Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Amigo personal del rey Alfonso XII, Manuel de Láncaster llegaría a ser, siempre en la sombra, uno de los financieros de la confianza de sus sucesivos gobiernos. Las privilegiadas informaciones que de los altos cargos recibía, unidas a su talento natural para los negocios, elevaron los ingresos y la consideración pública de la casa de Láncaster, convirtiéndola en sinónimo de riqueza y poder.

El prolijo informe de Castilla Alcubierre continuaba desarrollando la historia de los Láncaster hasta bien entrado el siglo XX. Leí el párrafo referente al enlace de la última duquesa, madre de Lorenzo y Hugo:

En febrero de 1941, recién finalizada la guerra civil, Covadonga Narváez contrajo matrimonio con su primo, Jaime Alves-Dasirte, duque de Abrantes. La unión, celebrada en el santuario de Covadonga, contó con la presencia del general Franco y de su esposa, Carmen Polo, amiga personal de la novia. En ese enlace confluían dos intereses complementarios: la riqueza de los Láncaster, por un lado, y el rancio abolengo de los Abrantes, por otro. En dos palabras: se aliaba el dinero contante y la sonante nobleza.

En ese momento, volvió a sonar el teléfono. Era Martina de Santo.

26. Agua en los pulmones

La subinspectora acababa de regresar de su excursión nocturna al campo de golf y me llamaba desde su habitación de La Corza Blanca.

Me apresuré a informarle de que acababa de recibir el informe histórico de Castilla Alcubierre, así como un primer avance de la autopsia. Resumiéndole sus resultados, comencé mencionando el descubrimiento de un cabello humano en el cadáver de Azucena de Láncaster, cuyo análisis de ADN podría despejar la identidad de su agresor.

Paradójicamente, esa novedad, acaso decisiva, no pareció interesar a Martina. Renunciando a desentrañar su inexplicable desinterés, continué informándole:

– El golpe en la cabeza de Azucena de Láncaster se produjo con un objeto o herramienta de acero. En cuanto a la data de la muerte, como usted apuntó, ha quedado establecida en torno a las dos de la madrugada. ¿Se da cuenta de lo que eso supone?

– Dígamelo usted.

– Que la baronesa fue asesinada dentro de la Casa de las Brujas.

Aquella conclusión tampoco estimuló la capacidad deductiva de la subinspectora. No sólo eso, sino que discrepó de tal tesis:

– No necesariamente, Horacio. Desde el momento en que Azucena se retiró a descansar a su dormitorio hasta la que ya podemos considerar hora oficial de su muerte, transcurrieron unos treinta minutos. En esa media hora en que estuvo sola, Azucena pudo salir del palacio por su propio pie o pudieron sacarla a la fuerza y asesinarla fuera.

Me tomé unos segundos para reflexionar y concedí:

– Eso facilitaría la explicación de otro dato que asimismo ha revelado la autopsia: en sus pulmones había restos de agua.

Esta vez, Martina sí pareció interesada.

– ¿En qué proporción?

– Lo ignoro.

– Solicite al Instituto Anatómico más información, hágame el favor.

– ¿Qué necesita saber?

Martina concretó:

– Si el agua es dulce o salada, en primer lugar. En segundo, durante cuánto tiempo permaneció sumergido el cuerpo. Y, en tercer lugar, si su inmersión en una corriente de agua o en el mar fue previa o posterior al golpe recibido en la cabeza.

Apunté los términos de la consulta y le pregunté a mi vez por sus pesquisas en el campo de golf.

– La noche era muy cerrada -dijo ella- y he tenido dificultades para establecer los movimientos del barón en el campo de golf, pero me ratifico en mis sospechas. Creo que Hugo de Láncaster no nos dijo toda la verdad.

– Lo imaginaba. Es culpable, está claro.

– Estoy de acuerdo con usted.

– ¡Me alegro de que haya cambiado de opinión! El asesino no podía ser otro.

– Yo no he dicho que el barón lo sea.

A veces, lo que desde fuera me parecían caprichosas obcecaciones suyas tenían la discutible virtud de poner a prueba mis nervios. Me eché atrás en la silla, exasperado.

