Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Se puso un cigarro en la boca.

– ¿Cómo lo veis? -dijo al fin.

– Suena bien -dijo Susana- ganar el parking ha sido una buena cosa.

– ¡Sí, joder! -exclamó José, eufórico-. Voy a ver qué encuentro por ahí. Creo que he visto otro vehículo grande allá al fondo -y acto seguido, se alejó hacia el extremo más alejado de la planta.

– Bueno. Ahora viene lo peor -dijo Susana.

– ¿Lo peor? -preguntó Moses.

– Los cadáveres -dijo Susana haciendo un gesto vago con la mano-, hay que deshacerse de ellos.

* * *

Ayudados por casi todo el mundo, estuvieron limpiando el parking hasta altas horas de la madrugada. Eran demasiados cadáveres como para arrastrarlos por las escaleras, muy angostas y angulosas como para eso; en su lugar, utilizaron el hueco de uno de los ascensores como improvisada chimenea para quemar los cuerpos, los cuales arrojaban cubriéndose la boca y la nariz con pañuelos. Afortunadamente, la caja estaba en los niveles más bajos y la torre exterior tenía salidas de humo construidas, así que echaban los cuerpos poco a poco y las llamas los recibían ávidas y crepitantes. El color áureo-rojizo de las llamas, en medio de aquella oscuridad, le confería a la escena un aspecto irreal, como si el hueco del ascensor fuera un vertiginoso acceso directo a ese lugar del infierno donde arden los condenados.

Aranda volvió de su búsqueda cuando todos andaban en plena operación de limpieza, antes del anochecer. A medida que se acercaba a la ciudad deportiva y las cenizas caían sobre él, ingrávidas, tuvo la confusa sensación de que estaba nevando, pero el olor que impregnaba el aire era inconfundible. Después vio la fumarola de humo saliendo atropelladamente de la caseta del ascensor, y se asustó. Desapareció por la alcantarilla a toda prisa y estuvo en el sótano en un tiempo récord.

Allí escuchó la historia de lo que había ocurrido, pero con una ceja levantada. No dijo nada, sin embargo; veía en la mirada esquiva del escuadrón que sabían que habían actuado impetuosamente, y de todas formas, habían vuelto a salvar la situación. Como Moses, se daba cuenta de que el Escuadrón desempeñaba un papel en extremo importante en su supervivencia y era hora, de todas formas, de extraer el lado positivo. Éste consistía, naturalmente, en haber conquistado el parking. Era una vía que les acercaba a los edificios al otro lado de la calle y, en especial, al Álamo. La barricada que José había improvisado fue reforzada con otros vehículos que impedían que la furgoneta volcase, y la cabina de la misma fue bloqueada para evitar que uno de los espectros acabara por dar, accidentalmente, con el paso.

Por la mañana, el parking entero olía a humo, pero también a sangre, que había impregnado todo el suelo desde la rampa de acceso a la puerta del ascensor. La luz del día, filtrada por los tragaluces de la pared occidental, trajo macabros descubrimientos, en particular pequeños pedazos de carne y un brazo de un color desvaído que habían sido olvidados durante la noche anterior. Lo limpiaron todo. No utilizaron agua, que era un bien demasiado escaso, pero sí todo tipo de detergentes, limpiadores y lejía, con la cual contaban en grandes cantidades.

Al mediodía, como había dicho Moses, observaron que la pared del extremo opuesto al de la brecha comunicaba directamente con el garaje privado para propietarios que se desplegaba en el sótano del Álamo. Nadie sugirió esta vez recurrir al explosivo en ningún momento; en lugar de eso, con el Escuadrón presente, utilizaron unas machotas comunes para derribar la pared, cosa que les llevó apenas cuarenta minutos.

Tampoco hubo problemas, esta vez. El garaje estaba vacío, y la puerta de acceso a la calle convenientemente cerrada. No había signos de violencia ni coches colisionados; todo presentaba un aspecto confortablemente normal, y si no hubiera sido por la gruesa capa de polvo que cubría todos los vehículos, se diría que aquél garaje había sido preservado de la hecatombe que había devorado el mundo.

