Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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33. Noticias del Supremo

Abochornado, Pedro agarró el expediente de Ludmila Paraíso y se lo incrustó en el regazo para disimular su erección. Luci se había tapado y reía con ganas en compañía de Montse, la secretaria de Pallarols. Este lo hacía desencajado, sujetándose las caderas. Superada la primera oleada de humillación, Pedro decidió tomárselo con deportividad. La risa acudió a su garganta y compartió el jolgorio general hasta que otra de las secretarias entró para entregarle un sobre certificado.

– Acaba de llegar, señor Carmen. Parece urgente.

El abogado desgarró el sobre. A sus expertos ojos, acostumbrados a evaluar y calificar en un breve lapso de tiempo, determinadas frases del documento brillaron como subrayadas por una mina de luz. Esgrimió la primera página, en la que se veía el sello del tribunal.

– ¿Qué es esto, otro chiste?

– ¿A qué te refieres? -preguntó Pallarols.

– A esta sentencia del Tribunal Supremo declarando inocente a Hugo de Láncaster. ¡Si es otra inocentada, tiene maldita la gracia!

Se hizo un silencio. En el bufete nadie ignoraba el particular empeño de Pedro Carmen con el caso Láncaster, en el que había batallado hasta la extenuación. Algunos pasantes habían intervenido en la redacción del recurso de casación. Todos pensaban que iba a ser desestimado, pero ese pronóstico no había descorazonado al Destornillador. El recurso, elevado ante el Tribunal Supremo, no incluía nuevas pruebas. Volvía a incidir en el carácter indiciado de las reunidas por la acusación, desde el punto de vista de la defensa meramente circunstanciales, y cuestionaba el grado de fiabilidad de los análisis de ADN, así como la supuesta correspondencia entre la aleación de acero y fibra del palo de golf presentado como prueba y la viruta metálica incrustada en la herida del cráneo de la víctima, esquirla que era de hierro. Sin mencionar errores de procedimiento en la toma de declaraciones y recogida de huellas, y de una investigación policial que, en su conjunto, la defensa consideraba confusa, estaba también esa punta de uña clavada en la mejilla de la mujer muerta que no coincidía con las garras de la pantera abatida cerca del aprisco.

La verdad se fue abriendo paso. Pallarols se puso a aplaudir. En seguida, el resto le imitó. Pedro volvió a enrojecer, pero esta vez de placer. Comprobó que el documento había sido remitido a las partes desde el alto tribunal y leyó en zigzag las conclusiones de la sentencia. Su sonrisa brilló.

– ¡Hemos ganado!

Pallarols le palmeó la espalda. Pedro buscó a su secretaria con la mirada:

– Hazme un favor, Luci. Ponme con el director de la prisión de Santa María. Es urgente.

– ¡Esto hay que celebrarlo! -propuso Joaquín-. ¡No todos los días sacamos de la cárcel a un grande de España!

Pedro asintió, orgulloso.

– Lo mojaremos esta noche, decidid dónde. Invito yo. ¡Acusaré de desacato al que falte!

– ¿Desea que me arregle para usted? -preguntó su secretaria, despertando nuevas risas-. ¿Me pongo algo especial?

– Vuelve a usar ese liguero, Luci, y me arrojaré sobre ti como un tigre hambriento.

– ¿Se trata de una amenaza o de una promesa, señor Carmen?

El abogado sonrió, rejuvenecido por el triunfo.

– Pedro.

– Está bien -convino ella.

– ¿Nada de señor Carmen, en adelante?

– No.

– ¿Nada de don Pedro?

– No.

– ¿Sólo Pedro?

– Como tú quieras.

– Eres maravillosa, Luci. Un día de éstos deberías casarte conmigo.

El despacho estalló en otro jolgorio. Luci replicó, sin dejar de coquetear:

– ¿Y destruir su mito de soltero de oro? Le contestaré después de pasarle esa llamada.

