Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– ¿Sabe qué día es hoy, inspector? -le preguntó el camarero.

El Hipopótamo había cogido el Marca y miraba la portada del diario deportivo con expresión ausente.

– ¡Los Santos Inocentes! -exclamó Perico, sonriéndole de oreja a oreja-. ¿Se acuerda de la que le prepararon el año pasado? ¡Seguro que hoy le espera otra buena!

Desde hacía unos cuantos años, sus hombres de confianza, Cayo Matutes o Fermín Fernán, entre otros, solían gastarle alguna inocentada. La Navidad anterior, sin ir más lejos, Matutes se las había arreglado para meterle en el bolsillo un sobre con recortes de tías en pelotas y un bono-invitación del Ero's Club, un bar de alterne donde los polis eran bien recibidos. Al sacar la cartera para pagar una ronda, al Hipopótamo se le había desparramado el contenido de ese sobre, con todas aquellas fotos guarras de strippers. Los agentes se habían hartado de reír, pero a Buj no le había hecho ninguna gracia y quizá por eso no había devuelto el bono-invitación del Ero's Club.

– Tengo el cupo cubierto. El comisario acaba de gastarme una broma muy pesada -murmuró, liquidando la copa de un solo golpe-. No estoy para juergas, Perico, pero sí para otro trago.

El camarero cerró la boca y le sirvió. Sobradamente sabía cuándo le cambiaba el humor a aquel cliente de toda la vida. Había visto al inspector ascender, engordar, emborracharse cuando las cosas le iban mal. Perico no conocía a su mujer ni a sus hijos, de los que Buj jamás hablaba. No sabía dónde vivía ni cuál era su equipo de fútbol. Se limitaba a atenderle, a cobrarle y sonreír, a intercambiar con él y con los otros policías chascarrillos, chistes, informaciones de última hora sobre los fichajes del Real Madrid o ácidas críticas al político de turno, socialista, por lo general.

El inspector cogió su segundo Sol y Sombra y fue a sentarse en la mesa del fondo, junto a la máquina tragaperras. Perico sabía que, mientras permaneciera allí, nadie se acercaría a jugar, pero no iba a protestar por ello.

Esa segunda copa le duró bastante al inspector. Todo el tiempo el Hipopótamo estuvo acariciando el filo del vaso con su dedo pulgar y mirando hacia fuera, hacia los coches que cada tres minutos exactos se detenían frente al semáforo en rojo para dejar paso a una avalancha de peatones que se dirigían a la Jefatura Superior o a cualquiera de los edificios colindantes, muchos de los cuales, a esa altura de la avenida, eran también de carácter público o administrativo. Buj encendió un Bisonte, cuyas hebras se le pegaban a los dientes, y siguió fumando, ensimismado, y consumiendo a sorbitos su copa hasta que otro inspector entró al establecimiento.

Era Villa, de Robos, con quien el Hipopótamo no tenía buena ni mala relación.

Buj no le saludó. Villa se disponía a hacerlo, pero, al intuir, de un vistazo, por la avinagrada cara de su colega, que el horno no estaba para bollos, cogió el Marca y se fue a leerlo a la otra punta de la barra. Buj levantó una mano. Su voz le llegó al camarero filtrada por la sintonía de la máquina tragaperras.

– Hazme un café y un favor, Perico: le pones unas gotas de Anís del Mono.

Entre las once y media y la una, la mano de Buj se fue elevando con rutinaria frecuencia. Llevaba cinco revueltos y otros tantos anisados cafés cuando el agente Fernán apareció en El Lince.

– Inspector…

– Ya no, Fermín. Ya no.

– ¿Cómo dice?

– Acabo de entregar mi pistola y mi placa. Estoy acabado. Desde hoy, soy un simple civil. Un don nadie.

Fefé esbozó una mueca de solidaridad. Los últimos veinte años de su carrera los había pasado junto a Buj. El Hipopótamo le había enseñado sus mejores trucos: cómo manipular pruebas, cómo pegar duro en los interrogatorios sin dejar huella, cómo cerrar un caso abierto.

La papada del inspector tembló a causa del odio.

