Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– Cinco bocas, ahí es nada.

Una resignada expresión entristeció el rostro, ya de por sí apagado, de Rafael Cuevas. «Pone el mismo morrito que la mona cuando parece que se la vaya a chupar a Tarzán», decía Pepe Montero, el showman oficial de las Nocheviejas, haciendo reír a los demás presos. Cuevas le confió a su colega:

– Y la cosa no se para ahí, Manolo. Estamos embarazados.

Por respeto a la noticia, Arcos dejó de rascarse un sobaco.

– Me enteré hace cuatro días -explicó el futuro padre-. Mi socia, la Paca, se ha hecho la prueba.

– ¡Enhorabuena, machote!

– Casi preferiría que me dieses un préstamo. O algún consejo.

El celador albino se echó a reír.

– ¿Nunca has oído hablar de la marcha atrás?

– ¿Qué es eso, un anuncio de coches?

– ¿En qué mundo vives? Ya sabes, una retirada a tiempo…

A Cuevas le llevó un rato cogerlo. Cuando cayó, chasqueó los dedos.

– Eso es fácil de decir. Pero en cuanto he puesto la quinta, no hay quien me pare…

– Fíjate en mi parejita -le invitó Arcos-. Niño y niña, punto. Producto de la tracción y de la marcha atrás. Freno, aceleración…

– ¡Eh, vosotros, traednos unos whiskys!

Ambos guardianes se volvieron. Un congestionado Rodrigo Roque les dirigía gestos desde la mesa de póquer. Pese a reclamar más bebida, el promotor tenía el vaso medio lleno. Los ojos le ardían, febriles.

– Ya está cocido -susurró Cuevas-. Este sale a tracción, pero en carretilla.

– ¿Me habéis oído, monos? -siguió vociferando Roque-. ¡A mover los culos!

– ¿Qué pasa con su educación? -le repuso Arcos, también a gritos.

Sin embargo, el celador indicó al viejo preso de la barra que sirviera una copa. Como por arte de magia, una botella de whisky apareció bajo la fregadera. El propio Arcos, haciendo de camarero, acercó el vaso al tapete.

Roque le espetó:

– ¿Y los demás señores, qué, Copito? ¿No se les atiende?

Marcos Mariño empezó a protestar; también él quería otra ronda. Hugo de Láncaster ni siquiera se inmutó. El barón se limitaba a fumar y a estudiar sus naipes.

– Ya lo has oído, Copito -gruñó Roque-. ¡Aire!

El obeso cuerpo del guardián se balanceó con aire burlón.

– ¿Tomarán los señores una docenita de ostras? ¿Un bogavante, una centolla?

Roque lo miró con irritación.

– ¿De qué vas, gorila? ¿Eso no será una seña?

– Aquí el único tramposo es usted.

El promotor arrojó las cartas contra la mesa. Los vasos tintinearon.

– ¿Me vas a hablar tú de honradez?

Al ver que había bronca, los dos presos que observaban la partida se levantaron y se acercaron a los jugadores y al celador. El otro guardia, Cuevas, se movió en la barra lo justo para cortarles el paso. Roque había aferrado por las solapas a Manuel Arcos.

– Tu sobre… -le pareció oír a Cuevas. La voz cavernosa de Roque, condenado por estafar a sus compradores de pisos baratos e, indirectamente, por causar, al derribarse uno de los edificios, la muerte de uno de sus clientes, prosiguió rugiendo-: ¿Y sabes lo que te digo, Copito? Que te lo doy muy a gusto. Es mi política social, la que no practica tu gobierno. A cambio, exijo calidad. La misma que siempre garantizó mi inmobiliaria. -Su rabia se desbordó-: ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué culpa tengo yo de que se hundiese un puto suelo? ¡Malditos jueces!

Arcos le permitió desahogarse. Una tarde y otra tenían lugar escenas parecidas. Era puro teatro, un sucedáneo de las diversiones a las que estaban acostumbrados cuando disfrutaban de libertad. Mañosos de la construcción como Rodrigo Roque o capos como Marcos Mariño no podían disfrutar allí, en Santa María de la Roca, de lujos, mujeres, comidas en restaurantes donde un menú costaba lo que el presupuesto semanal de la cesta de la compra de la familia de un funcionario de prisiones, pero se divertían bebiendo, apostando al póquer y provocando a sus guardianes. Cuando se pasaban de la raya, éstos, sabiendo perfectamente que incluso esa actitud formaba parte del juego, les llamaban al orden.

