote para respirar, porque la mayor parte del tiempo mantenía la cabeza sumergida. Era como si intentase sacudirse el agua de encima. Sus brazos asomaban a la superficie desmañadamente, sin seguir compás o ritmo alguno.

Alba se durmió tarde aquél día escuchando los chapoteos de Bob en el agua. Gabriel no dijo nada tampoco, pero en la oscuridad, ella veía el blanco de sus ojos fijos en algún punto indeterminado del escondite.

Al atardecer del día siguiente Bob dejó lentamente de luchar con el agua. Poco a poco, su cuerpo se iba a pique, y acabó siendo una forma oscura y sinuosa en el fondo de la piscina. No había burbujas de aire escapando a la superficie.

– Está en el fondo, de pie -dijo Gabriel en voz baja.

– ¿Por qué? -preguntó Alba, mirando cómo desaparecía el pequeño oleaje de la piscina.

– Porque son tontos -cortó él. -Es mejor así.

Pero Alba soñó muchas veces con Bob El Ahogado. Lo veía con sus ojos saltones en el fondo de la piscina arrullado por el sonido submarino de las cosas, mirando hacia arriba con aire furibundo. Eso va contra Las Normas, niña, ¡contra Las Normas! Su hermano fue tajante al respecto de la piscina. No. Acercarse. Jamás.

Gabriel sabía perfectamente cómo funcionaban los zombis, así que no le cabía ninguna duda de que Bob El Ahogado sólo dormía en el fondo. Era una bomba latente. Él los había visto de pie o apoyados en el quicio de alguna puerta totalmente apagados, como si alguien hubiera tirado del cable y los hubiera desenchufado de la red eléctrica. Era lo que les ocurría cuando pasaban semanas y semanas sin que ningún estímulo los alimentase. Se convertían en juguetes rotos sin pilas. En particular, pasaba a menudo cuando el lento deambular de alguno de ellos le apartaba del grupo y acababa vagando en algún sitio apartado, porque cuando estaban en grupo nunca se relajaban, sino que se movían como una marea, ondulante y ominosa.

En opinión de Gabriel, ésos eran los peores. No los oías cuando te adentrabas en una casa o doblabas una esquina, o cuando ibas por la calle de noche y caminabas junto a un seto, porque estaban desactivados hasta que tus pasos los despertaban un poquito… suficiente para que sus ojos muertos se fijasen en ti. Y entonces se despertaban, vaya si despertaban. Entonces volvían a ser tan obstinados y mortales como siempre.

Y luego estaban los corredores.

Gabriel los había visto, sobre todo, Aquella Noche. Fue la noche en la que irrumpieron en el recinto y acabaron con todos los que quedaban en sus casas, como papá y mamá, demasiado atemorizados para ir a ninguna parte. "¡No salgas, Jorge!", decía la madre, "¡quedémonos en casa!". Pero las casas no eran seguras, ningún sitio lo era. Llegaron por el largo pasillo distribuidor y empujaron las puertas de los hogares con todo su peso; una, diez, cincuenta veces, hasta que la madera cedía y las puertas se abrían. Los sacaban a rastras al pasillo y allí los vaciaban de sus entrañas encima de grandes charcos de sangre. Las salpicaduras contrastaban con la inmaculada pintura blanca de las mediterráneas paredes; el olor a humedad del bosque mezclado con el aroma de la carne fresca y la sangre confería a la escena unos tintes surrealistas.

Algo después, Gabriel se preguntaba por qué Aquella Noche, la mayoría no avanzaban con la parsimonia con la que normalmente recorrían las calles. Se sacudían violentamente como afectados de terribles espasmos, tenían una fuerza desmedida, estaban ebrios de violencia y sangre. Fue más tarde durante sus incursiones a las tiendas, que supo entender el motivo. Allí espiaba a los zombis que se encontraba por el camino siempre desde una distancia más que prudencial. Los observaba moverse. Un día tuvo la valentía de tirar una piedra cerca de unos de los zombis. Y luego otra, y otra más. Y entonces lo comprendió, se volvían así cuando se excitaban. Era un proceso en crescendo, a medida que se veían involucrados en episodios con mucho movimiento, confusión o ruido alrededor, los zombis entraban en un estado de demencia y agitación desaforada. Gritaban todo lo que daban de sí sus pulmones, con las venas del cuello totalmente hinchadas, y aquel día, Gabriel pudo ver cómo el zombi daba vueltas sobre sí mismo como un perro furioso atado con una cadena corta; se daba violentos cabezazos contra las paredes al no poder localizar a ninguna víctima cerca.

Y vaya si corrían.

Era como si la carcasa humana ya no importara. No había ningún dolor que les obligase a parar, el cuerpo ya no emitía señales de alerta indicando que alguna válvula podía estallar si uno no se detenía. En esas condiciones, ¿quién sabe hasta dónde se puede forzar el cuerpo humano? Aquellas cosas muertas desde luego no lo sabían.

Así que Bob El Ahogado estaba solo desactivado y así se lo explicó a su hermana, "Azúzalo con un palo, verás el bote que da, saltaría tanto que saldría de la piscina, y créeme… Bob El Ahogado corre más que tú".

Alba miraba ahora la superficie de la piscina. Como el resto del jardín, ya nadie la cuidaba, nadie echaba cloro ni productos anti-líquenes, así que el agua había adquirido un repulsivo tono verdoso que olía a agua estancada y podredumbre. Eso, unido al hecho de que la superficie estaba prácticamente llena de hojas secas y bolsas de plástico traídas por el viento hacía imposible saber si Bob El Ahogado seguía ahí.

Alba creía que no, nadie consigue estar tanto tiempo debajo del agua aunque estuviera Muerto. Debía ser, al menos, tremendamente aburrido.

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