Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– ¿Qué?

Negó con la cabeza.

– El trato es el siguiente: si entrega lo que tiene y promete desaparecer, todos contentos.

Sabía que era mentira. Mataría a Ken. Y nos mataría a nosotros. De eso no tenía la menor duda.

– ¿Y si no te creo?

Pasó el lazo por el cuello de Katy y ella lanzó un quejido mientras él sonreía mirándome.

– ¿De verdad importa?

Tragué saliva.

– Supongo que no.

– ¿Supones?

– Colaboraré.

Soltó el lazo y lo dejó colgando del cuello de Katy a modo de siniestro collar.

– No lo toques -añadió-. Nos queda una hora, Will. No dejes de mirar su cuello. E imagina.

54

Habían pillado a McGuane desprevenido.

Vio cómo entraban en tromba los agentes del FBI. No lo había previsto. Claro, Joshua Ford era una persona importante y su desaparición habría causado revuelo a pesar de que lo habían obligado a llamar a casa para avisar a su esposa de que acababa de recibir una llamada para atender un «asunto delicado» fuera de la ciudad. Pero ¿aquella irrupción? Parecía excesiva.

No importaba. McGuane siempre estaba preparado. Habían limpiado la sangre con un nuevo producto peróxido y aunque utilizaran un microscopio no descubrirían nada. Habían eliminado pelos y fibras e, incluso si quedaba alguna brizna, no habría problema. Admitiría que Ford y Cromwell habían estado allí pero que después se fueron. Podía probarlo de sobra porque el personal de seguridad ya había cambiado la cinta de vídeo auténtica por la manipulada digitalmente en la que se veía a Ford y a Cromwell saliendo del edificio por su propio pie.

McGuane pulsó un botón que automáticamente borraba y re-formateaba los archivos del ordenador. Allí no descubrirían nada porque periódicamente hacía una copia de seguridad por correo electrónico. Cada hora, el ordenador enviaba el mensaje a una cuenta secreta que sólo él conocía y de la que podía retirar los datos en cualquier momento.

Se levantó y se recolocó la corbata en el momento en que Pistillo irrumpía en el despacho con Claudia Fisher y otros dos agentes, apuntándolo con una pistola.

McGuane abrió los brazos tranquilamente. No hay que dejar que vean que tienes miedo.

– Qué agradable sorpresa -dijo.

– ¿Dónde están? -vociferó Pistillo.

– ¿Quiénes?

– Joshua Ford y el agente especial Raymond Cromwell.

McGuane permaneció impasible. Ahora lo entendía.

– ¿Quiere decir que el señor Cromwell es agente federal?

– Eso es -replicó Pistillo-. ¿Dónde está?

– En ese caso presentaré querella.

– ¿Cómo?

– El agente Cromwell se presentó como abogado -prosiguió McGuane con voz serena-. Yo lo creí y le di mi confianza convencido de que preservaría la confidencialidad abogado-cliente, y ahora me dice usted que es un agente secreto. Quiero asegurarme de que no hay nada que pueda ser usado en contra mía.

– ¿Dónde está, McGuane? -replicó Pistillo con el rostro congestionado.

– No tengo la menor idea. Se marchó con el señor Ford.

– ¿Qué clase de negocios tenía con él?

McGuane sonrió.

– Pistillo, sabe perfectamente que la reunión que hemos celebrado queda amparada bajo la confidencialidad abogado-cliente.

Pistillo ansiaba con toda su alma apretar el gatillo, apuntó al centro del rostro de McGuane, pero éste lo miraba impasible, y bajó la pistola.

– Comiencen a registrar -ordenó a los agentes a voz en grito-. Todo; de arriba abajo. Y a él, deténganlo.

McGuane se dejó esposar. No les diría lo de la cinta de vigilancia: que la encontrasen ellos y así la sorpresa sería mayor. De todos modos, mientras salía escoltado por los agentes pensó que aquello no le convenía. No le faltaba audacia, ni era el primer agente federal a quien mataba, pero no pudo evitar el pensar si no se habría dejado algún cabo suelto que al fin resultara un error crucial que le hiciera perderlo todo.

