Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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La última duda era la batería. Tras dejar los cables al descubierto y seleccionar los del arranque, hizo la primera prueba. El motor carraspeó febrilmente, como despertando de una profunda somnolencia, y se vino abajo con el sordo crujir del ventilador. Probó una segunda vez, y las luces delanteras temblaron, débiles, por lo que separó los cables rápidamente para darle una oportunidad a la batería. Quitó las luces y volvió a probar. Otra vez el motor intentó recuperarse con un sonido ronco y sin fuerza hasta que volvió a apagarse.

Resopló, incómodo en el asiento que estaba demasiado pegado al volante para su tamaño. Pero los alaridos de los muertos y las ráfagas constantes le apremiaban, así que probó una tercera vez. Por fin, la furgoneta resurgió del sueño de los muertos haciendo vibrar toda la cabina y José se apresuró a apretar el acelerador con ligereza para revolucionar el motor.

Lentamente, empezó a maniobrar la furgoneta para hacer un giro de ciento ochenta grados, hasta que quedó encarada hacia la rampa. Pero se detuvo, dejando el motor al ralentí; miraba el suelo, que además de causarle cierto respeto, le preocupaba porque estaba cuajado de cadáveres apilados en todas las posturas imaginables. En algunos puntos, el número de ellos conformaban ya una pequeña montaña, y aún seguían cayendo en gran número, frenados por las ráfagas constantes de sus compañeros. Al mirar a su derecha vio a Dozer, que le hacía señales inequívocas para que avanzara. Y tenía razón, aunque temía que quizá la furgoneta no pudiera superar la turba de cadáveres que tenía delante.

Embragó, apretó el acelerador a fondo y por fin soltó el pedal del embrague para salir a la máxima velocidad posible. Las ruedas chirriaron peligrosamente, y el olor a goma quemada lo llenó todo. Pero después la furgoneta inició su embestida. Fue como si descendiese a toda velocidad por una pendiente llena de rocas; a medida que superaba los primeros cadáveres, José empezó a botar en la cabina, dando tumbos y golpeándose la cabeza contra el techo y la puerta. La furgoneta se bamboleaba peligrosamente, y algo en el compartimento de carga estaba dando tremendos bandazos contra la chapa. Desde su posición, más cercana a la furgoneta, Dozer perdió completamente la concentración. El espectáculo era del todo dantesco, un infierno de pesadilla donde las ruedas aplastaban las carnes blandas, las partían y salían despedidas, resbaladizas y húmedas de sangre y vísceras. Y el monstruo de metal trepaba por encima de los cadáveres y el ruido era como acuoso y repulsivo.

Dentro de la cabina, José gritaba con toda la potencia de la que era capaz, en un intento quizá de apartar de su cabeza semejante barbarie.

Por fin, la furgoneta terminó de recorrer los últimos metros y chocó brutalmente contra la pared del parking, precipitando a José contra el cristal y quedando, fatalmente, perpendicular a la rampa, de modo que todos los zombis que descendían por allí se encontraban ahora con el lateral de la furgoneta.

– Hostia… -exclamó Dozer.

Ligeramente conmocionado, José se sobresaltó cuando de pronto, uno de los muertos se estrelló violentamente contra la puerta. Fue tal la inercia que llevaba que salió rebotado unos pasos. Tenía la nariz ensangrentada, probablemente a causa del golpe. Luego le siguieron otros, con los brazos alargados como lanzas, dirigiéndose directamente a la ventana de la puerta.

José intentó meter la marcha atrás con tanta rapidez como pudo, pero se puso lívido cuando algo en el mecanismo de cambio protestó con un crujido ronco. Volvió a intentarlo y, finalmente, la palanca se quedó fija.

Maniobró como pudo, apartando con enérgicos codazos las garras de dedos tensos como cinceles de acero que intentaban agarrarle. Una vez hubo retrocedido lo suficiente, giró el volante completamente y metió la primera para avanzar de nuevo, esta vez haciendo subir la furgoneta por la rampa. El capó, seriamente castigado y despidiendo ahora una desvaída humareda, golpeaba a los espectros que venían de la calle y los hacía caer y perderse bajo las ruedas. En el último momento, José giró el volante otra vez para cruzar el vehículo en la rampa y el metal chirrió de una forma estridente a medida que se empotraba contra los sólidos muros.