De hecho, Arcos acababa de sentar de un empujón al constructor. Roque trastabilló con la silla. Toro y Ocaña intentaron de nuevo acercarse a la timba. El celador Cuevas les cerró el camino, esgrimiendo la porra.

– ¡Vosotros, al pabellón!

– ¡Que te jodan, Chita! -masculló Ocaña-. Es lo que te va, por delante y por detrás.

– ¡A callar, escoria! -le ordenó Cuevas-. ¡Cada uno a su celda!

Ambos reclusos se retiraron con caras largas, pero sólo hasta la entrada del bar. Encendieron cigarrillos y se quedaron fumando uno a cada lado de la puerta.

Rodrigo Roque había vuelto a acodarse al tapete y repartía cartas. Tampoco esa vez se iba a desbordar el río. Todos conocían los límites. La cuerda podía tensarse; romperse, en ningún caso.

Más tranquilo, Arcos regresó a la barra, junto a Cuevas.

– No son malos chicos. Los hemos tenido peores. De vez en cuando se aceleran, pero saben dar marcha atrás. No como tú, pardillo.

– ¿Te refieres a…?

El albino hizo un gesto obsceno.

– Freno, aceleración, freno…

En ese momento, la puerta de la cafetería se abrió de par en par. Con traje negro y corbata de respeto, como si regresase de un funeral, hizo su entrada el director del centro, Juan Bandrés.

– Es Kong -susurró Marcos Mariño, barriendo el tapete con la mano para retirar los billetes.

Los celadores quedaron paralizados. Era la primera vez en mucho tiempo que Bandrés pisaba la cantina. «Y justo va a descubrir el pastel», pensó Arcos. Los apostantes había retirado su dinero, pero no los naipes. Se miraban, sin saber qué hacer. Pero el director no había ido a imponer castigo alguno. Su voz sonó neutra, casi amable:

– ¿Querría acompañarme a mi despacho, señor Láncaster?

El barón se incorporó. Su rostro expresaba ansiedad.

– ¿Hay noticias para mí?

Bandrés repuso, cauto:

– Es posible.

– ¿Relativas a mi apelación? Mi abogado me ha dicho…

El director se limitó a indicarle que le siguiera. Al salir al patio, Hugo tuvo la vertiginosa sensación de que el tiempo se aceleraba hacia atrás. Se vio a sí mismo a los veintiocho, a los dieciocho años, y también en algún momento de su perdida infancia, corriendo con un pantalón corto y sandalias de cuero y sonriendo con una especial complicidad a su prima Casilda cuando cazaban ranas en el estanque del palacio o pescaban cangrejos en el río Turbión, lanzando las nasas debajo del Puente de los Ahogados. Su cabeza daba vueltas. Preguntó, con un nudo en la garganta:

– ¿Van a soltarme?

El alcaide se hizo el sordo. Hugo tuvo que esforzarse para conservar la calma.

– Contésteme, se lo ruego.

Bandrés le anticipó, a regañadientes:

– Iba a comunicárselo en mi despacho, oficialmente, pero… Las próximas serán sus últimas horas en prisión.

La sonrisa del barón brilló.

– Era lógico. Soy inocente.

– El Supremo le ha dado la razón. Saldrá libre en cuanto hayamos resuelto los trámites necesarios.

Hugo se echó a reír suavemente.

37. El final de algo grande

Una vez que el comisario le hubo comunicado su cese, el sargento Buj salió de la Jefatura Superior como un toro herido. Ni siquiera se daba cuenta de que arrastraba su barata americana de cuadros. El nudo de la corbata se había aflojado en torno a su cuello de campesino e iba, pese al frío, en mangas de camisa.

Entró al bar El Lince, la tasca que hacía chaflán con el edificio policial, y reclamó al camarero:

– Un Sol y Sombra, Perico.

No eran las once de la mañana, ni el primer combinado que ese día despachaba el inspector. Solía desayunar en su casa apenas un café con leche y cuatro galletas, reservándose para, después de la reunión matinal del Grupo de Homicidios, almorzar debidamente en El Lince: huevos fritos con morcilla y panceta de cerdo empujados con media botella de tinto, café negro y un Sol y Sombra, brandy y anís para cauterizar el esófago y la bilis que algunos le hacían tragar.

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