Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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La Guardia Civil intentó aclarar de qué boca de fuego había salido esa munición, pero los análisis de balística no se correspondieron con ninguna de las armas que a lo largo de la mañana de aquel aciago 26 de diciembre habían abierto fuego creyendo vislumbrar en la floresta a un peligroso animal. Cuyo dueño, Bruno Arnolfino, director del Circo Véneto, puso el grito en el cielo y una nueva denuncia, esta vez contra la Guardia Civil, por haber animado a sacrificar, y de manera, a su juicio, harto injustificada, a su valioso leopardo de las nieves.

La noticia de la muerte de la baronesa Azucena de Láncaster había ocupado páginas enteras en los periódicos, pero la de la fuga del barón tardó un poco más en saltar a las redacciones. Hasta que el 2 de enero de 1990, un periódico de tirada nacional abrió su portada con una fotografía de Hugo y un titular más propio de sucesos que de las revistas rosas. En adelante, la prensa del corazón ya no iba a llamarle «seductor de princesas». Titulares como «Huye del país un aristócrata con las manos manchadas de sangre» o «Nuevo fracaso de las fuerzas policiales» desataron una tormenta política y mediática.

Transcurrieron otras tres semanas de incertidumbre. La policía perdió el tiempo investigando pistas falsas en el Caribe y en Canadá.

Finalmente, Hugo de Láncaster sería detenido el 27 de enero de 1990 en la ribera del Adriático.

Agentes de la Interpol lograron localizarle en una diminuta isla próxima a la localidad turística de Dubrovnik. El barón estaba hospedado -o más bien, según la versión policial, oculto- en la villa de Abu Cursufi, un ex diplomático libanés de dudosa reputación en las embajadas, porque como traficante de armas su prestigio se extendía hasta Oriente Medio.

El fugitivo, que en ningún momento reconoció serlo, se entregó sin resistencia. Hugo de Láncaster mostró asombro ante el hecho de que la policía le estuviera buscando y justificó su viaje a Croacia en base a negocios pendientes. Con esa calma y dominio de sí que ya le conocíamos, afirmó ignorar que la justicia española le hubiese declarado prófugo. En aquellas cuatro últimas semanas -sostuvo- no había recibido requerimiento judicial alguno ni, en otro orden de cosas, tuvo necesidad de comunicarse con sus familiares. Cuando se le preguntó a qué obedecía su aislamiento, se limitó a contestar: «Asuntos personales.»Agentes españoles custodiaron su traslado a Madrid. Un enjambre de cámaras le aguardaba en el aeropuerto de Barajas. Sus abogados, Pedro Carmen y Joaquín Pallarols, amenazaron con demandar a aquellos medios que prejuzgasen su culpa. Pero la penosa imagen del barón, rodeado de policías y cámaras, entrando a empujones, con las muñecas esposadas, al coche celular, abriría las noticias de la tarde.

Estimando que concurría un nuevo riesgo de fuga, el juez dictaminó prisión provisional. A partir del 28 de enero de 1990, Hugo de Láncaster dormiría en la prisión de Carabanchel. Un mes más tarde, sería trasladado a la prisión de Santa María de la Roca, a ochenta kilómetros de su residencia familiar, en una de cuyas celdas dobles quedó confinado.

Su juicio tendría lugar justamente un año más tarde, en la segunda quincena del mes de enero de 1991.

Como principales argumentos y pruebas, la fiscalía presentó el palo de golf, con las huellas del acusado, y el cabello descubierto en el cuerpo de la víctima; cabello que, efectivamente, según la prueba de ADN, pertenecía a Hugo; aduciéndose como móvil una relación extramatrimonial de Azucena.

Asimilados los informes policiales, oídos los diversos testimonios y las conclusiones de las partes, la Sala de la Audiencia Provincial de Bolscan, presidida por el juez Nicolás Peregrino, había sentenciado a Hugo María de Láncaster como culpable del parricidio de su esposa, Azucena López Ortiz, a dieciocho años de privación de libertad y a compensar con una millonaria indemnización a la familia de la víctima.

