Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– Preferiría no compartir ese momento con nadie.

– La prisión está apartada -insistió el letrado-. Se encontrará solo y…

– Me las arreglaré, no se preocupe. Buscaré un taxi, caminaré… ¡He soñado tanto con ese instante! ¡Quiero oír el canto de los pájaros, quiero ver el mar!

– Como usted desee, señor barón.

– Le veré en unos días. Téngame preparada la minuta.

– No se preocupe por eso. Y… ¡Feliz Navidad!

Hugo se la deseó igualmente, pero antes de colgar dijo:

– Una última cosa, señor Carmen. Voy a pedirle que haga algo por mí.

– Usted dirá.

– No quiero que hable nunca más de mí.

– El principio de discreción me impide…

– Sé que ha sido usted discreto. Lo que ahora estoy intentando decirle es que no quiero que hable con nadie de mi caso, ni siquiera con mi familia.

– Pero alguna gestión tendré que…

La voz de Hugo desplegó un tono autoritario que era nuevo para el abogado:

– Nunca más, señor Carmen. Póngale precio a su olvido y yo estaré de acuerdo con esa cantidad.

44. Una rara conversación

Al concluir la conversación telefónica con su abogado, Hugo marcó el número de la mansión Láncaster. Hacía varias semanas, seguramente más de un mes, que no llamaba ni le llamaban a él. A medida que transcurría el tiempo en la prisión, se había ido distanciando de su familia.

Fue un desconocido quien le cogió el teléfono.

– Con la señora duquesa -dijo el barón.

– ¿De parte de quién?

– Hugo.

– ¿Pertenece usted a alguna empresa?

– ¿Me lo pregunta en serio?

– Le ruego se identifique, señor.

– Soy la persona que le va a despedir.

– ¡Muy gracioso! Voy a colgarle.

– No tan deprisa. De los hijos de doña Covadonga, soy el que está en la cárcel. El más peligroso, ¿comprende?

El empleado de la casa ducal respiró a mayor velocidad.

– Lo siento, señor barón, no le había…

El de la servidumbre ciega era un privilegio del poder que a Hugo le tornaba magnánimo. Con cierta indulgencia, inquirió:

– ¿Quién es usted?

– Ángel Sanz, para servirle.

– ¿Su oficio?

– Mayordomo.

– ¿Qué ha sucedido con el viejo Anacleto?

– Se ha jubilado, señor. Discúlpeme, señor barón. Precisamente aquí llegan la señora duquesa y su secretaria.

– Páseme con la señorita Elisa.

– A su disposición, señor barón.

Al otro extremo de la línea se hizo el silencio. Unos pasos se arrastraron como plumas de avestruz y se oyeron secas tosecillas.

Tardaban en coger el auricular. Mientras esperaba, la mente de Hugo horadó los muros de la prisión y sobrevoló los bosques hasta aterrizar en la casona familiar. Pudo ver el gran vestíbulo, los tapices flamencos, la lámpara de araña colgando desde la altura de los torreones, y casi pudo oler un aroma a biscuit de canela escapando de las cocinas. Hacía treinta años que nadie había vuelto a hacer un bizcocho como el que horneaba Matilde, la cocinera que había endulzado su infancia. Sus postres no le gustaban a su hermano Lorenzo, que era muy raro para las comidas, pero volvían locos a Casilda y a Pablo, que solían pasar con ellos la primera quincena del mes de agosto. A partir de los dieciséis o diecisiete años, los cuatro primos habían llevado derroteros distintos, pero últimamente habían retomado la costumbre de reunirse en Navidad y…

– ¿Cómo estás, Hugo?

