Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– ¿Tú? -le espetó a un hombre uniformado que, al doblar la esquina de un edificio de piedra, había surgido ante él, como de la nada.

Sin darse cuenta, en su errático caminar, el inspector había llegado al Museo de Bellas Artes. El vigilante de ese centro le detuvo sin miramientos.

– ¿Adónde va usted?

El inspector se llevó un índice a los labios. La voz le sonó beoda:

– ¡A callar, cojones!

De repente, el guarda del museo identificó a Ernesto Buj. Años atrás, había sido policía. No llegó a servir en su departamento, pero sabía quién era.

– Lo siento, señor Buj. No había caído. ¡Hace mucho que no le veía!

También la mente del Hipopótamo, pese a su neblina, le había puesto apellido.

– ¿Pujal?

– El mismo.

– ¡Condenado catalán! ¿Cómo te va?

– No me puedo quejar.

– Te sentaba mejor el otro uniforme. El de verdad.

El vigilante se envaró.

– Ahora estoy en esto.

– Y yo me alegro, hijo.

Buj señaló al interior. Él jamás iba a museos. La última vez que había estado en uno se debió a que se habían cargado a la vigilante nocturna, la habían desollado y abandonado sus restos sobre una maqueta que imitaba la piedra sacrificial de los altares aztecas. [1]

– ¿Qué tenemos ahí dentro?

– Cuadros, estatuas… Cosas así.

– ¿Tiene interés?

– No para mí.

El Hipopótamo contempló con desgana el vestíbulo. Las réplicas de una cariátide y de un César sin cabeza daban la bienvenida a aquel mundo de silencio.

– ¿Hay gente?

– Aquí casi nunca entra nadie.

– ¿No hay ruidos? ¿Sólo paz espiritual?

El vigilante se había dado cuenta de que Buj iba bebido. No obstante, decidió contestar:

– En toda la ciudad, no encontrará un lugar más tranquilo.

– En ese caso, dame una entrada.

– Es gratis.

Una taquillera de sonrisa administrativa le cortó un ticket simbólico.

Buj entró. Efectivamente, no había un alma. Todos los pasillos y escaleras le parecieron iguales, por lo que se limitó a seguir las flechas que indicaban el orden de las colecciones. El Hipopótamo subió resoplando unas escalinatas de mármol y se sentó en el banco central de una sala dedicada a los maestros primitivos.

Románicas vírgenes y góticos ángeles armados con flamígeras espadas flotaban en una luz eucarística. Un tenue resplandor iluminaba sus rostros, las túnicas de seda, sus coronas y cinturones de oro.

El arcángel San Miguel abatía al demonio. Buj sonrió a este último. Había más diablos en otros cuadros. Atrapados en sus terrores infantiles, rojos y negros, con húmedas fauces y pezuñas de macho cabrío, le hicieron rememorar sus oraciones al angelito de la guarda.

Su madre nunca le permitía cerrar los ojos sin haberle rezado al ángel custodio y al Niño Jesús. Lo hacía de rodillas, sobre un suelo helado, de baldosín, mirando hacia el cabezal de hierro del que pendía un escapulario. «Ángel de la guarda, dulce compañía…»

Los Buj vivían en el barrio del Horno, el más pobre de la ciudad. Francisco, el padre, trabajaba para la empresa municipal de limpieza. En el colegio, el pequeño Buj tuvo que oírse más de una vez que era el hijo del basurero. Su padre fichaba de noche y dormía de día. Sus ropas de faena olían a pescado podrido. Era inútil que se bañase a diario o que su madre le comprase cepillos para las uñas y champús antiliendres. En la casa siempre había piojos y una peste a contenedor adherida a los muebles y manteles, a las cortinas y a la heredada alfombra del salón.

Sus padres eran muy católicos. Creían en la resurrección y en un paraíso perfumado y limpio. Francisco Buj se imaginaba la morada celestial llena de cascadas y arcos iris. Su mujer, en cambio, la madre del inspector, prefería imaginar campos de amapolas ondulados por una brisa caliente, donde los animales acudían a comer de la mano.

Alguien hizo girarse al Hipopótamo.

– Olvidé preguntárselo, señor. ¿Había visitado antes nuestro Museo?

