Por todas estas razones y por algunas otras que sería huero enumerar, Pedro Carmen era, sin duda, un hombre singular y un abogado de perfil aparte. Su afán de superación, sus éxitos y, ¿por qué no?, sus exóticos chalecos, le clasificaban como una rara especie de abogado defensor.
Tanto, que sólo la integraba un individuo.
Él.
Aquella fría mañana del 28 de diciembre de 1991, Día de los Inocentes, Pedro Carmen llevaba un chaleco de seda amarilla con palmeras bordadas en hilo esmeralda (las hojas) y color caldero (los rugosos troncos). Lo había combinado con una corbata azul estampada de lunares y con una americana beis mallada a cuadros de color vino. Hasta los botones de piedra irisada de su camisa resultaban llamativos. «Es un hortera», pensaba Joaquín Pallarols, su socio. Pero antes se hubiese dejado cortar la lengua que osado ofenderle. Al fin y al cabo, la estrella del bufete era el Destornillador.
Cuando Carmen, así combinado, entró a su despacho de la tercera planta del número 25 de la Gran Vía de Bolscan, Luci, su secretaria, se le quedó mirando con la misma expresión con que habría observado un cuadro de Jackson Pollock.
El abogado la saludó, se quitó el sombrero con que ocultaba su calva y lo arrojó al perchero. Siempre fallaba.
– ¿Qué tal? -preguntó separando los brazos como un actor en su escenario.
Solía mostrarse afectado, pagado de sí. Luci sabía hasta qué punto era vulnerable al elogio. Nada le agradaba tanto como que le felicitasen por sus éxitos profesionales. Quizá, que alabaran su estrafalario gusto por la ropa, lo que a Luci, por lo general, le resultaba imposible. Otros días se había presentado con atuendos que rozaban lo grotesco, pero esa mañana…
– ¿Qué, cómo estoy? -insistió.
La secretaria seguía sin habla.
– ¡Sé sincera, Luci! -la conminó Pedro-. Me enfrenté al franquismo para defender la libertad de expresión y no voy a despedirte por decir lo que pienses.
Luci balbuceó:
– Está usted… Indescriptible.
El se quedó a media sonrisa. Con los adjetivos mantenía una relación de amor-odio. Tanto podían ser enemigos como aliados de su lenguaje jurídico. Desde el estrado, solía utilizarlos para sembrar ambivalencias. Una de sus recurrentes paradojas se acogía a una humorada: «Frente a un tribunal -bromeaba, si estaba en confianza- sólo hay dos cosas más efectivas que un buen testigo: una minifalda y un adjetivo calificativo.»
Dijo a Luci:
– ¿No deberías añadir algún atenuante, para que yo pudiese acatar tu veredicto?
El tono de su secretaria fue ecuánime:
– Si uno llega a aceptarse tal como es, los demás deberán respetarle.
– ¿Confucio?
– Sócrates. Creo.
– No se enfadará, la cicuta le hizo efecto. ¿Sigues con tus clases de yoga?
– Ahora estoy leyendo a los sofistas.
Luci era así, descarada, esnob, pero muy eficaz. Pedro volvió a mirarla, sonriente pero con rastros de sueño. Era temprano, las ocho y media. La noche anterior, después de cenar, el abogado se había quedado trabajando en un caso difícil. Se había acostado tarde, de madrugada. El cansancio hinchaba su poco saludable rostro.
– Puedo aceptarme a mí mismo, Luci. Puedo, incluso, aceptar tus consejos. Pero bajo ningún concepto puedo aceptar que sigas tratándome de usted.
Aquello era nuevo. Extrañada, la secretaria se retiró el mechón de un complicado moño que dejaba entrever las raíces castañas de su falso cabello rubio.
– Como usted mande.
– ¿Por qué no me tratas de tú, sin formalismos? ¿No hace un siglo que me soportas?
– Once meses, don Pedro. Todavía no se ha cumplido un año desde que comencé a trabajar para usted.
– Con usted. Las preposiciones son importantes, Luci, tanto como los adjetivos.