– Gracias. Y también a todos vosotros -añadió el abogado, con una emocionada sonrisa-. No hay nada que me guste tanto como compartir el éxito. Gracias, de corazón. Sois…

Le escocían los ojos. No pudo seguir. Prefirió retirarse hasta dominar sus sentimientos y poder enfocar con frialdad la nueva situación de su cliente.

¡Hugo de Láncaster, libre!

Era uno de los mayores éxitos de su carrera. Al no esperarlo casi nadie, el triunfo todavía resultaba más valioso. Se debía a su constancia, pero también a la firmeza de su cliente. Ni siquiera en sus momentos más negros el barón había dejado de proclamarse inocente.

Sin embargo, y pese a la euforia que le embargaba, Pedro se preguntó al ocupar su butaca: «¿En serio has llegado a tragarte que no la mató?»

No tuvo tiempo para reflexionar. El teléfono sonaba. Luci le comunicó:

– Le paso a don Juan Bandrés, director de la prisión.

Pedro cerró los ojos para concentrarse en lo que iba a decirle, pero se vio a sí mismo en la cárcel, en el ala sur de Santa María de la Roca, estudiando en su catre libros de Derecho con un ojo morado por las palizas que le pegaba otro preso de su edad. No tuvo entonces la suerte de contar con la ayuda de un buen abogado.

– ¿Señor Bandrés? Soy Pedro Carmen. Represento al barón de Santa Ana.

– Lo sé.

– ¿Sabe también por qué motivo le llamo?

– Supongo que disponemos de la misma información. Canten victoria, de momento.

Pedro se amostazó.

– ¿Sólo por ahora?

– Algunos pájaros echan a volar -salmodió Bandrés-, pero dejan atrás el nido. Tampoco se está mal aquí. Usted lo sabe por experiencia.

El abogado encajó el golpe. Al ser provocador por naturaleza, y llevar fama de ello, de vez en cuando se le volvían las tornas y recibía una inesperada dosis de su propia medicina.

La conversación siguió en un tono más formal, aunque sin abandonar ese juego del gato y del ratón típico del mundillo penitenciario. Al colgar, el abogado se mostraba satisfecho. Finalmente, y como no podía ser de otra manera, el alcaide se había mostrado dispuesto a colaborar.

La puesta en libertad de Hugo de Láncaster era cuestión de horas.

34. Un enfado de Buj

Lo que aquella misma mañana, 28 de diciembre de 1991, había sucedido en la Jefatura Superior de Policía de Bolscan tardaría mucho tiempo en ser olvidado.

La semana anterior, un comité de disciplina celebrado en la sede de la Dirección Nacional, en Madrid, había decidido cesar en su cargo al inspector jefe Ernesto Buj Guisol.

Algunas de sus últimas actuaciones, sus abusos de poder, sus más que discutibles y, a menudo, violentos métodos, habían colmado la paciencia de una cúpula policial que pretendía modernizar el Cuerpo, eliminando las últimas rémoras de la etapa franquista.

Para desempeñar en adelante la jefatura del Grupo de Homicidios, la reunión de mandos resolvió nombrar a la subinspectora Martina de Santo, a la que se ascendía al grado de inspectora. Se acordó asimismo que, previamente a su publicación en el boletín, el cese le fuera comunicado al interesado, al propio Ernesto Buj, por el comisario Conrado Satrústegui, su jefe directo.

El comisario decidió coger el toro por los cuernos y pasar el mal rato cuanto antes. Al día siguiente de esa reunión en Madrid, su secretaria citó al inspector.

Lo hizo a una hora poco habitual. Eran las diez y cuarto de la mañana del día de los Santos Inocentes de 1991 cuando Ernesto Buj entró al despacho del comisario Satrústegui. Seguramente pensaba que lo hacía para recibir la encomienda de algún servicio especial.

El Hipopótamo se había sentado enfrente de su superior cuando Satrústegui le soltó la noticia sin introducción ni prólogo, como una ducha fría.

Buj se dio una palmada en el muslo y se echó a reír:

– ¡Muy ocurrente, comisario!

Satrústegui lo miraba con cara de funeral. El inspector dudó:

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