Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Informé a Buj de la llamada anónima. El Hipopótamo pegó un bote en la butaca y, de pronto, todo el mundo a su alrededor entró en acción.

Mientras el inspector impartía órdenes y mandaba localizar a la unidad de perros rastreadores, bajé a mi cubículo del archivo para llamar a Martina a La Corza Blanca y poner sobre aviso a la subinspectora. No había terminado de hablar con ella cuando Fernán vino a buscarme por orden directa del Hipopótamo, a fin de que volviera a conducirles de regreso a la Casa de las Brujas.

En esta ocasión, la caravana policial quedó integrada por cuatro coches patrulla que nos trasladaban a una docena de agentes. La unidad de perros rastreadores había sido requerida por la Guardia Civil para proceder a la búsqueda de aquella pantera huida del Circo Véneto, pero ambas operaciones eran complementarias y los cuidadores, según le habían asegurado al inspector, se nos unirían con los perros en la mansión Láncaster. Los perros sólo necesitarían una prenda de Azucena para encontrar lo que alguien, por medio de la anónima llamada a Jefatura, quería que encontrásemos.

La mañana era muy fría y el cielo de un azul cobalto. Con un placer que hacía tiempo no experimentaba apreté el acelerador y me lancé por la carretera de la costa.

Llevaba a mi lado a un malcarado Buj que a cada recta, como en los viejos tiempos, me exigía que pisara a fondo, de modo que acabé derrapando en las curvas perfiladas de hielo y obligando a los demás conductores a jugarse el tipo.

Ni siquiera al atravesar los minúsculos centros urbanos, que solían coincidir con las calles principales de aquellos pintorescos pueblos, respetamos las señales de limitación. Debía de ir a noventa por hora cuando rodeé la misma plaza de Ossio de Mar donde, en la mañana anterior, aquella florista ciega me había confundido al intentar orientarme. Al salir del pueblo me desvié hacia la sierra y, casi sacando chispas al pretil, hice derrapar las ruedas sobre la boca del Puente Medieval del río Turbión. Sólo aminoré al llegar al otro puente, el de los Ahogados, más estrecho, y luego a la pista de tierra, más angosta aún, que se adentraba en los espesos bosques.

Ya no nevaba, pero soplaba un viento polar y la nieve caía desde lo alto de las copas de los árboles en forma de lluvia de flores de cristal. Una niebla espesa rebajaba la altura del mundo y nuestras sirenas destellaban contra los fantasmales abetos.

En la Casa de las Brujas no estaba ninguno de los dos hermanos. Pablo de Abrantes, el primo, que nos recibió en la entrada principal, nos dijo que Lorenzo se había sumado a la batida que la Guardia Civil había organizado con un grupo de cazadores de Turbión para ir tras los pasos de la huidiza pantera. Respecto a Hugo, Anacleto, el mayordomo, nos informó de que había madrugado y salido muy temprano de la casa con su Fiat deportivo.

– ¿Adónde? -preguntó Buj, de pésimo humor, y maldiciendo por lo bajo al juez Vilanova.

– No lo dijo -repuso el sirviente.

– Despierte a la señora duquesa -le ordenó el inspector-, quiero hablar con ella.

– Mi tía no se encuentra bien -dijo Pablo-. Les rogaría que, en consideración a su salud…

El Hipopótamo apartó al primo con brusquedad y entró al vestíbulo de la mansión. Distribuyó a algunos de sus hombres, ordenándoles que registrasen hasta el último rincón en busca de Hugo de Láncaster y, seguido por otra media docena de agentes, salió en tromba hacia el jardín de la parte trasera. Allí, emparejados con sus cuidadores, que los sujetaban de sus correas, le esperaban los perros, dos pastores belgas. Sus negros pelajes relucían de humedad.

– ¿Dónde le dijeron que estaba el arma? -me preguntó Buj, rugiendo literalmente.

– Cerca del panteón -recordé.

Nos distribuimos alrededor de la capilla, en cuyos muros abundaban las gárgolas y motivos mitológicos que parecían inspirados en una Biblia negra. Partiendo de sus muros, fuimos abriendo el campo de búsqueda.

