Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Lo cierto es que, efectivamente, me calenté como nunca, pero fue en ese momento concreto, en aquella colina, con su mano dentro de mis pantalones, cuando comprendí casi con certeza sobrenatural que era la mujer de mi vida, que siempre estaríamos juntos y que el recuerdo de mi primer amor, mi único amor antes de Sheila, el que me obsesionaba y desplazaba a los otros, se esfumaba de una vez por todas.

Miré la camiseta y volví a sentir de pronto el olor a madreselva y maleza. La apreté contra mí y pensé por enésima vez desde la entrevista con Pistillo: ¿habría sido todo mentira? No.

Eso no puede fingirse. Cuadrados podría tener razón respecto a la capacidad de las personas para la violencia, pero no se puede fingir una compenetración como la nuestra.

La nota seguía en la encimera.

Siempre te querré.

S.

Tenía que creerlo. Era lo menos que podía hacer en deferencia a ella. Sheila tenía su pasado y yo no entraba en él. Fuese el que fuese, debía de tener sus razones. Ella me quería. Estaba seguro. Y en ese momento mi obligación era encontrarla para volver a…, no sé…, a nosotros.

No iba a dudar de ella.

Miré en los cajones. Por lo menos sabía que Sheila tenía cuenta en un banco y tarjeta de crédito, pero no encontraba ningún comprobante, ni extractos, ni talonarios. Pensé que los habría tirado.

El consabido dibujo de rayas móviles del salvapantallas del ordenador desapareció cuando moví el ratón. Tecleé la contraseña, seleccioné el nombre de Sheila y pulsé en «correo antiguo». Nada. Ni un mensaje. Era raro. Sheila no usaba mucho el correo; de hecho lo usaba poco, pero ¿cómo es que no había un solo mensaje?

Pulsé en «archivos». Vacíos. Pulsé en «favoritos»: nada; busqué en «agenda»: nada.

Me recosté en el respaldo mirando la pantalla y se me ocurrió una idea que fue tomando cuerpo al mismo tiempo que pensaba si no sería violar su intimidad. Daba igual. Cuadrados tenía razón en lo de indagar desde el principio para saber qué pasos debíamos dar.

Y tampoco se equivocaba en cuanto a que tal vez no me gustara lo que descubriera.

Seleccioné centralita.com, una guía telefónica amplísima; tecleé Rogers en «nombre»: el estado era Idaho; la ciudad, Masón. Lo sabía por el formulario que había rellenado al entrar de voluntaria en Covenant House.

Sólo aparecía un Rogers en la lista; anoté el número en un trozo de papel. Sí; llamaría a sus padres. Si empezábamos por mirar atrás, había que partir de ahí.

Cuando mi mano iba a marcar el número, sonó el teléfono. Lo cogí y oí la voz de mi hermana Melissa:

– ¿Qué haces?

Pensé una respuesta y contesté:

– Tengo una complicación.

– Will, acaba de morir mamá -replicó ella con su voz de hermana mayor.

Cerré los ojos.

– Papá pregunta por ti. Tienes que venir.

Miré aquel apartamento extraño que olía a cerrado. No había motivo para quedarse allí. Pensé en la fotografía que conservaba en el bolsillo, la imagen de mi hermano en las montañas.

– Voy ahora mismo -dije.

Melissa me abrió la puerta.

– ¿Y Sheila? -preguntó.

Musité algo sobre un compromiso y crucé el umbral.

Aquel día sí teníamos visita; no de la familia, sino de un viejo amigo de mi padre llamado Lou Farley, a quien seguramente llevaba sin ver diez años. Farley y mi padre se contaban alborozados viejas historias, algo sobre un partido de mini béisbol, y me vino a la cabeza el vago recuerdo de mi padre con el uniforme color castaño de recio poliéster con el logotipo de Friendly's Ice Cream en el pecho. Oí el crujido de sus botas claveteadas en la grava del camino de entrada y sentí el peso de su mano én mi hombro. Hacía una eternidad. Oí que reían los dos. No había oído reír a mi padre así hacía años; tenía los ojos bañados en lágrimas y estaba arrobado. Recordé que mi madre acudía a veces a aquellos partidos: fue como si la viera sentada en las gradas con la camiseta sin mangas y sus fuertes brazos bronceados.

