Pero aquel hombre parecía una estatua de piedra mirándome. Parpadeé con fuerza. Seguía allí. Le di la espalda y me volví a mirar. Seguía inmóvil. Pero había algo más.
Algo en él me resultaba familiar.
No quise darle mayor importancia; nos separaba una distancia considerable, era de noche y yo no veo muy bien y menos con luz artificial, pero se me erizaron los pelos de la nuca como a un animal que intuye el peligro.
Opté por seguir mirándolo a ver cómo reaccionaba, pero ni se inmutó. Perdí la noción del tiempo que estuvimos así, pero noté que se me helaban las puntas de los dedos, aunque al mismo tiempo sentí crecer en mí una fuerza interior y no aparté la vista de él. El rostro sin rasgos tampoco la apartó.
Sonó el teléfono.
Al fin aparté la mirada de él y vi que mi reloj marcaba casi las once. Era tarde para llamar. Entré sin volver la cabeza y cogí el receptor.
– ¿Dormías? -dijo la voz de Cuadrados.
– No.
– ¿Damos una vuelta en coche? Aquella noche, él se encargaba de la furgoneta.
– ¿Te has enterado de algo?
– Nos vemos en el estudio dentro de media hora.
Colgó. Yo volví a la terraza, miré hacia la calle y el hombre ya no estaba.
La escuela de yoga se llamaba Cuadrados. Yo, naturalmente, le tomaba el pelo. Cuadrados se había convertido en un sinónimo de Cher o Fabio. La escuela, el estudio o como quiera llamarse, tenía su sede en un edificio de seis pisos en University Place cerca de Union Square y tuvo unos orígenes modestos, anónimos, hasta que una famosa, una estrella del pop muy conocida, «descubrió» a Cuadrados. Se lo contó a sus amistades y unos meses después apareció un artículo en Cosmopolitan y después otro en Elle. Luego, en un momento dado, una empresa importante de información comercial propuso a Cuadrados grabar un vídeo y él, firme partidario de la mercadotecnia, no se hizo de rogar y fue así como nació el Cuadrado Yoga Corporation, marca registrada. El día de la grabación del vídeo, Cuadrados incluso se afeitó.
El resto era historia.
De un día para otro pronto no hubo en Manhattan y aledaños un solo acontecimiento social que se preciara que no contara con la presencia del gurú de moda en mantenimiento físico. Cuadrados rehusaba casi todas las invitaciones pero aprendió pronto a establecer contactos. Casi no le quedó tiempo para dar clases. En la actualidad, si uno quiere seguir un cursillo en su escuela, aunque sean los impartidos por alguno de sus discípulos más jóvenes, tiene que apuntarse a una lista de espera de dos meses como mínimo. Cuadrados cobra veinticinco dólares por clase y es dueño de cuatro estudios, el más pequeño de los cuales acoge a cincuenta alumnos y el mayor a doscientos, y cuenta con una plantilla de veinticuatro profesores en turnos rotatorios. Eran las once y media cuando llegué a la escuela y había aún tres clases en marcha.
Hagan el cálculo.
En el ascensor empecé a oír unos arpegios lastimeros de sitar combinados con un chapoteo de cascadas, una mezcla sonora que a mí me resulta tan tranquilizante como una porra eléctrica a un gato. Lo primero que vi en el vestíbulo fue la tienda de regalos con incienso, libros, lociones, cintas, vídeos, CD y DVD, cristales, cuentas, ponchos y camisetas teñidas a mano. Tras el mostrador había dos seres anoréxicos de veintitantos años vestidos de negro que apestaban a cereales de desayuno. Eternamente jóvenes, cómo no; uno varón y otro mujer, aunque costaba diferenciarlos. Hablaban con voz pausada y tendente al estilo paternalista de un encargado de restaurante de moda recién inaugurado y en sus innumerables piercings abundaban la plata y el turquesa.
– Hola -dije.
– Quítese los zapatos, por favor -replicó el posible varón.
– Ah, sí.
Me descalcé.
– ¿Su nombre, por favor? -añadió la posible mujer.
