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Harlan Coben: Por siempre jamás

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Harlan Coben Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada. El principal sospechoso es Ken. Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece. Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Aguardamos dando vueltas despacio por la casa; no tenía ganas de beber nada. En un rincón de la sala había una rueca. El tictac del viejo reloj de pared sonaba con fuerza incongruente. Mi padre se sentó al fin y Melissa se me acercó, me miró con su gesto de hermana mayor y murmuró:

– ¿Por qué será que parece que esta pesadilla no vaya a acabar de una vez por todas?

No quise considerar siquiera su comentario.

Cinco minutos después oímos el motor de un coche.

Nos acercamos rápido a la ventana. Aparté el visillo y miré afuera. Ya había oscurecido y apenas podía ver. El coche era un Honda Accord gris, absolutamente común. El corazón me dio un vuelco. Deseaba echar a correr, pero me quedé donde estaba.

El coche se detuvo. Durante unos segundos, puntuados por el maldito reloj de pared, no sucedió nada. Luego se abrió la puerta del conductor y yo sujeté con tal fuerza el visillo que casi lo arranco. Vi un pie que pisaba el suelo y un hombre que bajaba del Honda.

Era Ken.

Me sonrió con aquella sonrisa suya de confianza y despreocupación y no pude más. Era lo que necesitaba. Lancé un grito de alegría y corrí hacia la puerta. La abrí y vi que Ken llegaba a la carrera hacia mí. Cruzó el umbral y se me echó encima como blocando en un partido de rugby y los años se esfumaron en un soplo mientras rodábamos por la alfombra, yo lanzando risitas como si tuviera siete años y él riendo también.

El resto lo vi como en un éxtasis borroso, entre lágrimas. Papá lo abrazó y después Melissa. Ahora lo veo como en ráfagas confusas: Ken abrazando a mi padre; papá cogiéndolo del cuello y besándolo en la frente suavemente, con los ojos cerrados y lágrimas en las mejillas; Ken levantando a Melissa en el aire y dándole vueltas; Melissa llorando y propinándole palmadas como para asegurarse de que era real.

Once años.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, abrazándonos en un delirio maravilloso y confuso. Por fin nos calmamos y nos sentamos en el sofá. Ken se puso a mi lado y de vez en cuando me hacía una llave en el cuello y me daba capones; nunca pensé que sentiría semejante delicia al recibir un golpe en la cabeza.

– Te has enfrentado a El Espectro y has sobrevivido -dijo Ken con mi cabeza bajo su axila-. Me parece que ya no necesitas que yo te defienda.

– Sí que lo necesito -repliqué suplicante zafándome de él.

Se hizo de noche y salimos a dar un paseo. La brisa nocturna era muy agradable. Ken y yo encabezamos la marcha seguidos por mi padre y Melissa unos diez metros más atrás, como si hubieran imaginado que era lo que nosotros deseábamos. Ken me pasó el brazo por los hombros. Recordé aquel año en que fuimos al campamento y cuando en un partido cometí una falta que hizo perder al equipo y mis compañeros comenzaron a pincharme; fue una cosa normal en un campamento juvenil. Aquel día, Ken me llevó a dar un paseo y también me pasó el brazo por los hombros.

Volví a sentir el mismo bienestar.

Ken empezó a contarme su historia. A grandes rasgos coincidía con lo que yo había averiguado: había delinquido y a continuación llegó a un acuerdo con los federales pero McGuane y Asselta lo descubrieron.

Soslayó la pregunta de por qué había vuelto a casa aquella noche y, sobre todo, por qué había ido a casa a ver a Julie, pero yo estaba harto de engaños. Así que le pregunté llanamente:

– ¿Por qué regresasteis Julie y tú?

Ken sacó un paquete de cigarrillos.

– ¿Ahora fumas? -comenté.

– Sí, pero voy a dejarlo -dijo mirándome-. Julie y yo pensamos que era un buen sitio para vernos.

Recordé lo que había dicho Katy: Julie, igual que Ken, hacía más de un año que no iba por Livingston. Aguardé a que continuase, pero él siguió mirándome sin encender el cigarrillo.

– Perdóname -dijo.

– No pasa nada.