Por fin, la furgoneta no avanzó más.

Rápidamente, José pasó al asiento del copiloto y, desde allí se deslizó a duras penas fuera del vehículo. Luego cerró la puerta. Mientras tanto, al otro lado, los muertos se agolpaban cada vez en mayor número, golpeando con violencia la chapa del compartimento de carga.

José miró alrededor; estaba pisando la argamasa sobrecogedora que el paso de la furgoneta había dejado tras de sí: un puré pavoroso que manchaba sus botas y el pantalón. Entre las formas abyectas que conformaban ese panorama aterrador había ojos todavía abiertos que parecían mirarle como si le acusaran.

En ese momento, José se llevó la mano al estómago y, plegándose sobre sí mismo como presa de una arcada, terminó por vomitar.

* * *

Todo parecía haber acabado ya. Los muertos seguían arremetiendo contra la furgoneta desde el lado de la calle, pero por lo que sabían, seguirían golpeándola hasta el mismísimo fin del mundo. El resto del parking había quedado ya en silencio y el Escuadrón paseaba entre los coches haciendo constantes barridos con las linternas para asegurarse que todo estaba en orden.

Hicieron un recuento de accesos y se aseguraron que estuviesen controlados. Los accesos peatonales tenían las puertas cerradas pero sin llave, aunque encontraron éstas en la cabina de control. Allí, los paneles para las luces, cajeros electrónicos y cámaras de seguridad estaban cubiertos de una sustancia negra y de aspecto pegajoso que, interpretaron, alguna vez pudo haber sido sangre. Las máquinas expendedoras de chocolatinas estaban intactas, y en su interior, éstas esperaban dormidas en sus plásticos de colores sugerentes y llamativos.

Moses no dejaba pasar a nadie más allá del hueco del boquete. Muchos de los supervivientes habían bajado, alertados por el ruido de los disparos y la explosión, y otros manifestaban su descontento al descubrir que habían aplicado explosivos a una pared sin consultar con nadie. Todavía peor, se había hecho cuando Aranda estaba ausente.

– Ha sido una imprudencia -decían unos.

– ¡Nos habéis puesto en peligro a todos! -protestaron otros.

Moses los tranquilizó como pudo, asegurando que todo se aclararía.

Buscaba con la cabeza a Isabel entre el pequeño gentío que se había creado, y se alegró de que no estuviera allí. No quería que lo viese en esa situación comprometida, donde las miradas más duras recaían en él como jefe de seguridad.

Por fin, consiguió escabullirse y dejar a la pequeña congregación en el umbral del boquete, mirando con creciente horror el océano de cadáveres que habían dejado. Les traían demasiados recuerdos del día en el que el padre Isidro casi acaba con Carranque.

Moses se acercó al grupo formado por el Escuadrón. Descansaban de pie, con los fusiles entre las manos.

– Sois increíbles, chicos -les dijo al acercarse. -De veras, no sé lo que hubiera pasado de no ser por vosotros.

– ¡Yo sí lo sé! -bromeó José.

Uriguen, contra todo pronóstico, no dijo nada. Alimentaba un sentimiento de culpa que había borrado el humor de su fuero interno. Dándose cuenta, Dozer intentó continuar con el ritmo normal de la conversación.

– Bueno, así están las cosas. Veamos, tenemos la rampa bloqueada por la furgoneta. No creo que dure mucho, cada vez hay más de esas cosas golpeándola. ¿Veis cómo se bambolea? Hay que reforzarla con otros coches a falta de algo mejor. Es lo que haremos primero. Las buenas noticias son que las otras rampas están todas cerradas con rejas metálicas de seguridad. Pueden empujarlas, morderlas o limpiarse el culo con ellas, no cederán. Los niveles inferiores están vacíos, los accesos peatonales están cerrados, tanto arriba como abajo, y los dos ascensores, lógicamente, no funcionan, así que no constituyen un problema tampoco.

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