– Sí.
Todo coincidía.
– ¿Desde un teléfono público de Nuevo México?
– Sí.
Debía de ser la primera llamada desde Nuevo México a mi apartamento a que se refería Pistillo.
– ¿Y después qué sucedió?
– Que todo empezó a ir mal -respondió ella-. Ken me llamó enloquecido para avisarme que los habían descubierto. Él y Carly estaban fuera de casa cuando irrumpieron dos hombres. Torturaron a Sheila para averiguar dónde había ido. Ken los sorprendió a su regreso y los mató, pero Sheila estaba muy malherida; me llamó para decirme que tenían que huir y prevenirme de que la policía encontraría huellas de Sheila y que McGuane y los suyos se enterarían también de que Sheila Rogers estaba con él.
– Y todos la buscarían -dije.
– Sí.
– Y como tú tenías su identidad era necesario que desaparecieras.
– Yo quería decírtelo, pero Ken insistió en que correrías menos peligro si no sabías nada, y me recordó además que había que tener en cuenta a Carly. Esa gente había torturado y matado a su madre y yo no me habría perdonado nunca que a la niña le sucediera algo.
– ¿Cuántos años tiene?
– Pronto cumplirá doce.
– Así que nació antes de que Ken huyera.
– Tengo entendido que tenía seis meses.
Otro tema delicado: Ken tenía una hija y no me había dicho nada.
– ¿Por qué guardaba en secreto que era padre de una niña?
– No lo sé.
Hasta aquel momento, todo me había parecido lógico, pero no acababa de entender de qué modo encajaba Carly en la historia. Recapacité: seis meses antes de la desaparición de Ken, ¿qué era de su vida? Era la época en que el FBI lo acosaba. ¿Tendría relación con ello? ¿Tenía Ken miedo de que sus actos repercutieran en contra de su hijita? Sí, era lógico.
Pero me faltaba un eslabón.
Iba a hacer una pregunta para obtener más detalles cuando chirrió el móvil. Probablemente sería Cuadrados. Miré el número y no era él, pero lo reconocí al instante: Katy Miller. Pulsé el botón y me llevé el aparato al oído.
– ¿Katy?
– Oooh, no, lo siento, se equivoca. Pruebe otra vez, por favor.
El miedo volvió a invadirme. Dios santo: El Espectro. Cerré los ojos.
– Si le haces daño, soy capaz de…
– Vamos, vamos, Will -me interrumpió él-, a ti no te van las amenazas vanas.
– ¿Qué quieres?
– Tenemos que hablar, muchacho.
– ¿Dónde está Katy?
– ¿Quién? Ah, sí, Katy. Aquí la tengo.
– Quiero hablar con ella.
– ¿No me crees, Will? Me ofendes.
– Quiero hablar con ella -insistí.
– ¿Quieres una prueba de que está viva?
– Algo parecido.
– Vamos a ver -añadió El Espectro con su murmullo sedoso-, puedo hacerla gritar para que tú lo oigas. ¿Te sirve?
Cerré los ojos otra vez.
– ¿No dices nada, Will?
– No, eso no.
– ¿De verdad? No sería un problema. Un grito agudo, escalofriante. ¿Qué me dices?
– Por favor, no le hagas daño -repliqué-. Ella no tiene nada que ver en esto.
– ¿Dónde estás?
– En el sur de Park Avenue.
– Sé más concreto.
Le dije que me encontraba dos manzanas más allá de donde estábamos.
– Un coche te recogerá dentro de cinco minutos. Sube. ¿Entiendes?
– Sí.
– Oye, Will.
– ¿Qué?
– No llames a ningún sitio ni le digas nada a nadie. Katy Miller ya tiene lesionado el cuello de un encuentro previo y no quiero ni contarle lo tentador que resultaría ponerlo a prueba. -Hizo una pausa y susurró-: ¿Me escuchas, viejo vecino?
– Sí.
– Tranquilo entonces, esto acabará pronto.
Claudia Fisher irrumpió en el despacho de Joe Pistillo.
– ¿Qué sucede? -preguntó Pistillo levantando la cabeza.
– Raymond Cromwell no ha comunicado.
Cromwell era el agente secreto que habían asignado a Joshua Ford, el abogado de Ken Klein.
