Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Dalia abrió la boca, pero no atinó a replicar. Podía estar de un mes, pero igualmente cabía la posibilidad de que se tratase de una falsa alarma. No se lo había comentado a nadie.

Martina se echó a reír.

– Si hubieses escondido mejor el Predictor, me lo habrías puesto más difícil. Cuando te propuse que hiciésemos una carrera desde la playa frenaste a la primera cuesta. Me tengo por buena amiga y no te preguntaré quién es el padre.

– Te lo agradezco, porque hay otro chico en la ciudad que…

Ambas compartieron una risa cómplice. Dalia, más relajada, preguntó:

– ¿Y tú, cómo vas de amores? ¿Hay alguna posibilidad de que pases por el altar?

Martina sonrió y repuso, con sencillez:

– Estoy saliendo con un amigo, pero espero que no se le ocurra pedírmelo.

– ¿Quién es?

– Un actor.

– ¿Cómo se llama?

– Lombardo.

El grito de Dalia debió de oírse en todo el bosque.

– ¡Javier Lombardo! ¡Dime que es cierto!

– Acabo de decírtelo, Dalia.

– ¡He visto todas sus películas! ¿Estás saliendo con él? ¡No puede ser verdad!

– ¿Por qué no?

– Pero… ¿tú sabes quién es?

– Digamos que estoy intentando averiguarlo.

– ¡Tienes que contármelo todo! ¿Te has… ya sabes?

– ¿Qué es lo que tengo que saber?

Dalia se ruborizó, pero terminó soltándolo:

– ¿Te has acostado con él?

Los ojos de Martina se desviaron hacia la pequeña ventana de la cabaña. El cielo se estaba poniendo negro.

– Está a punto de caer una tormenta. Será mejor que me vista y me marche, antes de que la lluvia me sorprenda en el bosque. Mi coche no está preparado y podría embarrancar.

– ¡Si no te has comido el solomillo!

– Olvidé decirte que soy vegetariana.

Dalia le dio un codazo en las costillas.

– ¿Sólo carne humana? ¿Sólo filete al estilo Lombardo?

Martina se había encerrado en el baño. Dalia la oyó reír y, a través de la puerta, hablarle de lo mucho que le gustaba aquel cuartito de aseo enteramente fabricado en madera de barco. La decoradora se dio cuenta de que su amiga estaba desviando la conversación. Martina no iba a contarle nada de su romance con el famoso actor.

La inspectora salió vestida con su ropa, con el traje de neopreno y las llaves del coche en la mano.

– Lo he pasado muy bien, Dalia.

– ¡Si no hemos hecho nada!

– Todo lo contrario. Mi cerebro no ha parado de trabajar.

Dalia se la quedó mirando sin intuir ni remotamente a qué podía referirse.

– ¿Y en qué has estado pensando?

– Creo haber atado algunos cabos más en el caso Láncaster.

La decoradora había oído hablar vagamente de aquel asunto.

– El accidente de los pastos, es verdad… He oído distintas versiones. ¿Qué ocurrió, con exactitud?

Martina hizo un gesto, como aplazando cualquier explicación.

– En otra oportunidad, dentro de poco, tal vez, te haré un relato detallado. Tienes que devolverme la visita. Te llamaré para quedar.

– Hazlo, Martina, por favor. Es estupendo que volvamos a ser amigas.

– Siempre lo fuimos, sólo que la vida…

– ¡Tú no te quejes, con ese novio que tienes!

Martina agitó la cabeza como negando tal vínculo. Su mirada expresaba preocupación. Cogió a Dalia de las manos y, lanzando un vistazo por encima de ella, hacia el bosque, le dijo:

– De noche, asegúrate de que la puerta queda bien cerrada.

La decoradora la miró con un brote de alarma.

– ¿Por qué dices eso? ¿Sucede algo?

– Espero que no. Pero si notas algo raro, alguna presencia extraña, llámame en seguida.

– ¡Por Dios, Martina, no me asustes!

– No lo pretendía. Lo siento.

– ¡Dime que no corro ningún peligro!

– Esta cabaña está demasiado aislada.

La decoradora palideció.