Miré por la ventana, pensando en ver aparecer a Sheila y que todo fuese en definitiva algún malentendido. Una parte de mí -una gran parte de mí- no reaccionaba. Aunque la muerte de mi madre era algo esperado hacía tiempo -porque el cáncer de Sunny, como suele suceder, era de progresión lenta e inexorable con rápido deterioro terminal-, yo estaba aún demasiado afectado para asumir todo lo que estaba ocurriendo.

Sheila.

No era la primera vez que perdía un amor. Cuando se trata de asuntos del corazón, incurro en una modalidad anticuada de pensamiento y creo en el alma gemela. Todos tenemos un primer amor.

Cuando el mío me dejó, abrió un agujero que me atravesó el corazón. Durante mucho tiempo pensé que no me sobrepondría, por diversos motivos: en primer lugar ni siquiera llegamos a romper. Pero, en cualquier caso, cuando ella me dejó, que, en definitiva, fue lo que hizo al final, yo estaba convencido de que mi destino iba a ser contentarme con otra que valiera menos o estar solo para siempre.

Luego conocí a Sheila.

Pensé en sus ojos verdes y en su modo de taladrarme con la mirada. Pensé en el tacto sedoso de su pelo rojo. Pensé en aquella primera atracción física inmensa, arrolladora, que había ido penetrando en las fibras de mi ser y me impulsaba a pensar en ella constantemente, me provocaba nervios en el estómago y hacía que me diera un vuelco el corazón cada vez que miraba su rostro. Iba en la furgoneta con Cuadrados y él de pronto me daba una palmada en el hombro porque me veía embobado, perdido en una idea que él llamaba Sheililandia con una sonrisa socarrona. Estaba como embriagado. Nos sentábamos a mirar vídeos de películas antiguas abrazados, acariciándonos, provocándonos en broma, probando todo lo que podíamos resistir, cómodos y excitados, retozando, hasta que…, en fin, para eso hay en el vídeo un botón de pausa.

Dábamos largos paseos cogidos de la mano; nos sentábamos en el parque y musitábamos comentarios maliciosos sobre la gente que pasaba. En las fiestas me encantaba situarme en el otro extremo del cuarto y verla a distancia, mirarla caminar, moverse y hablar con los demás y, cuando nuestras miradas se encontraban, sentía una sacudida por aquel destello de connivencia en sus ojos, aquella sonrisa de lascivia.

En cierta ocasión, Sheila me pidió que rellenase un cuestionario insulso de una revista. Una de las preguntas era: «¿Cuál es la mayor debilidad de su amante?». Yo lo pensé y escribí: «A veces olvida el paraguas en los restaurantes». A ella le encantó, pero quiso que dijera alguna más y yo añadí: «Escuchar bandas infantiles y discos antiguos de Abba». Ella asintió muy seria con la cabeza y me prometió que procuraría cambiar.

Hablábamos de todo menos del pasado. Como es algo a lo que estoy más que acostumbrado en mi trabajo no me importaba mucho, pero ahora que lo pienso me resulta extraño, aunque entonces quizás aportaba cierto aire de misterio. Mas por encima de todo ello -vuelvo a rogarles paciencia conmigo- era como si antes de nosotros no hubiese existido nada. Ni amores, ni compañeros, ni pasado. Habíamos nacido el día en que nos conocimos.

Sí, ya sé.

Melissa estaba sentada al lado de mi padre. Los veía de perfil y advertí que el parecido era asombroso. Yo me parecía a mi madre. Ralph, el marido de Melissa, dio la vuelta a la mesa del buffet. Era el clásico empresario estadounidense medio, de camisa de manga corta y camiseta blanca de cuello cerrado; un buen tío que estrechaba la mano con fuerza, zapatos perfectamente limpios, pelo bien cortado e inteligencia limitada. Nunca se aflojaba la corbata y no es que fuera realmente estirado, pero sólo estaba a gusto cuando las cosas eran como deben ser.

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