Como el edificio había sido limpiado y clausurado por el Escuadrón con anterioridad, celebraron el puente subterráneo con unas latas de cerveza. Las abrieron allí mismo sobre el capó de los coches, y la espuma cayó a borbotones limpiando las carrocerías. Fue casi una fiesta improvisada de media mañana donde acudió casi todo el mundo, porque aunque se trataba únicamente de un garaje, al fin y al cabo era un lugar nuevo para unas personas que habían estado tres meses confinados en el mismo lugar.

– Es una tontería -dijo Morales- ¡pronto seremos todos inmunes!

Hubo vítores y voces que aplaudieron el comentario. Pero Moses, que miraba de reojo al doctor Rodríguez, vislumbró su mirada esquiva y preocupada, y sólo pudo sentir que sus temores se confirmaban.

7. Gabriel y Alba

– Tómatelo todo, Alba.

Alba le miraba mohína, con el cuenco de sopa instantánea sobre las rodillas. Odiaba la sopa, pero el cuenco al menos estaba caliente y sentaba bien rodearlo con sus pequeñas manitas.

Gabriel había comido cosas mejores, pero la sopa no estaba tan mal. Hubiera preferido un cuarto de libra con queso naturalmente, pero ya no las hacían. Ya no hacían nada.

– Si me lo como todo, ¿jugamos a las cartas? -preguntó la niña, esperanzada.

Gabriel protestó visiblemente.

– ¡Si está anocheciendo, Alba!

– Anda… solo un ratito…

Pero Gabriel sabía que su hermana quería jugar a las cartas porque eso era lo que hacían con papá y mamá antes de que los monstruos complicaran sus vidas para siempre. Antes de Aquella Noche. Antes de que… bueno, antes de que esas cosas entraran en casa, tiraran a papá al suelo y se llevaran a mamá a rastras. Él quería darle con el gancho de los aperos de la chimenea al zombi que mantenía a su padre tumbado en el suelo contra su voluntad. Quería darle con todo. Pero Alba tironeaba de él, chillando: "¡Tenemos que irnos, Gaby, hay que IRSEEEEEEE, GABY HAY QUE IRSEEEE!" y cuando la miró y vio sus ojos suplicantes y los regueros de lágrimas bañando toda su cara, descubrió una cosa, que los gritos de su padre habían dejado de oírse. Sus brazos ya no peleaban.

Gabriel permaneció allí unos segundos más conmocionado. Sus piernas eran los dos pilares principales del Partenón, pesadas e inamovibles. Su madre había desaparecido por la puerta; los muertos habían tirado de ella llevándosela por la larga cabellera rubia, y tampoco se le escuchaba ya. El aire estaba lleno tan solo de esos ruidos deformes y horribles que les eran propios a los muertos.

"GABY HAY QUE IRSEEEE GAAAABY"

Pestañeó intentando sacudirse el horror que se había apoderado de él. "Jesús", pensó; su hermana se veía tan pequeña a su lado, tirando de su pierna con todas sus fuerzas y buscando sus ojos como si con ello quisiera rescatarlo del shock.

La terraza, señalaba la terraza. Pero no había ninguna salida allí como no fuera saltar.

Gabriel, sin dejar de mirar a los ojos de su hermana, negaba con la cabeza como si no entendiese. A tan solo dos metros de distancia el zombi seguía subido a horcajadas sobre su padre. Su cabeza subía y bajaba al son de una melodía demencial. Parecía que el jovencísimo Gaby, mecido todavía por las ondas de la increíble explosión de adrenalina que acababa de sufrir, estaba dejándose seducir por el agrio encanto del plan más simple del mundo, rendirse.

Pero entonces se fijó en la expresión de su hermana. Tenía ese rictus desagradable en el rostro, el mismo de todas las otras veces. Y movía la nariz como si estuviera olisqueando, igual que todas las otras veces. Estaba viendo, porque su hermana veía. Desde que era pequeña.

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