– ¡No logro entenderla, Martina!

– No se impaciente, Horacio. Todo apunta a que el enigma al que nos enfrentamos no se va a resolver de hoy para mañana. Un mecanismo complejo y seguramente diabólico se ha puesto en marcha, y mi pensamiento, para solucionarlo, deberá de madurar paralelamente a su desarrollo. Precisaré de algún tiempo para llegar a conclusiones definitivas, pues hay elementos cuya naturaleza desconozco. Eso, unido al carácter extravagante del crimen, me hace temer que la muerte de Azucena de Láncaster no vaya a ser la única que tenga que lamentar el entorno de esa difícil familia.

Intenté sonsacarle alguna opinión más, pero la subinspectora se cerró en banda. Cambié de tema y le pregunté si había tenido tiempo de investigar en el circo.

– Lo dejaré para mañana. Es tarde y estoy cansada. Me propongo dormir unas cuantas horas y, en cuanto despierte, bajar a saborear ese desayuno a base de tostadas con nata que tanto apasionaba al barón.

– Que descanse, Martina. Yo seguiré un rato más al pie del cañón.

– Mi habitación dispone de número directo. Llámeme si se producen novedades.

Cumpliendo con ese compromiso, yo volvería a marcar el teléfono de La Corza Blanca seis horas después, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando en el caso Láncaster se hubo producido un nuevo giro.

27. Aparece el arma del crimen

Pasaban de las tres de la madrugada cuando decidí bajar al archivo para descansar un rato. Apoyé la cabeza en la mesa, con los brazos cruzados como almohada, y me dispuse a dar una buena cabezada. Y, verdaderamente, debí de conseguirlo, porque no recuperé la conciencia hasta pasadas las siete de la mañana, cuando desperté aturdido y sin saber muy bien dónde me hallaba.

Faltaba poco para el amanecer. Me lavé la cara, tomé otro café y regresé a la brigada de Información. Todavía no había llegado nadie.

Ocupé la hora siguiente en reordenar mis notas, consignando con la máxima precisión de que fui capaz cuanto Martina de Santo había hecho o dicho hasta el momento en relación con el caso Láncaster. Me movía el propósito de ir cotejando sus predicciones y análisis con la posterior evolución de los acontecimientos, a fin de evaluar hasta qué límites era capaz de llegar su raciocinio policial.

A esas alturas, yo estaba sobradamente convencido de hallarme ante un cerebro privilegiado. Algo, tal vez la misma fuerza que a ella le impulsaba a superarse, me estimulaba a estudiar sus mecanismos y carencias, a fin de incorporar los primeros a mis propios sistemas de trabajo y de ayudar a Martina a vencer las segundas.

A las ocho y catorce minutos me pasaron de centralita una llamada anónima. Pudo haberla atendido cualquiera de mis colegas que desde las ocho habían comenzado a fichar en la sección, pero me tocó a mí y me resultó excitante.

Era una voz ambigua. Estaba usando un simulador y se expresaba a base de distorsionados susurros. Con el corazón golpeándome dentro del pecho, escuché las tres frases que el enigmático comunicante había preparado y que seguramente leyó:

– Escúcheme con atención porque no lo repetiré. Hugo de Láncaster mató a su mujer. Busquen en el bosque, cerca del panteón, y encontrarán el arma.

– ¿Oiga? -grité-. ¿Quién es usted?

Se oyó un clic. Llamé a centralita para comprobar si habían grabado la llamada, pero lamentablemente no había sido así.

No tardé ni treinta segundos en volar al despacho de Buj.

El inspector acababa de llegar a Jefatura. Se había afeitado mal, haciéndose un feo corte justo encima de la nuez. Los párpados le pesaban, vencidos por el sueño. La noche anterior había regresado tarde a la ciudad, después de interrogar por segunda vez en la Casa de las Brujas a Hugo de Láncaster. Pese a algunas lagunas en sus afirmaciones, el juez le había denegado nuevamente la orden de detención y la prisión preventiva.

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