Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– Voy a presentar una queja ante la Dirección General -anunció el inspector Segura-. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras machacan a los míos.

Buj levantó su vaso como el último saludo del guerrero vencido y todos brindaron por él con un escalofrío de emoción. Tuco les acababa de poner delante una parrillada de sardinas. A la espera de que se enfriasen, el inspector Segura tomó la palabra:

– Hay cosas, Ernesto, que siempre te quise decir y que nunca te dije, pero que te diré ahora. La primera vez que te vi, ¿recuerdas?, fue en 1960. Ha llovido, desde entonces. Yo estaba en el muelle, no lejos de aquí, oculto entre dos hangares de carga. Habíamos recibido el soplo de un alijo de tabaco. Éramos dos. Arsenio Lucas, ¿te acuerdas de él? -Buj asintió con gravedad; Lucas había caído poco después, en acto de servicio-. Les dimos el alto. Varios de aquellos contrabandistas se echaron al agua, pero otros sacaron la artillería y comenzaron a disparar. Lucas tumbó a uno y se fue a por otro a pecho descubierto mientras yo me quedaba atrás, atemorizado, disparando a bulto. Era mi primera refriega a tiro limpio y no estuve a la altura de la situación.

Segura suspiró. Con el tiempo, el rendimiento de su puntería iría mejorando; a lo largo de su carrera, llegaría a abatir a media docena de maleantes, más o menos como el propio Hipopótamo. Prosiguió, mirando a los ojos a Buj:

– Tú estabas de guardia aquella noche, en el antiguo cuartelillo de la calle Antonio Maura. Lucas me cubrió, pero yo tenía el miedo metido en el cuerpo y sólo quería firmar aquel maldito parte y emborracharme hasta perder el sentido. Pero me hablaste, Ernesto. Unos minutos, a solas. Un policía, me dijiste, no es un héroe. Es un tipo normal, con sus terrores y miserias, hecho de barro. Yo tenía que empezar por el principio, eso era todo. Y así lo hice. Aprendí desde abajo, como tú. Quizá por eso no nos mataron jóvenes, como al pobre Arsenio. ¡Brindo por él!

Volvieron a entrechocar los vasos. Gotas de vino se derramaron sobre el mantel de papel. Mientras reflexionaba su respuesta, Buj se pasó la servilleta por la boca; el lienzo quedó teñido con el cárdeno poso del vino químico.

Su voz sonó emocionada:

– Eres leal, amigo Segura, y eso te honra. Recuerdo perfectamente aquella noche de 1960. Yo tenía treinta y cuatro años y me había chupado ya mucha patrulla. -En un segundo, sus ojillos porcinos brillaron de picardía y su tono se volvió divertido-: Por cierto, Segurita, has olvidado que te measte encima.

Matutes y Fernán sofocaron unas risitas; el inspector Segura se limitó a esbozar una forzada sonrisa. Buj continuó:

– Te hablé, es cierto, y mis palabras no cayeron en saco roto. A partir de ese momento, comenzaste a crecer como hombre y como policía. Después, tendría muchas ocasiones para sentirme orgulloso de ti. Cada vez que ascendías era como si a los dos nos diesen un poco más la razón. Pero la razón, muchachos, nada tiene que ver con la justicia. Eso es algo que tal vez hayáis aprendido y que tal vez yo os haya enseñado. Al final, los reglamentos se imponen, y con ellos la rutina y el error, pero la razón permanece siempre. Tuvimos años buenos, sin amparos ni tutelas, y luego volvió el comunismo. Nuestra razón se hizo anticonstitucional, dictatorial. Si yo usaba mi bate de béisbol para calentar las costillas a cualquier hijoputa no estaba infringiendo la razón, pero sí la ley. Si se me olvidaba llamar a un abogado de oficio, estaba vulnerando los derechos de alguien que acababa de violar o matar. Las comisarías pasaron a ser centros asistenciales; nuestros directores generales, políticos a sueldo. Me juré una cosa: yo no iba a traicionarme ni os traicionaría a ninguno de vosotros. Y así me ha ido. Mi carrera se estancó y ahora me dan boleta. Pero siempre podré presumir de haber puesto en pie la mejor brigada criminal de este país.