Era Elisa. El barón le dio la noticia de su liberación. Ella la recibió con un sofocado grito de alegría. Su reacción fue tan afectuosa y espontánea como la de alguien muy íntimo. Hugo se preguntó si Elisa recordaría aún, con la misma intensidad que él, aquella única vez en que ambos se habían acostado en las cuadras, después de una cabalgada por la Sierra de la Pregunta. En honor a la verdad, sonrió para sí el barón, no habían llegado a acostarse, pues hicieron el amor de pie. Hugo ni siquiera había visto sus pechos, duros al tacto como los muslos, que también le acarició debajo de la falda. Sin poder contener su excitación, la había manoseado con torpeza, para penetrarla de golpe como un lúbrico centauro empapado de sudor y deseo. Fue una cópula primitiva que los exaltó y rebajó. Después, Elisa jugaría la baza de la fidelidad a su señora, a la duquesa. Hugo fingía comedirse, pero no por ello la deseaba menos. Repetir la escena de las cuadras se convirtió para él en una obsesión. Elisa supo resistir el cerco y, levantando entre ellos un protocolario muro, convirtió sus encuentros casuales por los corredores o las cocinas del palacio en un exquisito tormento. Finalmente, Hugo la olvidó, como solía relegar a su desinterés todas aquellas recompensas que exigían constancia.

La voz de Elisa, que siempre había tenido algo de la ligereza y de la delicadeza de las alas de una mariposa, tembló en el auricular:

– Entonces, ¿estarás aquí en Nochevieja?

– Eso espero. ¿Te alegrarás de volver a verme?

– ¡Claro! -exclamó ella. Su tono habría querido resultar alegre, pero en el fondo estaba lastrado por un poso de temor-. ¿Cómo vas a venir? ¿Envío un chófer a buscarte?

– Nada de eso. Quiero comenzar una nueva vida. Desde el principio lo haré solo.

Elisa bajó la voz.

– Tu madre está conmigo, aquí mismo, a cuatro pasos, pero no sabe nada y temo que, si se lo anuncio de golpe, vaya a emocionarse en exceso. Será mejor prepararla poco a poco. ¿O prefieres hablar con ella?

En el locutorio telefónico de la prisión, Hugo rompió a reír. Su risa fue inesperada y franca, como la de quien acaba de captar un juego de palabras o un doble sentido.

– No, no… ¿Cómo está?

– Sigue con sus jaquecas y se ha enfriado, pero no está peor que otras veces. Entonces, ¿se lo digo yo?

El barón no consiguió dejar de reír hasta pasado un rato.

– Esto es genial… Me encanta cómo llevas los asuntos de la casa, Elisa. Hasta mañana, casi…

– Hasta mañana, Hugo. ¡Enhorabuena!

– Pronto tendremos ocasión de celebrarlo.

– ¡Claro que sí!

– ¿También tú lo estás deseando? ¡Me muero por darte un revolcón!

Ella tapó el auricular con la mano. Su voz sonó sofocada.

– ¡Por el amor de Dios, Hugo! ¡Tu madre está delante!

El barón rompió en una risa nerviosa.

– ¡Buena es la vieja! ¿Crees que no lo sabe? ¡Se da cuenta de todo!

– No puedo tolerar esto… Adiós, Hugo.

– ¡Elisa, espera!

Pero ella había colgado.

45. La araña en la celda

El barón salió al patio de la cárcel. El mar rugía detrás de los muros, pero no podía verlo.

A la hora acostumbrada, Hugo acudió a cenar con los demás reclusos. Cambió de mesa para no tener que dar explicaciones y, por el mismo motivo, rehuyó el círculo de Rodrigo Roque y de Marcos Mariño, hasta que llegó la hora de retirarse a la celda.

Subió a su litera y se acostó. Tampoco a Óscar Domínguez, su compañero de encierro, le dijo nada acerca de la revisión de su caso. El barón oyó removerse al luchador en la litera de abajo, mientras él intentaba leer.

A las once, se apagaron las luces. Todo quedó en silencio hasta que comenzaron los ronquidos. Los de Toro eran verdaderos resoplidos. El barón no había conseguido acostumbrarse.

Pasada la medianoche, estalló la galerna y Hugo ya no pudo dormir. Al filo del amanecer, el insomnio seguía posado sobre su cráneo como un pájaro de afiladas garras.

Tumbado en su litera, con la mirada fija en una tela de araña visible gracias a un pálido reflejo procedente del único neón que iluminaba aquel tramo del pasillo, cuyo pálido resplandor se colaba por el ventanuco de la celda, el barón permaneció encogido bajo una basta manta de lana, hora tras hora. Los vientos rompían contra el muro. Su desvelado cerebro giraba en torno a su inminente libertad. Sin dejar de mirar al techo, dijo:

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