Nerviosa, la secretaria hizo repiquetear sus uñas en un cenicero de barro. Ella no fumaba. El vacío cenicero contenía caramelos para los clientes. Pedro eligió uno de naranja. Tras llevárselo a la boca, cogió media docena más, para refrescar su aliento durante el resto de la jornada.
– ¿Estás insinuando que te toca un aumento de sueldo?
Luci iba a responder diplomáticamente, pero su jefe se le adelantó:
– No correré el riesgo de perderte. Me propongo mejorar tus condiciones económicas. Por supuesto, recibirás la extraordinaria de Navidad… ¿Qué, no dices nada?
Ella quiso agradecérselo, pero le falló la voz.
– Yo…
– ¿Me tutearás, a partir de ahora?
– Si usted… Si tú quieres.
– Lo ordeno.
– De acuerdo… Gracias.
– ¿Nada de señor Carmen, en adelante, nada de don Pedro?
– No. Sólo…
– ¿Sólo Pedro?
Luci se turbó.
– Sólo Pedro.
El Destornillador retorció las manos y las apoyó sobre la mesa, una a cada lado del bolso de imitación Loewe que al reverso llevaba escrito a bolígrafo el nombre de su propietaria, Lucía Martínez Martín, seleccionada para el bufete Carmen & Pallarols por una agencia especializada en secretariado de alta dirección -pese a lo cual, por disposición de Pallarols, que se ocupaba del régimen laboral de los empleados, Luci venía cobrando poco más que el salario mínimo-, y se inclinó hacia ella.
– ¿Puedo hacerte una pregunta personal?
Luci guardó silencio. La hipnótica mirada de su jefe la puso nerviosa.
– ¿Te apetece cenar conmigo esta noche?
La chica tragó saliva.
– Si es por trabajo…
Los ojos saltones del Destornillador la perforaban como un berbiquí. Tras unos segundos de vacilación, Luci consintió.
– Si tú…
– Perfecto, gracias. Reservaré en un chino. No, mejor en un restaurante japonés, tiene más clase. Disfrutaremos con la comida, tomaremos unas copas y luego… ¿quién sabe?
El rostro de la secretaria se arreboló.
– ¿Qué se propone, señor Carmen?
– ¿Volvemos al tratamiento oficial? Puedes estar tranquila, Luci. Eres una gran chica, aunque un poco… ¡Inocente!
Apenas unos segundos después, en cuanto Pedro hubo exclamado la palabra mágica, se abrieron de golpe las puertas que daban al pasillo. Joaquín Pallarols, con su secretaria, Montse, otros dos abogados titulares y un grupito de pasantes irrumpieron a los gritos de «¡Inocente, inocente!».
Luci se hundió en su silla. Anegados en decepción, sus ojos llorosos señalaban a su jefe como al culpable de una traición. Hasta su voz sonó empañada:
– Esto es… insultante.
– Venga, niña -la consoló Pallarols-. Don Pedro no pretendía ofenderte. Sólo era una broma.
– De muy mal gusto.
– No hemos hecho más que respetar la tradición -intentó justificarse Pedro-. Todos los años le toca al nuevo. Y, en la presente edición de nuestra tradicional inocentada, la nueva, Luci, eras tú…
Hubo un coro de risas y renovados gritos de «¡Inocente, inocente!». Pedro reclamó silencio. Con una humildad que difícilmente se habría interpretado como un signo de arrepentimiento, añadió:
– El aguinaldo navideño iba en serio. Sin embargo, es posible que me haya pasado de la raya. Acepta mis disculpas, te lo ruego.
– No tiene importancia -dijo Luci.
Pero estaba al borde de las lágrimas. Su compañera Montse se acercó a consolarla.
– Se acabó la diversión -dijo Pallarols-. ¡Al trabajo, vamos!
Abogados y pasantes se dirigieron a sus despachos. Pallarols abordó a su socio.
– ¿Tienes que ir hoy por el Juzgado, Pedro?
– Dentro de un rato.
– Antes quisiera hacerte una consulta.
– Házmela ya.
Joaquín bajó la voz:
– Hemos detectado una maniobra financiera que afecta a los capitales del Ducado de Láncaster. Una inversión en Singapur, con una evidente finalidad evasiva.
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