– ¿Y Raquel? -preguntó Cuadrados.
– Está en un coche haciendo un servicio -contestó Candi.
– ¿Va a volver aquí?
– Sí.
Cuadrados asintió con la cabeza y se dirigió hacia las nuevas, a una de las cuales vimos ya inclinada sobre un Buick Regal. No hay palabras para describir nuestra frustración; porque lo que desearíamos hacer es acercarnos a entorpecer el contacto, apartar a la chica y agarrar al putero por la garganta y arrancarle los pulmones o, cuando menos, ahuyentarlo y hacerle una foto o… algo. Pero eso no se puede hacer porque perderíamos la confianza que nos tienen y si pierdes la confianza no sirves para nada.
Era difícil permanecer impasible. Por fortuna, yo no soy especialmente valiente ni agresivo y quizá sea una ventaja.
Vi abrirse la portezuela del copiloto y el Buick Regal pareció tragarse a la chica. Desapareció lentamente y se hundió en la oscuridad. Mientras contemplaba la escena nunca me había sentido más impotente. Miré a Cuadrados, que no apartaba los ojos del coche. El Buick arrancó y la chica desapareció como si no hubiera existido, lo que así sería, en definitiva, si el coche decidía no devolverla a aquel lugar.
Cuadrados se acercó a la otra chica y yo lo seguí unos pasos por detrás. Un temblor movía el labio inferior de la jovencita como si tratase de contener las lágrimas, pero sus ojos eran dos tizones de insolencia. Yo hubiera querido subirla a la furgoneta, aunque fuera a la fuerza. El autodominio es el factor principal de nuestra tarea y en eso Cuadrados es único. Se detuvo a un metro de ella para que no se sintiera acosada.
– Hola -dijo.
– Hola -respondió ella mirándolo de arriba abajo.
– A ver si puedes ayudarme -añadió Cuadrados dando otro paso y sacando una foto del bolsillo-. ¿Has visto a esta chica por casualidad?
– Yo no he visto a nadie -respondió ella sin mirar la foto.
– Por favor -añadió Cuadrados con sonrisa angelical-. No soy poli.
– Me lo he imaginado al verte hablar con Candi -replicó ella haciéndose la dura.
Cuadrados se acercó un poco más a ella.
– Es que… aquí mi amigo y yo… -saludé con la mano acompañando sus palabras- queremos ayudar a esta chica.
– Ayudarla, ¿cómo? -preguntó curiosa, entornando los ojos.
– Es que la persigue mala gente.
– ¿Quién?
– Su chulo. Mira, nosotros trabajamos en Covenant House. ¿Has oído hablar de ese centro?
La chica se encogió de hombros.
– Es un centro de acogida -añadió Cuadrados tratando de no darle importancia-. No es nada del otro mundo, pero puedes pasar por allí a comer algo caliente, dormir en una cama decente, llamar por teléfono y coger algo de ropa y otras cosas. Bien, esta chica-prosiguió mostrándole la foto de una colegiala blanca con corrector de ortodoncia- se llama Angie -siempre hay que dar un nombre para personalizar- y estaba con nosotros haciendo unos cursillos; es una chica estupenda, y además tiene un trabajo. Está cambiando de vida, ¿sabes?
La jovencita no decía nada.
– A mí me llaman Cuadrados -añadió él tendiéndole la mano.
– Yo soy Jeri -susurró ella estrechándosela.
– Encantado.
– De acuerdo. Pero yo no he visto a esa Angie y ahora tengo cosas que hacer.
Llegados a este punto, había que andar con tacto porque si se insiste demasiado las pierdes para siempre, se guarecen en su concha y no vuelven a salir. En ese momento, lo que hay que hacer, lo único que se puede hacer, es plantar la semilla y decirles que tienen un refugio, un lugar seguro donde poder comer y estar. Les ofrece una manera de dejar la calle una noche. Cuando acuden se les da cariño incondicional, pero no antes, porque se asustan y huyen.
Aunque te duela en el alma, es lo único que se puede hacer.