Una hora después, en pleno bosque, pero realmente muy cerca, a tan sólo unos cincuenta metros del panteón, apareció el arma del crimen. Uno de los perros la localizó en una pequeña hondonada tan tupida de vegetación que apenas entraba la luz del sol.

Se trataba de un palo de golf. Lo habían enterrado de forma apresurada, apenas a unos treinta o treinta y cinco centímetros de profundidad. Para ocultarlo se habían limitado, como toda precaución, a extender sobre la removida tierra unos cuantos puñados de hojas muertas.

El inspector examinó el palo. La pastilla de acero estaba manchada de barro, pero en la empuñadura de cuero se leían las iniciales H. M. L: Hugo María de Láncaster.

La caza del hombre, el deporte favorito de Buj, había comenzado.

28. Un disparo perdido

Texto. Buj regresó a la mansión Láncaster y tomó posesión del despacho octogonal de la duquesa. Cogió los papeles que había sobre el escritorio y los dejó en el suelo. Encendió un Bisonte, se arrellanó y, utilizando el teléfono dorado de doña Covadonga, fue previniendo a cuantas fuerzas, cuerpos y unidades de élite creyó oportuno movilizar para impedir que el barón pudiera escapar.

Media hora después, el subinspector Barbadillo entró sin aliento a ese mismo despacho para informar al inspector de que en la batida de cazadores desplegada en los bosques acababan de producirse novedades.

Por un lado, la pantera del Circo Véneto había sido finalmente descubierta y abatida a tiros. Por otro, y según acababa de referirles Jesús Rivas, el jardinero, quien formaba parte del grupo de escopetas, un cartuchazo perdido había alcanzado accidentalmente a Lorenzo de Láncaster. Agentes de la Guardia Civil se habían encargado de trasladarle, herido de levedad, a uno de sus vehículos y de ahí al hospital más próximo.

Nada más salir Barbadillo del despacho octogonal, a las once de la mañana de aquel 26 de diciembre de 1989, la duquesa de Láncaster se hizo conducir ante Buj. Elisa, su secretaria, empujaba la silla de ruedas.

Mortalmente pálida, doña Covadonga exigió al inspector que abandonase de inmediato su casa.

– Desde que ha llegado usted, sólo he recibido disgustos. No es de mi estilo expresarme así, pero su comportamiento me parece intolerable. No quiero que sus hombres sigan molestando a mis empleados. No quiero que se siente usted en mi butaca, que utilice mi mesa, llame con mi teléfono, suelte a sus perros por mi jardín. Mis hijos son inocentes de toda acusación y uno de ellos acaba de resultar herido. ¡Pienso hablar con el gobernador! ¡Voy a resistirme con todas mis fuerzas a que, con su mala educación y sus peores intenciones, siga usted arruinando el orden y la paz de mi existencia!

Buj se había puesto en pie delante de la talla de la Virgen de Covadonga. La propia efigie parecía recriminar su presencia.

– Siento ocasionarle tantas molestias, señora duquesa, pero me enfrento a un homicidio y una de mis primeras obligaciones consiste en investigar si alguno de los residentes en el palacio, ya sean empleados suyos o miembros de su familia, tiene responsabilidad en la muerte de su nuera.

La ira hizo que Covadonga Narváez reuniese el suficiente vigor como para, apoyando las manos en los reposabrazos de su silla de ruedas, incorporar medio cuerpo. Que temblaba de pies a cabeza cuando gritó:

– ¡Fuera!

El inspector se fue de la Casa de las Brujas, pero directamente a solicitar una orden de busca y captura contra Hugo de Láncaster.

29. Juicio y condena

Pasaron las fiestas navideñas y el barón no apareció. La policía de medio país iba tras sus pasos, pero era como si se lo hubiese tragado la tierra.

El Hipopótamo había podido averiguar que, el mismo día 26 de diciembre, Hugo de Láncaster había atravesado la frontera francesa, por Hendaya, con su Fiat deportivo. A partir de ahí, su pista se esfumaba. Por otra parte, la vida de su hermano Lorenzo no llegó a correr peligro. Como consecuencia del disparo que había recibido en un hombro tuvo que ser intervenido quirúrgicamente. Le fue diagnosticada una lenta pero favorable recuperación.

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