– Sé que seguías enamorado de ella, Will, pero yo en aquella época me drogaba y era un desastre. O quizá no fuese eso, sino tal vez simple egoísmo; no lo sé.

– No tiene importancia -dije; y la verdad es que lo sentía así-, pero lo que no acabo de entender es qué tenía Julie que ver en la historia.

– Ella me ayudaba.

– ¿De qué manera?

Ken encendió el cigarrillo y vi sus facciones: unos rasgos ahora cincelados y curtidos que lo hacían aún más atractivo. Conservaba aquellos ojos de hielo.

– Ella y Sheila tenían un apartamento cerca de Haverton y eran amigas. -Se detuvo y meneó la cabeza-. Mira, Julie se enganchó en la droga por mi culpa; cuando Sheila fue a Haverton, yo se la presenté; ella se introdujo en el ambiente y comenzó a trabajar para McGuane.

– ¿Vendiendo droga? -pregunté.

Él asintió con la cabeza.

– Pero cuando me atraparon los federales y acepté volver, necesitaba un amigo, un cómplice que me ayudara a destruir a McGuane. Al principio nos aterraba el plan, pero comprendimos que era una salida, la manera de redimirnos, de salir de todo aquello, ¿me explico?

– Creo que sí.

– Bien, a mí me tenían muy vigilado pero a Julie no, porque no había razón para que sospecharan de ella. Julie me ayudó a sacar a escondidas documentación comprometedora que pensábamos entregar al FBI para acabar de una vez.

– Lo que no entiendo -dije- es por qué la guardabais vosotros. ¿Por qué no la entregabais a los federales a medida que la obteníais?

– ¿Has hablado con Pistillo? -preguntó Ken sonriente.

Asentí con la cabeza.

– Tienes que comprender una cosa, Will. No es que yo diga que todos los policías sean corruptos ni mucho menos, pero los hay que sí. Uno de ellos le dio el soplo a McGuane de que estaba en Nuevo México. Pero además los hay, como Pistillo, jodidamente ambiciosos. Necesitaba tener algo para negociar. No podía arriesgarme por las buenas, y tenía que lograr un acuerdo según mis propios términos.

Pensé que tenía su lógica.

– Y fue cuando El Espectro descubrió dónde estabas.

– Sí.

– ¿Cómo?

Llegamos hasta un poste de la valla. Ken apoyó el pie mientras yo miraba hacia atrás para comprobar que mi padre y Melissa se mantenían a distancia.

– No lo sé, Will. Debió de ser porque advirtieron que Julie y yo estábamos asustados. Vete a saber. En cualquier caso, ya habíamos* recopilado casi toda la información y pensé que podíamos volver libres a casa. Estábamos en el sótano, en aquel sofá, y comenzamos a besarnos… -añadió, volviendo a desviar la mirada.

– ¿Y qué?

– De pronto sentí que una cuerda me oprimía el cuello -respondió dando una larga calada-. Yo estaba encima de ella y El Espectro había entrado en el sótano sin que lo viéramos. Noté que me faltaba el aire. Me estaba estrangulando. Apretó fuerte. Pensé que me cortaría la garganta. No recuerdo bien qué sucedió después; creo que Julie lo golpeó, yo logré soltarme y mientras él le pegaba en la cara yo retrocedí. A continuación, sacó una pistola, disparó y me alcanzó en el hombro -dijo cerrando los ojos-. Y yo eché a correr. Qué vergüenza. Eché a correr…

La noche nos envolvía, se oía el canto suave de los grillos y Ken siguió fumando. Sabía lo que estaba pensando: «Eché a correr y él la mató».

– No es culpa tuya -dije-. Tenía una pistola.

– Sí, claro -asintió no muy convencido-. Te puedes imaginar lo que sucedió después. Volví corriendo con Sheila, cogimos a Carly y, como tenía dinero guardado de cuando trabajaba con McGuane, huimos figurándonos que él y Asselta nos perseguirían. Unos días después, cuando aparecí en los periódicos como sospechoso del asesinato de Julie, comprendí que no sólo huía de McGuane sino de todo el mundo.

Le pregunté lo que desde el principio me quemaba los labios.

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