Muy poca gente es capaz de realizar el trabajo de Cuadrados mucho tiempo seguido, y los que aguantan, los que se destacan en él, es porque están… un poco descentrados. Hay que estarlo.
Cuadrados dudó un instante. Desde que lo conozco recurre siempre al truco de la «chica desaparecida» para romper el hielo. A la chica de la foto, la verdadera Angie, la había encontrado él hacía quince años muerta de congelación en la calle junto a un contenedor. En el entierro, la madre de la chica le dio una foto y Cuadrados siempre la llevaba encima.
– Bien, gracias -dijo sacando una tarjeta y entregándosela-. ¿Me informarás si la ves? Puedes pasarte por allí cuando quieras. Para lo que sea.
– Sí, a lo mejor -contestó ella aceptándola.
Cuadrados volvió a titubear y añadió:
– Hasta la vista.
– Vale.
A continuación hicimos lo menos natural del mundo: alejarnos.
El verdadero nombre de Raquel era Roscoe. Al menos es lo que él o ella nos dijo. Yo no sabía si tratarla en femenino o en masculino.
Cuadrados y yo encontramos el coche aparcado frente a un muelle de carga y descarga; un lugar habitual para la prostitución callejera; el coche tenía las ventanillas empañadas pero, de todos modos, nos quedamos a cierta distancia. Lo que fuera que se desarrollaba en el interior, y nos imaginábamos perfectamente qué era, no necesitaba testigos.
Transcurrido un minuto, se abrió la portezuela. Como se habrán imaginado, Raquel era un travestido, de ahí la ambigüedad de género. Con los transexuales no hay problema: los tratas en femenino; pero el travestismo es más complicado. En ocasiones es pasable el trato en femenino, pero hay otras en que resulta un poco demasiado políticamente correcto.
Probablemente era lo que sucedía con Raquel.
Raquel bajó del coche, abrió el bolso y sacó el vaporizador Binaca. Lo pulsó tres veces, hizo una pausa y se roció tres veces más. El coche arrancó y ella se volvió hacia nosotros.
Hay travestidos guapísimos, pero no era el caso de Raquel, un negro altísimo que no andaría lejos de los ciento cincuenta kilos, con unos bíceps como jamones y una sombra vertical que a mí me recordaba a Homer Simpson, pero con una voz tan atiplada que Michael Jackson a su lado resultaba un camionero; la voz de Raquel se parecía a la de Betty Boop en apuros.
Raquel confesaba veintinueve años, pero llevaba seis diciendo lo mismo; desde que yo lo conocía. Trabajaba cinco noches por semana, lloviera o no, y contaba con una clientela fiel. De haber querido, habría podido dejar la calle y buscar un sitio donde trabajar previa cita, como hacen otros, pero a Raquel le gustaba la calle. Eso es algo que la gente no entendía; la calle es oscura y peligrosa, pero también adictiva. Tiene una energía, electricidad. Te hace conectar con ella. Para algunos de nuestros jóvenes, la alternativa que se plantea es un trabajo basura en un McDonald's o el embrujo de la noche y, cuando uno no tiene futuro, la elección es bien sencilla.
Raquel nos vio y echó a caminar hacia nosotros tambaleándose grotescamente sobre aquellos tacones de aguja con zapatos del cuarenta y cinco -empresa nada fácil- hasta detenerse bajo una farola. Su cara estaba gastada como una roca embestida por mil tormentas. No conozco su pasado porque miente tanto como respira, pero se cuenta de él que era un famoso jugador de rugby que se rompió la rodilla, aunque él en cierta ocasión me dijo que había obtenido una beca para la universidad por su elevada puntuación en el Test de Aptitud Escolar. Pero existía también la versión de que era ex combatiente de la guerra del Golfo. A gusto del lector.
Raquel saludó a Cuadrados con un afectuoso beso en la mejilla y fijó su atención en mí.
– Tienes muy buen aspecto, Will, cariño -dijo.
– Gracias, Raquel.
– Estás de rechupete.
– Las preocupaciones me hacen más apetitoso -repliqué.
– Podría enamorarme de un hombre como tú -añadió Raquel pasándome un brazo por los hombros.
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