Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– Oh joder… -dijo Dozer- hija de puta.

Pero a través del hueco que había dejado la pared les llegaba ahora el sonido espeluznante, confuso y atropellado de lo que se diría era una horda zombi. Los gritos reverberaban en la diáfana extensión del parking y les llegaban en forma de eco terrible. Rápidamente, José cogió el fusil de las manos de Moses y apuntó hacia el hueco, preparándose para el encuentro.

– ¡URIGUEN! -gritó Dozer hacia el corredor que llevaba a las escaleras. -¡LOS FUSILES, POR DIOS!

Y por fin, aparecieron. De los tres, José era el que tenía mejor puntería, y ello quedó patente tan pronto como los dos primeros zombis cayeron al suelo en el mismo instante en que se hicieron visibles. Abatido por una certera bala, uno de ellos cayó hacia atrás y se golpeó contra la puerta del conductor del coche aparcado, resbalando hacia el suelo; dejó tras de sí un reguero de sangre con el mismo aspecto de los surcos curvilíneos de un jardín Zen.

Pero seguían llegando por todas partes. La luz de la linterna los descubría constantemente a medida que José apuntaba a uno y otro lado. Apenas caían al suelo, otros espectros saltaban sobre ellos, sin dejar de acercarse.

– ¡Ya están casi aquí, joder! -decía Dozer.

– ¡Hay que retroceder!

Pero otra cosa iba también mal… José tenía la experiencia suficiente como para sentirlo en el peso del rifle. Aunque disponían de tambores C-mag de cien balas, el rifle estaba montado con el cargador estándar de sólo treinta y seis, y se estaban acabando. Echó un rápido vistazo al cargador, que era transparente, y comprobó que apenas quedaba suficiente munición para unos cuantos disparos más. Se llevó una mano al cinturón, sin dejar de disparar, pero descubrió con horror que los bolsillos del mismo estaban fofos, vacíos.

– Oh Dios… -dijo- ¡cargador, CARGADOR!

Susana fue la más rápida, sacó un cargador de su cartuchera y se lo puso al alcance de la mano. Pero el tiempo era oro; extraer el cargador y colocarlo requería unos preciosos segundos que ya no tenían.

Dozer tiró de él hacia el umbral.

– ¡Atrás, ATRÁS!

Los zombis irrumpieron en la pequeña habitación. El que venía en cabeza llevaba la bata blanca de un doctor, o quizá un farmacéutico. José, que todavía no había visto el momento de cambiar el cargador, utilizó uno de los últimos proyectiles para derribarlo. La sangre manó abundante de la herida que abrió entre los ojos, y el espectro cayó a un lado con el cuello de la bata tornado de un escarlata brillante.

Susana chilló, y aunque sabía que era del todo inútil, levantó el brazo en un acto reflejo como para protegerse de la inminente embestida. Dozer se interpuso, utilizando lo único que tenía al alcance para frenar a los espectros: sus puños. Golpeó una, dos y hasta tres veces al muerto viviente que tenía delante. El primer golpe fue lo bastante fuerte como para hacerle dar la vuelta, el segundo lo recibió el espectro que venía detrás, pero éste no tenía tanta potencia y no hizo más que enfurecerlo. El tercer golpe lo encajó con similar resistencia.

Y entonces, de donde menos se esperaba, llegó el martilleo atronador de los disparos de un rifle. Moses, que había quedado relegado a la retaguardia y miraba toda la escena con fascinación hipnótica, se volvió. Era Uriguen, por fin. Disparaba a los espectros con uno de los rifles que había traído; el resto los había dejado caer en el suelo.

Moses tomó uno y se lo pasó a Susana, que se apresuró a apostarse contra la pared y disparar por el hueco que dejaba Dozer. La potente cadencia de los disparos era ensordecedora.

– ¡Dozer! -llamó Moses, y cuando éste retrocedió unos pasos poniéndose detrás de Susana, le puso el fusil en las manos.

El fuego de los cuatro representó una enorme diferencia. Los zombis eran abatidos apenas entraban en escena y conformaban ahora una alfombra aberrante donde brazos y piernas despuntaban acusadores.