Los presentes estaban de acuerdo con eso y con otro punto: lo que le habían hecho a Buj no tenía nombre.

Hasta llegar al postre, las críticas fueron fluctuando por distintos niveles, desde el comisario Satrústegui hasta el delegado del Gobierno, pasando por el ministro del Interior. El Hipopótamo se estaba relamiendo un resto de helado de vainilla cuando Matutes mencionó de pasada a Martina de Santo. Fue como destapar la caja de los truenos.

– Esa mujer nunca pudo soportar que la Policía sea cosa de hombres -sentenció Buj.

Y, aunque su timbre era gangoso, por lo mucho que había bebido en la comida, exclamó dirigiéndose al camarero:

– ¡Una ronda de Soberano, Tuco!

43. El precio del olvido

Tras su breve entrevista con el director de la prisión, Hugo de Láncaster recibió permiso para hacer algunas llamadas. Se dirigió al locutorio y marcó el número de su abogado, Pedro Carmen.

Este le dijo que asimismo pensaba llamarle y se alegró mucho de oírle. Ambos se mostraron eufóricos por la sentencia absolutoria.

El abogado le explicó a Hugo que el Tribunal Supremo, partiendo de la evidencia de que nadie le había visto cometer un crimen del que tan alegremente se le había acusado por parte de la policía, y por el que, con mayor alegría aún, se le había condenado por parte de los jueces y de la opinión pública, había dado por válidos los argumentos del recurso de casación. Por una parte, la esquirla de hierro encontrada en la herida craneal de la víctima no se correspondía con el acero de su palo de golf. Por otra, nuevos análisis de ADN realizados al cabello hallado en el cuerpo de la víctima habían reducido las posibilidades de que perteneciese a Hugo, haciendo aumentar en la misma proporción las de que se hubiese desprendido, por ejemplo, de su hermano Lorenzo o, incluso, de su primo Pablo.

Pedro Carmen puso fecha a su libertad:

– He pactado su salida para pasado mañana, 30 de diciembre. Abandonará la prisión dentro de… cuarenta y cuatro horas, exactamente.

– ¡Es una gran noticia!

El abogado había pensado en todos los detalles:

– Me aseguraré de que no haya prensa. Sólo estarán advertidos unos pocos funcionarios de la total confianza del director. De ese modo, señor barón, podremos elegir cómo nos interesa hacer pública su excarcelación: si prefiere una comparecencia abierta ante los medios, que yo no le aconsejaría, o emitir un comunicado. Una tercera variante consistiría en que yo mismo le representase en un acto informativo, pero corremos el riesgo de que un excesivo protagonismo por mi parte llegase a inspirar, contrariamente a nuestros intereses, futuros recursos.

Enfrente de Hugo, el futuro volvió a oscurecerse.

– ¿Quién podría recurrir mi sentencia?

Pedro Carmen no vaciló:

– El criminal.

Al otro lado del teléfono, la voz del barón se destempló:

– ¿Quién cree que fue?

– No puedo saberlo.

– Usted ha estudiado a fondo el caso. Seguro que tiene un sospechoso.

– Eso es cosa de la policía.

– ¿Pudo ser mi hermano Lorenzo?

– No sabría contestarle a eso, barón.

Hugo lo aceptó y volvió a otro tema que le preocupaba.

– Ese comunicado de prensa… ¿es imprescindible?

– Nos sería muy favorable. Recuerde que algunos medios se han cebado con usted. Simplemente, el hecho de informar a la opinión pública nos otorgaría un efecto publicitario muy positivo. No se me ocurre mejor manera para limpiar su nombre.

– Si decido eludir ese trámite…

– Muchos presumirán que tiene algo que ocultar.

– Lo pensaré.

– Puedo volver a llamarle mañana. Y pasado mañana iré a recogerle, por supuesto.

– De ninguna manera, abogado.

– Mi experiencia me dice que es mejor que esté presente. Podría haber algún problema de última hora.

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