– Y todo por una mujer, Fermín. Por esa Martina de Santo que de santa no tiene nada.

El Hipopótamo le puso al corriente. Se había orquestado en su contra una operación de altos vuelos políticos. El comisario Satrústegui había picado el anzuelo, escuchando a quien no debía y juntándose con demasiado comunista.

– Cuánto lo siento, jefe -dijo Fermín. Le estaba escuchando de pie, sin atreverse a tomar asiento junto a él. Agregó, con respeto-: Con usted se va una época.

– Lo puede jurar -asintió Buj-. A partir de ahora, todo cambiará para mal. El brazo de la ley será una fuerza represiva. Llevar uniforme, un deshonor. Los chorizos cumplirán la cuarta parte de sus condenas en celdas con aire acondicionado y televisor en color. Dentro de poco, les pondrán jacuzzi. ¿Y sabe qué haré yo? ¡Un gran corte de mangas! ¡Brindar por el caos! ¡Salud!

El Hipopótamo pidió una nueva ronda para convidar a su colega. Fermín se sentó a su mesa y se atrevió a darle la noticia para la que había ido a buscarle al bar:

– El caos ya está aquí, inspector.

– ¿Por qué lo dice?

– Han soltado a Hugo de Láncaster.

El inspector se lo quedó mirando con ojos alucinados:

– ¡No es posible!

– El Tribunal Supremo ha modificado el veredicto de la Audiencia Provincial.

– ¿En base a qué?

– Desconozco la sentencia, que debe de estar recién promulgada. Pero la noticia saltará pronto a la calle. Y Láncaster también.

– ¿Cuándo sale ese cabrón?

– No lo sé, inspector.

– ¡Esto me huele a cohecho!

Fernán frunció el entrecejo.

– Algo muy fuerte ha tenido que pasar para que lo suelten.

– Yo le diré qué, Fermín. Nepotismo. Corrupción. Inversión de valores. El final de algo grande y el principio de nada.

Fefé consultó su reloj.

– Tengo que practicar una diligencia, inspector, pero déjeme invitarle a comer.

Buj se levantó, un poco inseguro. Su aliento olía a matarratas.

– Se lo agradezco, Fermín. Es usted buen policía y mejor amigo. Puedo estar a las dos y media en la Taberna del Muelle.

El agente se mostró conforme.

– Nos encontraremos allí. Mientras tanto, que pase el resto de la mañana de la manera más agradable posible.

Buj enarboló un puño.

– ¡Sólo disfrutaría de verdad moliéndoles los huesos a unos cuantos de esos cagatintas!

38. Ángeles pintados

Fernán insistió en pagar las últimas consumiciones y regresó al trabajo.

En medio de su confusión, Buj alcanzó a comprender que estaba demasiado borracho para seguir allí, tan cerca de Jefatura, y salió a la calle.

El cerebro del Hipopótamo se anegaba en una turbia corriente de odio. En aquellos momentos, habría sido capaz de cualquier cosa.

Decidió caminar avenida abajo. A medida que se aproximaba al centro le llegó con mayor intensidad el pútrido olor de las algas que el mar arrojaba a las playas cercanas. Las aguas de la bahía de Bolscan estaban infestadas de esas repugnantes lechugas marinas, como las llamaba él, que los japoneses importaban para comérselas tan crudas como las propias merluzas.

La mañana era desapacible. Soplaba el viento. Los pocos cafés que se habían animado a montar terrazas se habían apresurado a recoger los veladores por miedo a que los toldos saliesen volando. Hacía fresco, pero Buj sólo sentía su furia interior, un reprimido grito de justicia que le reivindicaba ante todos esos ciudadanos que pasaban a su lado, indiferentes a su desgracia, egoístas y ajenos, pero cuyos negocios él había vigilado, cuya seguridad él había procurado, a cuyos hijos e hijas él había ayudado a crecer arrancando de su camino las malas hierbas y combatiendo la delincuencia y la droga. Y ahora, ¿qué? ¿Quién se lo agradecía? ¿Los comisarios, los jueces? ¿Quién iba a reintegrarle su dignidad y su puesto de mando?

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