El condenado reingresó en la prisión de Santa María de la Roca para cumplir su pena.

Pasaron los meses. A medida que la suerte del barón iba dejando de ser noticia, los amigos del famoso recluso fueron abandonándole a su suerte. Pronto, el régimen de visitas de Hugo se redujo a unas pocas caras.

La más asidua y gratificante para él era seguramente la de su abogado, Pedro Carmen. Un penalista que llevaba fama de no haber perdido ningún caso importante y que tampoco estaba dispuesto a dejarse ganar en el llamado «caso Láncaster», cuyas extrañas y morbosas circunstancias lo habían convertido en el suceso del año.

SEGUNDA PARTE

(1990-1991)

30. Un abogado llamado Carmen

A lo largo de mi carrera policial, he conocido a numerosos abogados defensores.

La mayoría de ellos eran y son vocacionales. Bien de turno de oficio, bien de millonarias minutas. Estos últimos no creen en nada; acaso, en sí mismos.

Más económicos y sinceros suelen resultar aquellos otros que consideran al ser humano por encima de la condición de cliente, y a la persona como un noble sustrato que, de abonarse con el fertilizante de la ética, acabará por producir hermosas flores.

Ninguno de esos genéricos perfiles se correspondía con Pedro Carmen.

Hay, por supuesto, otra clase de abogados, más realistas o serios, que no sueñan con hacer magia en las salas de los Juzgados, pero sí con ganar el suficiente dinero como para mantener un despacho abierto durante su vida laboral. Su romanticismo se cura y la veteranía acaba enseñando a sus conciencias a maquillar la intrínseca maldad de sus peores clientes. Letrados así descreen de la redención por la pena, de la integración. Saben, en su fuero interno, que el asesino nato no tiene cura, y por eso, allá en su íntimo juicio, reciben las sentencias condenatorias con un alivio que la sociedad comparte.

Tampoco era ése el arquetipo de Pedro Carmen.

En los Juzgados le llamaban El Destornillador. En cierta medida, por su cráneo mondo, esa calva cabeza enhiesta sobre un cuerpo ahusado de femenina cintura, con el pecho hundido y caderas de botella o diosa cicládica; y, también, por su compulsiva manera de retorcerse las manos mientras hilvanaba interrogatorios que tenían algo de torniquete y vuelta de tuerca.

Al margen de esos rasgos, de su empedernida soltería o de sus inefables chalecos, el prestigio de Pedro Carmen descansaba en su cosecha de sentencias absolutorias.

En la década de los ochenta, prácticamente no había perdido ningún caso de relieve.

Algunos de sus más célebres litigios habían merecido la difusión de la prensa. Los periodistas especializados en tribunales valoraban su humor ácido y su franca disposición a facilitarles sus tareas informativas. Al tenerlos ganados de antemano, sus crónicas jaleaban la insolencia con que solía enfrentarse a los fiscales, elogiando sus recursos escénicos y su oratoria.

Curiosamente, Pedro Carmen no concedía entrevistas. El no revelaba la razón, pero tenía miedo de que su prestigio se resintiera si le preguntaban por la condena que él mismo había sufrido tiempo atrás, cuando sólo tenía dieciocho años.

Como consecuencia de una riña tabernaria, otro adolescente con el que se había peleado se golpeó la cabeza contra la barra de un pub. Moriría horas después, de miserable manera, tirado en un callejón de la zona de bares. El joven Pedro Carmen Lóbez fue condenado a ocho años de reclusión en Santa María de la Roca. En la cárcel estudiaría Derecho y padecería aspectos de la naturaleza humana que no había creído existieran ni en los más profundos círculos del infierno.

Su penitencia carcelaria le marcó a fuego, pero jamás hablaba de aquel período de su vida.

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