– Probaremos primero con una cantidad mínima, a ver qué pasa. Según los resultados que obtengamos, ampliaremos la cantidad de explosivo.
– Espera, espera… -se apresuró a decir Dozer -eso es… quiero decir, el explosivo plástico es de los más potentes que hay. Es mucho, mucho más potente que el TNT. Vaya, quiero decir que se diseñó en la Segunda Guerra Mundial con la expresa finalidad de volar puentes y edificios.
– Probaremos una cantidad mínima -le tranquilizó Moses- y si eso hace una pequeña brecha, aplicaremos ahí una cantidad similar.
El plan les pareció razonable, y dado que Aranda estaba ocupado preparando su partida, el grupo se puso a la tarea sin más dilación. El explosivo con el que contaban era del tipo C4, aunque no se indicaba en ningún sitio. El paquete, que venía envuelto en un nailon negro, era de un color blanco y se asemejaba más a la arcilla para modelar, aunque no tenía olor. Junto con éste había una especie de carrete con lo que supusieron era algún tipo de mecha, una especie de cobre recubierto de plástico amarillo y terminado en una cápsula de aluminio. También había un pequeño aparato de color negro con un par de aberturas en su parte inferior.
– Imagino que esta parte se mete en el explosivo y se activa por corriente eléctrica, a distancia -dijo Dozer, examinando el paquete.
– Tiene sentido, la corriente se transmite por los conductores hasta iniciar la carga primaria.
– ¿Y ese cacharro negro? -quiso saber Uriguen.
– El detonante, sí, seguro. Metemos el cable por aquí y se genera la chispa que detona la carga -contestó Dozer, dando vueltas al pequeño dispositivo en su mano grande y nudosa.
– ¿Seguro que es una buena idea? -preguntó Susana, a la que todo ese asunto, ahora que tenía el explosivo a la vista, hacía que le zumbaran los oídos. Pero ya habían comenzado a abrir el paquete, rodeados de un súbito y ominoso silencio.
– Hay un problema -comentó entonces José, examinando los fulminantes de aluminio. -Solo tenemos dos de éstos.
Moses dejó escapar una exclamación.
– Dos oportunidades, entonces -dijo.
– No podemos arriesgarnos, de todas maneras -dijo Susana- tendremos que continuar con el plan de usar sólo un poco. Esto cada vez me gusta menos -confesó.
– Siempre podremos terminar de agrandar el hueco con una machota, ¿no, pecholobo ? -exclamó Uriguen, dándole una palmada en la espalda a José.
– Bueno ¿cómo lo llevamos, es inestable?
– No, no, este explosivo se hizo para la guerra. Ni siquiera una bala podría detonarlo. Joder, ¿crees que lo tendríamos aquí en un armario en caso contrario?
– No lo sé -dijo Uriguen con una media sonrisa. -Estaba acordándome de un episodio de Perdidos, donde el explosivo le explota en la mano a un tío y esparce trozos minúsculos de su cuerpo en todas direcciones.
Dozer soltó un bufido.
– Qué burro eres -dijo-. Eso era dinamita, y además había sudado nitroglicerina, lo que la hacía tremendamente inestable, por eso se suele almacenar en un frigorífico. -Por fin, cogió el paquete como quien coge una bolsa de arroz e hizo un gesto vago con la cabeza, una clara señal de que debían continuar. Cuando todos hicieron un amago de ponerse en marcha, José les interrumpió.
– Un momento -dijo- si vamos a abrir una brecha, ¿no debemos prepararnos? Es un parking público, apostaría la cabeza a que tiene que estar lleno de zombis.
– Bueno, no tan deprisa… -dijo Moses- sólo vamos a intentar abrir una brecha en el muro, a ver qué encontramos. Apostaría a que detrás de él hay un trozo de tierra y piedras, y después otro muro, que puede ser incluso más grueso, como son los muros de los parking. Esto es solo una toma de contacto, a ver cómo van las cosas.
– Vale -respondió lentamente.
Pero cuando todos salieron Susana dudó un momento; por fin, volvió sobre sus pasos y cogió su fusil. Su rostro albergaba una sombra de duda.
