Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Te quiero -dije.

Ella, como si hubiese leído mis pensamientos, se echó a llorar.

El primer amor nunca se olvida y la primera mujer que yo amé acabó asesinada.

Conocí a Julie Miller cuando sus padres vinieron a vivir a Coddington Terrace estando yo en primer curso en el instituto de Livingston. Empezamos a salir dos años después; íbamos a los bailes de alumnos de nuestra edad y a los de mayores de otros cursos. Fuimos la pareja de honor de nuestra clase. Éramos inseparables.

Nuestra ruptura fue sorprendente tan sólo por lo previsible que era, aunque nosotros fuimos a distintas universidades convencidos de que nuestro compromiso resistiría al tiempo y al distanciamiento; pero no podía ser, aunque aguantó mucho más que en la mayoría de los casos. En el primer curso, Julie me llamó por teléfono para decirme que quería conocer gente y que salía con un chico de un curso superior que se llamaba (y ahora no estoy bromeando) Buck.

Yo habría debido superarlo. Era joven y aquello era un ritual de paso bastante corriente; probablemente al final lo habría logrado. Empecé a salir con otras chicas y, yunque me costaba, iba aceptando la realidad porque el tiempo y la distancia contribuían a ello.

Pero luego Julie murió y fue como si parte de mi corazón fuera a permanecer siempre encadenado a su memoria.

Hasta que conocí a Sheila.

A mi padre no le mostré la foto.

Volví a mi apartamento a las diez de la noche. Seguía vacío, persistía el olor a cerrado y me seguía pareciendo extraño. No había mensajes en el contestador. Si la vida sin Sheila era así, no valía la pena.

El trozo de papel con el teléfono de sus padres en Idaho continuaba encima de la mesa. ¿Cuál era la diferencia horaria con Idaho? ¿Una hora? ¿Tal vez dos? No lo recordaba. En cualquier caso allí serían las ocho o las nueve.

No era demasiado tarde.

Me dejé caer en el sillón y miré el teléfono como si el aparato fuera a decirme lo que debía hacer. No lo hizo. Al cabo de un rato cogí el trozo de papel y recordé que cuando le dije a Sheila que llamase a sus padres se había puesto pálida; eso había sido tan sólo el día anterior. El día anterior. No sabía decidirme y lo primero que se me ocurrió fue que mi madre me habría sabido aconsejar lo correcto.

Me invadió una oleada de tristeza.

Al final me decidí a actuar. Tenía que hacer algo, y lo único que se me ocurría era llamar a los padres de Sheila.

– Diga -contestó una voz de mujer al tercer timbrazo.

Carraspeé antes de preguntar:

– ¿Señora Rogers?

Hubo una pausa.

– ¿Sí?

– Me llamo Will Klein.

Aguardé para ver si el nombre le decía algo. Pero, aunque así fuese, callaba.

– Soy amigo de su hija.

– ¿Qué hija?

– Sheila -contesté.

– Ah -comentó la mujer-. Tengo entendido que está en Nueva York.

– Sí -dije.

– ¿Llama desde allí?

– Sí.

– ¿Y qué desea, señor Klein?

Era una buena pregunta. Ni yo mismo lo sabía; así que respondí con una obviedad:

– ¿Sabe usted dónde puede estar?

– No.

– ¿No la ha visto ni ha hablado con ella?

– Hace años que ni veo a Sheila ni hablo con ella -dijo la mujer con voz cansada.

Yo abrí y cerré la boca y traté de encontrar una alternativa, tomar otra ruta, pero era inútil.

– ¿No sabe que ha desaparecido?

– Sí, las autoridades se han puesto en contacto con nosotros.

Cambié de mano y de oído el receptor.

– ¿Y pudo usted darles algún dato de utilidad?

– ¿De utilidad?

– ¿Tiene usted idea de adonde puede haber ido? ¿Adonde ha huido? ¿Si puede estar en casa de algún amigo o pariente?

– Señor Klein.

– Diga.

– Sheila no forma parte de nuestra vida hace mucho tiempo.

– ¿Por qué?