55

El Espectro salió de la caseta y bajó al bosque dejándonos a solas. Me senté en la silla y miré el lazo en el cuello de Katy. Ciertamente, ejercía el efecto deseado. Colaboraría. No me arriesgaría a que apretara con la cuerda el cuello de la espantada joven.

– Nos va a matar -dijo ella mirándome.

De eso no había duda pero yo, naturalmente, lo negué y le dije que todo iría bien, que encontraríamos una solución, aunque creo que no logré mitigar su preocupación. No era de extrañar. La garganta ya casi no me dolía, pero sí el hígado después del puñetazo. Eché un vistazo a la caseta.

Piensa, Will, y deprisa.

Sabía lo que iba a pasar. El Espectro me obligaría a convenir una cita. Cuando Ken se presentara nos mataría a todos. Lo pensé e intenté discurrir alguna manera de prevenir a mi hermano, tal vez mediante algún tipo de código; nuestra única esperanza era que Ken se oliera la trampa y los sorprendiera. Pero no podía confiar plenamente en eso, tenía que buscar una salida, la que fuese, incluso si ello implicaba sacrificarme por salvar a Katy. Seguro que se produciría algún fallo, algún error por parte de El Espectro. Debía estar alerta para aprovecharlo.

– Sé dónde estamos -musitó Katy.

– ¿Dónde? -pregunté volviéndome hacia ella.

– En la reserva de humedales de South Orange -respondió-. Veníamos aquí a beber. Estamos cerca de la carretera de Hobart Gap.

– ¿A qué distancia? -pregunté.

– A kilómetro y medio, seguramente.

– ¿Sabrías llegar a ella? Es decir, si nos escapamos, ¿sabrías encontrar el camino?

– Creo que sí -contestó ella-. Sí, sí que sabría -añadió asintiendo con la cabeza.

Estupendo. Eso era algo. No mucho pero, en principio, servía. Miré desde la puerta y vi al chófer recostado en el coche. El Espectro estaba con las manos a la espalda levantándose de puntillas distraídamente con la cabeza echada hacia atrás como mirando a los pájaros. El chófer encendió un cigarrillo. El Espectro no se movió.

Miré en el suelo y no tardé en encontrar lo que buscaba: un buen trozo de cristal. Volví a mirar furtivamente por la puerta, vi que ninguno de los dos observaba y me acerqué con cautela a la silla de Katy.

– ¿Qué haces? -musitó ella.

– Voy a cortar las cuerdas.

– ¿Estás loco? Si te ve…

– Tenemos que intentar algo -dije.

– Pero… -No acabó de decir la frase-. Aunque cortes las cuerdas, luego ¿qué? -añadió.

– No lo sé, pero tú estate alerta por si surge la ocasión de escapar y podemos aprovecharla.

Acerqué el vidrio roto a la cuerda y comencé a rozarla; me costaba pero poco a poco se rompía; aceleré el movimiento y vi que cedían más fibras.

Casi había cortado la mitad cuando noté que la plataforma vibraba; me quedé quieto: subían por la escalerilla. Katy profirió como un gemido y yo me aparté de la silla para ir a sentarme en la mía justo en el momento en que reaparecía El Espectro y me miraba.

– Estás sin resuello, Will, muchacho.

Dejé disimuladamente el vidrio en la parte de atrás del asiento, casi bajo mis nalgas. El Espectro frunció el ceño y yo seguí callado sintiendo cómo se me aceleraba el pulso. Él miró hacia Katy, quien con gran acopio de valor, desafiante, le sostuvo la mirada. Me admiraba lo valiente que era, pero al mirarla allí atada volví a sentir pavor: la cuerda medio rota estaba a la vista.

El Espectro entrecerró los ojos.

– Bueno, acabemos de una vez -dije yo.

Mi observación bastó para distraerlo. Se volvió hacia mí mientras Katy ocultaba como podía el cabo de la cuerda. No mucho si a él se le ocurría mirar atentamente. El Espectro hizo una pausa antes de acercarse al portátil. Durante un segundo -el más breve segundo- me dio la espalda.

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