La funcionaría que le había cortado el ticket le hablaba desde el otro extremo de la sala.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Para la estadística.

El inspector no coordinaba. Negó con el gesto y disparató:

– Y qué, gracias.

Reparando en su ebriedad, la funcionaria salió en silencio. Su cabello brillaba como el de un querubín. Había algo angelical en aquella mujer, pensó Buj. Algo puro y selecto que su sensibilidad había dejado de percibir en cuanto le tocó luchar y sobrevivir sobre el duro asfalto de las calles. Algo así como un recuerdo de infancia o un aroma agreste y natural como el de las moras silvestres.

A su madre le encantaban las moras. En otoño, su padre solía llevarles a las montañas cercanas, a caminar por senderos que apenas unas semanas después se cubrirían de nieve. Su madre solía protegerse el cabello con un pañuelo. Cuando se detenían a comer y extendían una manta sobre la hojarasca otoñal, ella se sacudía la melena al sol, riendo al decir que así posaban las estrellas de cine.

Su madre había muerto a los cuarenta y nueve años, de un cáncer. Su cabello todavía era rubio, aunque comenzaba a teñirse de gris. Buj asistió a su funeral de uniforme. Ella siempre se había sentido orgullosa de tener un hijo policía y él supuso que le habría gustado verle con sus galones y el escudo prendido al pecho.

Buj notó que una ola de calor le abrasaba las sienes. Una sucesión de sollozos como ladridos le sorprendió con la guardia baja. Lágrimas demasiado tiempo contenidas le quemaron los párpados. Seguro de que nadie, salvo aquellos ángeles pintados, le veía, las dejó correr y pasó a otra sala. Había más Vírgenes y Niños y el ojo de Dios le miraba con severidad. Un arcángel San Miguel alanceaba a otro Satán. «El diablo sólo vence en la vida real», pensó el inspector.

– Adiós, querubines -murmuró, cuando se hubo repuesto y pudo arrastrar los pies hacia la salida-. Volveremos a vernos porque, ¿sabéis?, tendré tiempo. Todo el tiempo del mundo…

39. Surf en invierno

En la costa, unos ochenta kilómetros al oeste de Santa María de la Roca, un triángulo de lona acababa de doblar el cabo. Dalia Monasterio entornó los ojos contra la fuerza del viento.

Haciendo restallar el trapo, aquel velero bandeado por la galerna se escoraba hacia las rocas. La proa se hundía en montañas de espuma, impulsándose a la superficie con creciente dificultad.

Dos tripulantes faenaban en cubierta. Debido a las rachas del vendaval, sus gritos resultaban ininteligibles. Dalia les saludó, animándoles con la mano. La proa del velero luchó contra las rompientes, cabeceó y consiguió enderezar el rumbo hacia el resguardado puerto de Ossio de Mar, a unas cuatro millas de allí.

Dalia respiró, aliviada, pues había temido por el barco, tal era el estado del mar. La guapa decoradora elevó sus ojos verdes al cielo, ese otro océano de nubes. Un sol blanco, invernal, las desgarraba poco más arriba de la línea del horizonte.

La decoradora intentó encender un cigarrillo, pero el aire se lo impidió. Llevaba un rato escudriñando el oleaje y dando voces a su amiga Martina, que había salido a surfear. ¿Realmente lo habría intentado, con aquellas olas? Dalia no sabía nada de Martina desde las diez de la mañana, cuando, después de ponerse un traje de neopreno, había decidido dirigirse a la playa cargando su tabla de surf.

La inspectora (pues acababan de ascenderla) se había presentado en su cabaña de la Sierra de la Pregunta a primera hora de la mañana, con la tabla atravesada en la baca del coche. Semanas atrás, Martina había prometido a Dalia que pronto la visitaría, y ahí estaba. Muy contenta, Dalia la había introducido en su pequeño reino: la casita, el huerto, el manantial que cantaba bajo la fronda del bosque. Dieron un paseo entre los alcornocales y eucaliptos y tomaron café incómodamente sentadas en los escalones de la casita de madera. Hasta que Martina, a pesar del mal tiempo, había insistido en practicar uno de sus deportes favoritos, el surf.

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