– ¡Hay que limpiarlo, cerrar la brecha! ¡VAMOS! -dijo Dozer, y como si fueran parte de una misma maquinaria, sincronizada y eficiente, avanzaron paso a paso hasta superar el boquete, internándose en el parking.

Tan pronto lo hicieron se dieron cuenta con alivio que la oscuridad no era tan completa como habían pensado. Unos tragaluces de gran tamaño emplazados en la pared más distante dejaban entrar la claridad del día, y gracias a ella las formas de los vehículos aparcados se hacían patentes. También vieron rápidamente el problema: una de las rampas de salida a la calle no tenía echada la cortina de seguridad, y por ella bajaban los zombis con una cadencia desquiciante.

– ¡Hay que cerrar eso si queremos ganar el parking! -señaló Dozer.

– ¡Pues vamos hacia allí! -contestó José.

Ganaban terreno metro a metro cubriéndose unos a otros con una eficacia militar. Susana, con la rodilla en el suelo, desgranaba bala a bala su espeluznante melodía de muerte.

– ¡Cubro la entrada! -dijo Susana.

– Estoy contigo -dijo Uriguen mientras municionaba. En su fuero interno, no dejaba de culparse por haber cometido semejante equivocación en su apreciación de la calidad del muro. Había estado a punto de matarlos a todos, y sin darse cuenta descargaba su rabia disparando frenéticamente contra los zombis. Nada de ráfagas cortas y controladas, su fusil vomitaba proyectiles con toda la velocidad de la que era capaz.

José y Dozer avanzaron entonces, moviéndose a lo largo de la pared con la espalda cubierta para poder acercarse a la rampa desde un punto indirecto; el torrente de muertos parecía descender por ese acceso e ir directamente hacia la luz que salía de la brecha. Era como si entrasen en un estado de histeria apenas llegaban al garaje, activados sin duda por el fragor de los disparos.

Mientras Dozer disparaba, José le gritaba a su lado.

– ¡Mira eso!

– ¡¿Qué?¡

– ¡Joder, mira!

Dozer giró la cabeza brevemente para mirar en la dirección que le indicaba su compañero, pero allí sólo vio una furgoneta grande con un logotipo en forma de sol sonriente.

– ¡QUÉ! -gritó Dozer, todavía sin comprender.

Un espectro emergió inesperadamente por la parte de atrás de un coche, situado demasiado cerca de su posición. Dozer disparó desde la cadera, una ráfaga larga que le reventó el abdomen y la espina dorsal. Cayó al suelo prácticamente partido por la mitad, plegado en una posición del todo inverosímil. Pero incluso entonces movía los brazos como intentando reptar hacia ellos. Sus ojos maliciosos parecían brillar en la oscuridad, colmados de una furia salvaje.

– ¡La furgoneta, coño! ¡Podemos bloquear la rampa con ella!

Dozer pestañeó, intentando evaluar sus posibilidades. No creía posible que pudieran hacer funcionar la reja metálica, y desde luego dudaba de que tuviera algún tipo de control manual.

– ¡Es buena idea! -aprobó Dozer-. ¡Prueba a arrancarla!

Mientras Dozer le proporcionaba la cobertura que necesitaba, José corrió hasta la furgoneta. Un simple vistazo a la matrícula le indicó que se trataba de un modelo viejo, lo cual agradeció ampliamente porque los nuevos tenían inmovilizadores electrónicos y eran más propensos a agotar la batería cuando estaban parados. Los neumáticos parecían estar todavía en buen estado, pero la puerta del conductor estaba, por supuesto, cerrada. Descargó la culata del rifle contra el cristal y éste, con un sonido quejumbroso, se hizo añicos al instante. Sin embargo, no se desprendieron, como si estuvieran pegados con cola. Eso le facilitó la tarea, pues solo tuvo que retirar la lámina con la mano.

El contacto, como esperaba, no tenía las llaves puestas. Afortunadamente, cuando era más joven y conducía una tartana que arrastraba ya sus últimos años, tuvo que andar una buena temporada sin clausor, y utilizaba un alicate de presión para juntar los cables de contacto y no tener que andar uniéndolos cada dos por tres. De esa experiencia aprendió todo lo que había que aprender sobre hacer un puente.

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