– Vengo a ver a Cuadrados y me llamo Will Klein.
El nombre no les decía nada y pensaron que era nuevo.
– ¿Tiene usted cita con el yogui Cuadrados?
– ¿El yogui Cuadrados? -repetí.
Me miraron los dos.
– Díganme una cosa: ¿es yogui Cuadrados más elegante que el Cuadrados corriente? -pregunté.
Los jovencitos me miraron muy serios, sorprendidos. Ella tecleó en el ordenador y observaron juntos la pantalla con el ceño fruncido; él cogió el teléfono y marcó un número, la música de sitar aumentó una barbaridad y sentí que se apoderaba de mí un dolor de cabeza insoportable.
– ¿Will?
Con la cabeza alta, las clavículas prominentes y atenta al mínimo detalle, una Wanda espléndida y en leotardos hizo su aparición. Además de la profesora número uno de Cuadrados era también su amante desde hacía tres años. Hay que puntualizar que los leotardos eran de color lavanda y le quedaban muy bien. La presencia de Wanda resultaba una visión de impacto: alta, de miembros esbeltos, ágil, hermosa a morir y negra. Negra, sí. Una ironía para quienes estábamos al corriente del origen del tatuaje de Cuadrados.
Me abrazó con calidez de humo de leña mientras yo ardía en deseos de que durase eternamente.
– ¿Cómo estás, Will? -preguntó con voz melosa.
– Ya estoy mejor.
Retrocedió un paso para escrutar si decía la verdad. Había asistido al entierro de mi madre y no había secretos entre ella y Cuadrados, del mismo modo que no los había entre Cuadrados y yo, así que, en consecuencia, como si se tratase de una prueba algebraica sobre las propiedades de comunicación, cabía deducir que no había secretos entre ella y yo.
– Está a punto de acabar una clase de respiración Pranayama -dijo.
Asentí.
Ella ladeó la cabeza como si se le hubiera ocurrido alguna cosa.
– ¿Tienes un segundo antes de irte? -preguntó tratando de quitarle importancia.
– Claro que sí.
Caminó con paso grave pasillo adelante -Wanda era demasiado armoniosa para caminar simplemente- y yo la seguí sin apartar los ojos de su cuello de cisne. Pasamos por delante de una fuente tan grande y ornamentada que me dieron ganas de echar una moneda; miré furtivamente a una de las aulas con alumnos en absoluto silencio, sólo se les oía respirar profundamente. Parecía un plato de cine: gente despampanante -yo no sé cómo Cuadrados se las arreglaba para encontrar tanta gente estupenda- apretujada en posición de combate, con gesto inexpresivo y piernas abiertas, brazos estirados y rodillas flexionadas en ángulo recto.
Entramos en el despacho que Wanda compartía con Cuadrados a la derecha del pasillo. Ella se sentó en una silla y cruzó las piernas en posición del loto. Yo me senté frente a ella de un modo más convencional aguardando a que hablase, pero vi que cerraba los ojos como tratando de relajarse.
Esperé.
– Que conste que yo no te he dicho nada -advirtió.
– Muy bien.
– Estoy embarazada.
– Vaya, enhorabuena -dije haciendo ademán de levantarme para darle un abrazo.
– A Cuadrados no le hace mucha gracia.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté parándome en seco.
– Está que trina.
– ¿Qué?
– A ti no te lo había dicho, ¿verdad?
– No.
– A ti te lo cuenta todo y de esto hace una semana.
Comprendí.
– A lo mejor no me lo ha querido comentar por lo de mi madre -añadí.
– No me salgas con monsergas -replicó mirándome furiosa.
– Bueno, perdona.
Dejó de mirarme y adoptó su semblante imperturbable, que en aquel momento no lo era tanto.
– Yo esperaba darle una alegría.
– Y no se la diste.
– Yo creo que quiere… -parecía no dar con la palabra- que aborte.
Me quedé pasmado.
– ¿Te ha dicho eso?
– No me ha dicho nada, pero está haciendo noches extra con la camioneta y dando más clases.
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