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Harlan Coben: Por siempre jamás

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Harlan Coben Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada. El principal sospechoso es Ken. Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece. Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– ¿Quién habla aquí de motivos?

Katy cerró los ojos. No insistí. Estaba agravando la situación. Miré el reloj y vi que quedaban dos horas. El patio era el lugar de reunión de los porreros del colegio Heritage al final de una jornada de diversión; estaba a unos cinco kilómetros de allí y sabía por qué lo había elegido. Era un lugar cerrado fácil de controlar, sobre todo en verano, en el que una vez dentro había pocas posibilidades de escapar con vida.

El móvil del Espectro sonó. Bajó la vista como si no hubiera oído nunca aquel pitido y por primera vez vi en su rostro un gesto de contrariedad. Me puse en tensión sin atreverme a coger el vidrio. Todavía no. Pero estaba preparado.

El Espectro pulsó el botón y acercó el aparato al oído.

– Diga.

Escuchó. Estudié aquel rostro blanquecino; escuchaba sin alterarse, pero algo sucedía. Parpadeaba más. Miraba el reloj. Estuvo casi dos minutos sin decir nada.

– Voy para allá -dijo al fin.

Se levantó, vino hacia mí, se inclinó y me susurró al oído:

– Si te mueves de esta silla me suplicarás que la mate. ¿Entiendes?

Asentí con la cabeza.

El Espectro salió y cerró la puerta. Había poca luz. El sol comenzaba a declinar y la arboleda no dejaba pasar sus rayos. Como en la parte delantera la caseta no tenía ventanas, era imposible ver lo que hacían.

– ¿Qué sucede? -susurró Katy.

Crucé mis labios con un dedo y presté oído. Sonó un motor y oí que arrancaba el coche. Pensé en la advertencia de que no me moviera de la silla y en que a El Espectro no se le desobedecía, pero de todos modos iba a matarnos. Me incliné sin prestar atención y dejé caer la silla. No fue un movimiento precisamente delicado. Más bien nervioso.

Miré a Katy y le hice señas para que callara. Ella asintió con la cabeza.

Me agaché cuanto pude y me acerqué con cautela a la puerta. Lo habría hecho arrastrándome sobre el vientre estilo comando pero no me atreví por los trozos de vidrio; avancé despacio con cuidado de no cortarme y, cuando llegué a la puerta, acerqué los ojos a las planchas del suelo y miré por una rendija. Vi que el coche se alejaba; cambié de postura para ver mejor, pero era imposible. Me senté y arrimé el ojo a una pequeña rendija de la pared que no me permitía ver muy bien. Me erguí un poco y entonces lo vi.

El chófer.

Pero ¿dónde estaba El Espectro?

Calculé rápidamente: dos hombres, un coche; si el coche se va sólo puede quedar uno. Pura aritmética. Me volví hacia Katy.

– Se ha marchado -dije.

– ¿Qué?

– El Espectro se ha marchado y está el chófer solo.

Volví a mi silla y cogí el vidrio roto. Pisando con cuidado para no hacer ruido, temeroso de que mis movimientos hicieran tambalearse la estructura, llegué hasta detrás de la silla de Katy y comencé a cortar la cuerda.

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró ella.

– Tú sabes cómo salir de aquí -dije-. Vamos a escapar.

– Está oscureciendo.

– Precisamente es el momento.

– El otro puede estar armado -dijo ella.

– Probablemente, pero ¿qué prefieres, esperar a que vuelva El Espectro?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y tú cómo sabes que no va a volver ahora mismo?

– No lo sé -respondí cortando las cuerdas. Estaba libre. Se restregó las muñecas-. ¿Lista?

Me miró y yo pensé que era quizá la misma actitud con que yo miraba a Ken, aquella mezcla de esperanza, admiración y confianza. Yo procuraba hacerme el valiente, pero nunca se me dio bien jugar al héroe. Katy asintió con la cabeza.

Había una ventana en la parte de atrás y mi plan era abrirla, salir descolgándonos por la estructura y escapar a través del bosque; procuraríamos hacer el menor ruido posible, pero si el chófer nos oía echaríamos a correr. Contaba con el hecho de que o no estuviera armado o, si lo estaba, no nos hiriera gravemente, pues habrían pensado que Ken adoptaría sus precauciones. Les interesaba mantenernos vivos para hacerlo caer en la trampa.