Me salió de improviso y me imaginé que, naturalmente, iba a recibir un reproche, un rotundo «¿y a usted qué le importa?». Mas volvió a hacerse un silencio. Yo traté de aguantar callado pero ella aguantaba más.

– Es que es una persona maravillosa -añadí sintiendo palpitar mi corazón.

– Usted es algo más que un amigo, ¿verdad, señor Klein?

– Sí.

– Las autoridades nos dijeron que Sheila vivía con un hombre. ¿Se trata de usted?

– Llevamos juntos casi un año -contesté.

– Parece usted preocupado por ella.

– Así es.

– ¿Está enamorado de Sheila?

– Mucho.

– Pero ella no le ha hablado de su pasado.

No sabía qué responder a pesar de que era evidente la respuesta.

– Trato de comprender -dije.

En ese momento, el vecino de al lado puso el equipo estéreo cuadrafónico a todo volumen y el bajo bombardeó la pared. Como hablaba por el móvil me fui al otro extremo del apartamento.

– Quiero ayudar -dije.

– Voy a hacerle una pregunta, señor Klein.

El tono me hizo apretar con fuerza el aparato.

– El agente federal que vino a casa -continuó- explicó que usted no sabía nada.

– Nada, ¿sobre qué?

– Sobre Carly; que no sabe dónde está -dijo la señora Rogers.

Yo estaba confuso.

– ¿Quién es Carly? -pregunté.

Se produjo otra pausa larga.

– ¿Puedo darle un consejo, señor Klein?

– ¿Quién es Carly? -repetí.

– Siga con su vida. Olvide que ha conocido a mi hija.

Y colgó.

8

Cogí una cerveza Brooklyn de la nevera, abrí la puerta corredera de cristal y salí a lo que el agente inmobiliario había calificado optimistamente de «terraza», aunque venía a tener el tamaño de una cuna en la que apenas cabían dos personas de pie. No había sillas, evidentemente, y como era un tercer piso no se gozaba de una gran vista, pero de noche daba el aire y me gustaba.

De noche, Nueva York es una ciudad iluminada e irreal, envuelta en un fulgor azul-negruzco. Quizá sea la ciudad que nunca duerme, pero si se toma como referencia mi calle, la verdad es que no habría tenido dificultades para conciliar el sueño. Los coches aparcados se apretaban unos a otros junto al bordillo, pugnando por conservar la posición en que los habían dejado sus usuarios; los ruidos nocturnos llegaban como un palpito, como un zumbido, y sólo se oía una musiquilla, algunas voces en la pizzería en la acera de enfrente y el runrún monótono del metro aéreo del West Side, la melodía de Manhattan.

Tenía el cerebro embotado. No sabía qué estaba sucediendo ni lo que iba a hacer. La conversación con la madre de Sheila había aclarado poco y había suscitado más interrogantes, y las palabras de Melissa seguían mortificándome, pero ella sí había planteado algo interesante: ahora que sabía que Ken estaba vivo, ¿qué estaba yo dispuesto a hacer?

Quería encontrarlo, por supuesto.

Quería encontrarlo a toda costa. ¿Y qué? Además de que yo no era un detective a la altura de las circunstancias, si Ken quería que lo encontraran, a quien primero recurriría sería a mí. Buscarlo sólo conduciría al desastre.

Quizá tenía otra prioridad.

Primero, mi hermano había huido. Ahora, había desaparecido mi novia. Fruncí el ceño. Menos mal que no tenía perro.

Estaba a punto de llevarme la botella a los labios cuando lo vi.

Estaba plantado en la esquina a unos cincuenta metros de mi casa, enfundado en una gabardina, con una especie de sombrero tirolés y las manos en los bolsillos. Desde tan lejos, su rostro semejaba un globo blanco brillante sobre fondo oscuro, un círculo sin rasgos en el que no se apreciaban los ojos, pero sabía que me miraba y notaba la intensidad de su mirada. Se podía palpar.

El hombre permanecía inmóvil.

Los escasos peatones que pasaban por la calle sí se movían, como hace la gente de Nueva York: moverse, andar, caminar con algún propósito, y hasta cuando se paran ante un semáforo o porque pasa un coche no dejan de moverse, preparándose. Los neoyorquinos se mueven constantemente. No se están quietos.

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