– Tengo una cama en el estudio. Puedo dormir allí.

Martina le apretó las manos y le dio un par de besos en las mejillas.

– No puedo decirte por qué, pero me quedaría más tranquila.

42. La Taberna del Muelle

A las dos, Ernesto Buj estaba ya en la Taberna del Muelle. Tenía el estómago revuelto. Para asentarlo, pidió un vino fino.

Aquél era uno de sus tugurios favoritos. Su destartalada terraza, que daba al viejo puerto, permitía disfrutar de una vista diferente de la bahía.

Sus atractivos cesaban allí, pues el local era innoble. Rescatadas de contenedores, las sillas, tan desvencijadas como las mesas, se disponían sin orden bajo un rígido toldo de uralita sobre el que, de vez en cuando, cruzaba un gato o se posaba una gaviota.

Buj se sentó fuera y dejó que la fría brisa del mar lo despejara. El viento rizaba las nerviosas olas. Junto a las dársenas, el agua tenía un color tenebroso, verde gris, y de un azul casi negro allá donde el horizonte se confundía con los nubarrones bajos.

El inspector sacó el espachurrado paquete de Bisonte que llevaba en el mismo bolsillo que la navaja y las llaves. Encendió un cigarrillo y contempló las antiguas fortificaciones costeras que vigilaban la boca de la bahía, los restos de murallas entre las alamedas, las tres playas y el nuevo puerto deportivo, con los modernos amarres para los veleros y yates de los ricos.

Iluminada por una turbia luz invernal, la ciudad no parecía albergar seiscientos mil habitantes. La altura de las casas que jalonaban el paseo marítimo no dejaba ver el casco antiguo ni el barrio de pescadores, aunque sí los suburbios donde residían los trabajadores de la refinería, de los astilleros y de las fábricas de conservas.

La mirada de Buj abarcó la ciudad de Bolscan como siempre lo había hecho, como una propiedad, como un feudo, sin tolerar que la nostalgia ni sentimiento alguno se inmiscuyesen en esa relación, para él de pura y legítima jerarquía. A través de las grúas del astillero se distinguían las cúpulas de la catedral, con su suave e indefinido brillo rosado, y las torres de las iglesias que daban nombre a algunos de los barrios. Una lámina de vidrio y hormigón señalaba la Milla de Oro, el Hotel Hilton, el Embajadores, la Torre del Mar, urbanizaciones de lujosos apartamentos y chalets con piscinas particulares y garitas blindadas con sofisticados sistemas de alarma. Allí, a buen recaudo, residía el dinero.

Buj apuró su copa y pidió otra a un tal Tuco, que era, además de confidente policial, propietario, cocinero y camarero de la Taberna del Muelle. Tuco le atendió y Buj siguió fumando en reconcentrado silencio, algo más reconfortado por el calor del Fino Quinta.

Fermín Fernán y Cayo Matutes se presentaron con un ligero retraso y se disculparon por ello. Les acompañaba el inspector Segura, buen amigo de Buj, a quien los agentes habían informado de la caída en desgracia de su superior.

– No puedo aceptarlo, Ernesto -le dijo Segura, nada más saludarle y sentarse a su lado-. Tiene que tratarse de un error.

– Éramos nosotros quienes estábamos equivocados -rezongó el Hipopótamo, a quien el fino siempre tornaba un poco filósofo.

Hubo otra ronda, ahora de cervezas, y luego Tuco sacó el vino de mesa, un tinto espeso como sangre de toro que le traían de un pueblín de la ribera del Ebro. Buj paladeó aquel caldo sin darse cuenta de que el poso se le iba pegando a los labios, perfilándole la boca con una raya retinta. El degradado inspector había encargado un festín: sardinas de la bahía, chuletones, queso picón. En cuanto la brasa estuvo lista, Tuco les rogó que «pasasen al comedor»: un chamizo con tres tableros y bancos corridos para despachar meriendas de pescadores y juergas de estudiantes más menesterosos todavía. El humo del hogar hacía flotar una leve neblina sobre ese zaquizamí decorado con viejas fotografías del barco de Tuco y del propio tabernero pescando en Gran Sol o remando en trainera.

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