O quizá no.

La ventana estaba atascada. Tiré y empujé con fuerza. Nada. La habían pintado hacía un millón de años. Era imposible abrirla.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Katy.

Acorralado. Me sentía como un ratón acorralado. La miré y pensé en lo que había dicho El Espectro de que yo no había protegido a Julie. No volvería a suceder con Katy.

– Sólo hay un modo de salir -dije mirando hacia la puerta.

– Nos verá.

– A lo mejor no.

Arrimé el ojo a la rendija; la luz era más escasa, comenzaban a acentuarse las sombras. Vi que el chófer se había sentado en un tocón. Le delataba la lumbre del cigarrillo, una señal en la oscuridad.

Estaba de espaldas.

Me guardé el trozo de vidrio en el bolsillo y, haciendo una señal a Katy para que se agachara, yo giré despacio. La puerta crujió al abrirse. Agarré el pomo. Me quedé quieto y miré afuera. El chófer seguía de espaldas. Tenía que arriesgarme. Empujé algo más la puerta. El crujido era más leve. Abrí la puerta treinta centímetros. Suficiente para pasar.

Katy me miró. Yo asentí con la cabeza. Se escurrió a través de la puerta y me agaché siguiendo sus pasos. Estábamos fuera tumbados en la plataforma. Perfectamente visibles. Cerré la puerta.

El chófer seguía de espaldas.

Bien, ahora sólo faltaba bajar de allí. Por la escalerilla no podíamos hacerlo porque nos vería. Hice un gesto a Katy para que me siguiera a rastras hasta el borde; no fue difícil porque era una plataforma de aluminio. No había fricción ni astillas sueltas.

Alcanzamos el extremo de la caseta. Al llegar a la esquina oí un ruido parecido a un gruñido. En ese momento, algo se desprendió. Me quedé helado. Una viga había cedido e hizo temblar la estructura.

– ¿Qué diablos…? -exclamó el chófer.

Nos aplastamos contra el suelo. Apreté a Katy contra mí junto a la caseta, que nos tapaba. El chófer no nos podía ver, pero había oído el ruido. Miró hacia arriba y, al ver la puerta cerrada y la plataforma vacía, gritó:

– ¿Puede saberse qué diablos hacéis?

Contuvimos la respiración. Oí pisadas sobre la hojarasca. Me lo esperaba y tenía previsto un plan. Contuve la respiración mientras él gritaba de nuevo:

– ¿Qué diablos hacéis…?

– Nada -contesté arrimando la boca a la pared de la caseta, contando con que sonase amortiguada como si saliera del interior. No tenía más remedio que arriesgarme. Si no contestaba, subiría a echar un vistazo-. Esta caseta es una mierda -dije-. No para de moverse.

Silencio.

Seguimos conteniendo la respiración, los dos muy juntos. Noté que Katy temblaba y le di una palmadita en la espalda para tranquilizarla. Todo iría bien. Seguro, todo iba bien. Presté oído por si captaba ruido de pisadas del chófer. No oí nada. La miré y le indiqué con los ojos que se arrastrara hasta la parte de atrás. Ella dudó un instante y al final se puso en marcha.

Mi plan consistía en descolgarnos por uno de los postes traseros. Ella bajaría primero. Si el chófer la oía, lo que parecía probable, tenía pensado otro plan.

Le señalé el sitio y ella, muy decidida, asintió con la cabeza y seacercó al poste. Sacó medio cuerpo afuera y se agarró a él como un bombero; la plataforma dio una sacudida y vi desesperado que se bamboleaba y volvía a crujir, esta vez más fuerte. Advertí que saltaba un tornillo.

– ¿Qué diablos…?

Esta vez, el chófer no se molestó en gritar. Oí cómo se acercaba mientras Katy me miraba aún agarrada al poste.

– ¡Salta al suelo y echa a correr! -grité.

Se deslizó y llegó abajo. No era mucha altura y desde tierra se quedó mirándome, esperando.

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