Bajaron a los sótanos con Moses en cabeza, y en apenas unos segundos llegaron a la habitación, un recinto de apenas tres metros cuadrados en la que se almacenaban algunos productos de limpieza. La pared en la que estaban interesados, sin embargo, estaba libre de bultos.
– Es ésta -dijo Moses, pasando la palma de la mano por la superficie, como si buscara rugosidades o alguna grieta.
Uriguen se acercó a examinarla.
– A ver, nenas, dejadme ver eso -dijo. -Antes de ser brigada anti-zombi y muchas otras cosas, pasé unos años en la construcción.
– ¿En serio? -preguntó José, sorprendido.
– Yo he pateado más culos y meado más sangre que ninguno de vosotros, pecholobo -dijo riendo. Se acercó a la pared y la golpeó varias veces con uno de los cargadores que llevaba en el cinturón, lleno de bolsillos.
– Bueno, esperemos que no sea de hormigón, esos cabrones prefabricados rellenos llevan un forjado de hierro tanto en horizontal como en vertical, para que quede de una sola pieza. Y diría que eso es lo que tenemos aquí. Un muro de estas características debe soportar mucha presión, tanto la del peso del edificio como la presión externa y hacia dentro de la propia tierra. A eso hay que sumarle la humedad y las posibles filtraciones, tanto pluviales y similares, como las propias de la capa freática.
José soltó una sonora carcajada.
– ¡Hijo de puta! -dijo riendo-, ¿capa friki ha dicho?
Susana rió la broma con bastantes ganas.
– Bueno -dijo Moses, dejándose contagiar por las risas. -En realidad, ¿qué quiere decir todo eso?
– Pues que es un muro de padre y muy señor mío -contestó Uriguen mientras devolvía el cargador a su sitio.
Moses asintió.
– ¿Se puede intentar?
– No entiendo de explosivos -confesó Uriguen- pero diría que tendríamos que conseguir hacer brecha para introducir ahí el explosivo de verdad.
– ¿Entonces…?
– Pues tío -soltó Uriguen, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros- yo pondría un buen pegote.
Y Susana descubrió que, inconscientemente, había estado tensando los músculos del estómago.
El explosivo era una especie de pasta moldeable con un tacto y una maleabilidad similar a la plastilina. Dozer extrajo una cantidad suficiente para llenarle toda la mano y la pegó a la pared, justo en el centro. Allí montó el fulminante, que se deslizó fácilmente en la masa. El cable de cobre colgaba de éste, retorcido y cimbreante como un extraño y espeluznante cordón umbilical.
Pero Uriguen, fatalmente, se equivocaba. Era verdad que había trabajado en la construcción, pero cuando lo hizo fue a una edad en la que no había conocido aún calor de mujer y se mecía como un junco al viento entre el desempleo y los trabajos eventuales en obras de poca importancia. La mayor parte del tiempo acarreaba penosamente ladrillos o capachos con mezcla de cal y arena desde el montón para la obra, cuando no subía y bajaba repartiendo bidones de agua y tarteras con la comida. Si hubiera sabido un poco más, habría desistido por completo de perforar una pared de un parking subterráneo, cuyo grosor puede alcanzar el metro veinte; unas bestias de hormigón armado testadas y homologadas con una mezcla de cemento de la máxima calificación y reforzadas con un forjado especial de alto rendimiento. Esos monstruos no se derriban con explosivo sin taladrarse primero con una barrena especial.
Lo peor, sin embargo, no fue desconocer esos detalles. Lo que el grupo no podía saber es que una vez existió un acuerdo entre la Sociedad Municipal de Aparcamientos y la Ciudad Deportiva de Carranque para mantener una entrada directa al subterráneo mientras aún estaba construyéndose. Carranque acercó su sótano hasta el extremo del parking, y éste acondicionó un par de metros de corredor para dar acceso peatonal. Al final, el acuerdo se rompió por problemas de permisos que tenían que ver con normas de seguridad y salidas de emergencia, así que se construyó un tabique sencillo para cortar el corredor y todo el mundo se olvidó del asunto. Ladrillos sencillos puestos de canto unidos por finas capas de cemento, que ahora tenían adheridas unos cuatrocientos gramos de explosivo plástico C4 de ruptura.
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