– ¿No llevaba transmisor?
– Fueron a una entrevista con McGuane y allí no podía llevar micrófono oculto.
– ¿Y no se le ha vuelto a ver desde entonces?
– Ni a Ford tampoco. Han desaparecido los dos.
– Dios mío.
– ¿Qué hacemos?
Pistillo ya se había puesto en pie.
– Reúna a todos los agentes que pueda y vamos ahora mismo a la oficina de McGuane.
Dejar sola de aquel modo a Nora -ya me había acostumbrado al nombre- era descorazonador, pero ¿qué podía hacer? Pensar que Katy estaba en manos de aquel psicópata sádico me atormentaba. Recordé la impotencia que sentí al verme esposado a la cama mientras él la agredía y cerré los ojos para exorcizar la escena.
Nora quiso impedir que fuera, pero lo comprendió. Tenía que hacerlo. Nos despedimos con un beso lánguido inenarrable. Al romper el abrazo vi lágrimas en sus ojos.
– Vuelve a mí -dijo.
Dije que lo haría y salí del local.
Era un Ford Taurus negro de ventanillas ahumadas. No había nada en el coche aparte del chófer. No lo conocía. Me tendió un protector para los ojos como los que dan en los aviones durante el vuelo y me dijo que me lo pusiera y me tumbase en el asiento trasero. Así lo hice. Puso el coche en marcha y arrancó. Me dispuse a pensar: ahora sabía ya muchas cosas. No todo. No lo suficiente. Pero bastante. Estaba casi razonablemente convencido de que El Espectro tenía razón: aquello tocaba a su fin.
Por mi mente discurrió todo como una película y el resumen prácticamente definitivo era que once años atrás Ken se implicó en algo ilegal con sus antiguos amigos McGuane y El Espectro. Eso estaba claro: Ken había delinquido. A mí me habría podido parecer un héroe, pero no podía prescindir del comentario de mi hermana Melissa sobre cómo a él le atraía la violencia. Podía alegarse como eximente que le gustaba la acción, el riesgo. Pero eso eran puros matices.
En algún momento lo habían detenido, y llegó a un acuerdo para ayudar a desenmascarar a McGuane. Había arriesgado su vida actuando como agente secreto con un micrófono oculto, pero McGuane y El Espectro lo descubrieron. Ken huyó. Volvió a casa, aunque yo no acababa de entender ese regreso ni tampoco el modo en que Julie encajaba en la historia. En cualquier caso, ella también llevaba un año fuera de casa. ¿Habría regresado por pura casualidad? ¿O simplemente iba detrás de Ken porque era su amante o quizá su proveedor de droga? ¿Le seguía a ella los pasos El Espectro convencido de que lo conduciría a Ken?
Eran datos que ignoraba de momento.
En cualquier caso, El Espectro dio con ellos, probablemente en un momento delicado. Los atacó. Ken resultó herido pero logró escapar. Julie no tuvo esa suerte. El Espectro quería presionar a Ken, de modo que fingió que el asesinato había sido obra suya. Ken, temiendo ser asesinado o algo peor, huyó. Con su novia, Sheila Rogers, y con su hija Carly. Los tres desaparecieron.
Noté que disminuía la luz, ya escasa con el protector, y oí sonido de ruedas apagado: acabábamos de entrar en un túnel. Quizá fuese el de Midtown, pero me imaginé que era el de Lincoln en dirección a Nueva Jersey. Pensé en Pistillo y su papel en aquel asunto: para él se trataba del clásico proverbio de que el fin justifica los medios. Aunque en determinadas circunstancias él fuera hombre de principios, este caso era algo personal. Sí, no era difícil entender su punto de vista: Ken era un criminal; habían llegado a un acuerdo que él, por el motivo que fuese, había roto con su huida, y Pistillo se consideraba con derecho a perseguirlo sin tregua y con los medios que fuese.
Pasan los años, Ken y Sheila permanecen juntos. La niña, Carly, se ha hecho mayor. De pronto, un día lo capturan y lo traen a Estados Unidos y supuestamente le imputan el asesinato de Julie Miller. Pero las autoridades siempre han sabido la verdad. No lo quieren por eso. Quieren la cabeza del dragón, McGuane. Y Ken aún puede traérsela.
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