Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– Buenas noches, Horacio.

– Igualmente, Ango. Encantado de saludar a alguien que me llama por mi nombre.

– Yo lo hago siempre, pero no puedo decir lo mismo de ti. ¡Intenta pronunciar mi apellido!

Me eché a reír.

– Respiré cuando supe que tus colegas del Anatómico te llamaban Ango. ¿Qué me cuentas? ¿Tenemos noticias de la mujer?

– Y muy frescas. Puedo adelantarte los primeros resultados de la autopsia. No es el procedimiento más ortodoxo, Horacio, y lo sabes, pero, dada la hora, te requeriremos para que traslades la información al inspector Buj. Al equipo de investigación le resultará útil.

– Te escucho.

– Básicamente, la víctima, Azucena de Láncaster, falleció por un golpe sufrido en el cráneo. En esa herida hemos encontrado una esquirla o viruta metálica cuya aleación podrá concretarnos, en cuanto reduzcamos el campo de posibilidades, qué tipo de objeto fue esgrimido y, tal vez, incluso, dónde fue fabricado.

– ¿Habéis establecido la hora de la muerte?

Angorenagoitiazu asintió:

– Afirmativo, pero no ha sido fácil. La exposición del cadáver a la intemperie ha alterado el proceso de degradación calórica. Hemos fijado la data en torno a las dos de la madrugada.

Recordé que Martina de Santo la había calculado con absoluta precisión y a simple vista.

– Eso sólo puede significar una cosa. Que Azucena de Láncaster fue asesinada dentro de la mansión.

– Sois vosotros quienes tenéis que sacar conclusiones.

– Ésta es muy clara. ¿Y qué hay de las marcas de garras en el rostro, Ango?

– ¿De los zarpazos? ¡Esto te va a gustar, Horacio! Hemos encontrado un pedacito de uña clavado en una de las mejillas de la mujer, cerca del hueso maxilofacial. Una punta, afilada y negra, con restos de resina.

– ¿Resina?

– Afirmativo. No tiene nada de extraño, teniendo en cuenta que algunos de esos felinos suben con facilidad a los árboles. Pero hay algo más importante que debes saber. La víctima estaba embarazada de tres meses. La criatura que estaba esperando era un varón.

– ¿La violaron?

– Negativo.

– ¿Había mantenido…?

– ¿Actividad sexual reciente? Negativo.

Protesté:

– Déjame terminar las preguntas, Ango.

– Afirmativo. Formula la siguiente.

– ¿Han aparecido otros restos en el cadáver de la mujer, huellas, cabellos?

– Afirmativo. Varios pelos. La mayoría pertenecen a un felino, pero, ¡atención!, creemos que al menos uno es humano.

No pude ahogar una exclamación triunfal:

– ¡Buen trabajo! ¡Ya es nuestro!

La risa de Ango sonó en sordina. Baremó:

– En un setenta por ciento, afirmativo.

– Dependiendo del fiscal, un noventa. ¿Algo más que debamos saber?

– Un último detalle, Horacio. Los pulmones de la víctima contenían restos de agua. Como imagino que vas a preguntarme qué puede significar eso, te responderé que sólo hay una explicación: forzosamente, el cuerpo tuvo que haber permanecido sumergido durante algún tiempo. Al menos unos minutos.

– Suficiente para ahogarse.

– Afirmativo.

– ¿Nada más, Ango?

– Por el momento, no.

– Es más que suficiente, muchas gracias.

Comencé a transcribir esos primeros datos de la autopsia para no olvidarme de nada, pero me estaba cayendo de sueño y le pedí a uno de los muchachos que fuese a buscarme un café. Luego llamé a La Corza Blanca y pregunté por Martina de Santo. Hasta una veintena de señales sonaron antes de que un hombre contestara, adormilado, que la señora por la que yo preguntaba, y que efectivamente estaba alojada en el hostal, había salido hacía un rato y no había regresado aún.

¿Dónde estaría la subinspectora? Traté de imaginármela atravesando los campos en medio de la oscuridad o investigando en el circo del que había escapado aquella fantasmagórica pantera, y tenebrosas imágenes de una mujer sola rodeada de sombras me hicieron temer que pudiera estar corriendo peligro. Tuve un mal presentimiento e insistí a la recepcionista para que, en cuanto regresara, Martina de Santo se pusiera en contacto conmigo.

25. El amante de la reina

Apenas una hora después, el fax del servicio de Información escupió un documento a mi nombre. Lo firmaba Julio Castilla Alcubierre, genealogista e historiador, diplomado en Nobiliaria y miembro de honor del Colegio Heráldico de España e Indias. Empecé a leer:

Estimado Héctor:

He aquí resuelta su petición. Como me pareció que se desconcertaba o azacanaba usted cuando le mencioné la cuestión de mis honorarios, he decidido suprimirlos. La calidad del informe solicitado es, no obstante y como comprobará en cuanto me haga la distinción de leerlo, la misma.

Pasé a la segunda página, en la que arrancaba el dossier:

El origen del Ducado de Láncaster se remonta al año de su fundación, 1799. La constitución de esta nueva dignidad llevaba la firma del rey Carlos IV, pero a quien realmente debió Antonio Manuel de Láncaster, primero de los duques, su aristocrático ascenso fue a la reina María Luisa de Parma. No en vano, años atrás, Antonio Manuel había sido su fogoso e incondicional, pero no necesariamente único, ni fiel, amante de cama.

Uno de ellos, tan sólo. Porque, como la historia ha terminado por admitir, María Luisa, siendo princesa de Asturias, mantuvo sucesivos amoríos entre los más bizarros de los guardias de corps encargados de custodiar a las Reales Personas.

Nieto de Isabel de Lancaster, duquesa de Abrantes (de la que tomaría el patronímico, incorporándole tilde en la primera sílaba), Antonio Manuel había quedado excluido de la línea sucesoria en favor de su hermano mayor.

Era un joven apuesto y audaz. A su llegada a la corte, llamó pronto la atención de la princesa, al punto de enamorarla y sustituir en los favores de María Luisa a otro guardia de corps, Eugenio Portocarrero, futuro conde de Montijo. Antonio Manuel disfrutaría de la intimidad de la princesa mientras se prolongó su pasión. Que, aun siendo intensa, no duraría mucho, pues pronto sería sustituido en el lecho real por otro compañero de armas, Juan María Pignatelli, hijo del marqués de Mora.

En el terreno amoroso, la princesa de Asturias demostró ser insaciable. Ni siquiera con su ascensión al trono, convertida en reina de España, iba a abandonar la esposa de Carlos IV sus eróticos escarceos. Tan sólo en su madurez, y contando con el tácito permiso del complaciente monarca, permitiría que el ambicioso Godoy encauzase su pasión erótica hacia una relación más estable, que incluía su consideración como valido.

Marginado de sus favores carnales, Antonio Manuel proseguiría su oscura carrera militar. Tuvo otras relaciones, pero nunca, al menos de manera oficial, descendencia.

En 1799, por la vía de la intercesión de la reina, sería nombrado primer duque de Láncaster, con una modesta asignación económica y la donación de un pequeño predio en la Sierra de la Pregunta. Tras tomar posesión de su Ducado, se retiraría de la vida pública. Fallecería, como consecuencia de la fuerte coz que recibió de un caballo, en 1827.

A raíz de su muerte, el Ducado de Láncaster revertió a la Corona. Pasó el tiempo y, en 1835, un desconocido que afirmaba ser hijo de Antonio Manuel y llamarse Felipe Javier de Láncaster se presentó en la corte, recién cumplida su mayoría de edad, para reclamar el título de su supuesto padre. Avalado por su partida de bautismo y por una carta de puño y letra de su progenitor, un documento autógrafo que había permanecido en secreto, bajo la custodia del párroco de Ossio de Mar, fue repuesto en su dignidad nobiliaria.

La fortuna económica llegaría a la casa de Láncaster más adelante, con la primera revolución industrial, al calor de las obras del Ferrocarril del Norte y de explotaciones mineras en Asturias y León. El hijo mayor de Felipe Javier, Manuel de Láncaster, fundó una compañía naviera que se hizo con el monopolio del transporte de tropas a las colonias, principalmente a Cuba y a Filipinas, muchas de cuyas manufacturas regresaban a la península a bordo de sus barcos mercantes.

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