Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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No tengo nada en común con Ralph, pero a decir verdad no lo conozco muy bien. Ellos viven en Seattle y casi nunca nos visitan. En cualquier caso, no puedo evitar acordarme de la fase loca de Melissa, cuando salía con ese bala perdida de Jimmy McCarthy: qué brillo había en sus ojos entonces, qué espontánea y divertida era, desmadrada incluso. No sé qué sucedería y por qué cambió, o qué es lo que le dio miedo. La gente dice que maduró, pero yo no creo que fuera sólo eso; creo que hubo algo más.

Melissa -a quien siempre habíamos llamado Mel- me hizo una señal con la mirada y nos retiramos al estudio. Metí la mano en el bolsillo y toqué la foto de Ken.

– Ralph y yo nos marchamos mañana -dijo.

– Qué rápido -comenté.

– ¿Qué quieres decir?

Meneé la cabeza.

– Están los niños y Ralph tiene trabajo.

– Claro -dije-. Os agradecemos que hayáis venido.

– No está bien que digas eso -replicó con los ojos muy abiertos.

Era cierto. Miré detrás de mí. Ralph estaba sentado con papá y Lou Farley contaba un chiste enrevesado y tonto, con un trozo de ensaladilla en la comisura de los labios. Quise decirle a Melissa que lo sentía, pero no podía. Mel era la mayor, le llevaba tres años a Ken y a mí cinco. Cuando encontraron muerta a Julie, ella huyó. Es la única forma de decirlo. Se mudó con su nuevo marido y su hijo al otro extremo del país. Yo había llegado a entenderlo, pero había veces en que aún me indignaba aquella deserción.

Pensé de nuevo en la imagen de Ken que guardaba en el bolsillo y adopté de pronto una decisión.

– Voy a enseñarte una cosa.

Creí advertir una mueca en su rostro, como si cogiera aire, pero quizá fuese mi imaginación. Llevaba un peinado a lo Suzy Homemaker, que junto con el rubio teñido de zona residencial y sus hombros enérgicos constituía probablemente el mayor encanto para Ralph. A mí me parecía que eran detalles que a ella no le sentaban bien.

Nos retiramos un poco hacia la puerta del garaje; yo miré hacia atrás y seguía viendo a mi padre con Ralph y Farley.

Abrí la puerta y Mel me miró con cara de extrañeza, pero me siguió. Pisamos el cemento frío del garaje. Era una dependencia hecha a propósito para el riesgo de incendio por la profusión de botes de pintura viejos, cajas de cartón, palos de béisbol, trastos antiguos de mimbre, neumáticos desinflados, todo ello esparcido como si hubiese habido una explosión. El suelo tenía manchas de aceite y una capa de polvo gris que impedía respirar lo cubría todo. Aún colgaba aquella cuerda del techo: recordé que en cierta ocasión mi padre tiró parte de los trastos para hacer sitio y colgar de ella una pelota de tenis a fin de que yo practicase. No acababa de creerme que aquella cuerda siguiera allí.

Melissa no dejaba de mirarme y yo no sabía cómo empezar.

– Ayer Sheila y yo estuvimos fisgando cosas de mamá -empecé a decir.

Entornó levemente los ojos, y pensé en explicarle que habíamos mirado en los cajones y curioseado las comunicaciones de nacimiento plastificadas, el viejo programa de cuando mamá representó el papel de Mame en el teatro de Livingston, y cómo nos habíamos recreado Sheila y yo con las antiguas fotos -«Mel, ¿recuerdas la del rey Hussein?»-, pero no salió una palabra de mis labios.

No dije nada más, metí la mano en el bolsillo, saqué la fotografía y la puse ante sus narices.

No llevó mucho tiempo. Melissa apartó la vista como si fuese a escaldarla, respiró hondo varias veces y retrocedió un paso. Yo quise acercarme, pero ella alzó una mano y me detuvo. Cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro era inexpresivo y no se advertía en él ni sorpresa, ni angustia ni alegría. Nada.

Le mostré de nuevo la fotografía, pero esta vez ni se inmutó.

– Es Ken -dije como un idiota.

– Ya lo veo, Will.

– ¿Y no se te ocurre decir más que eso?

– ¿Qué quieres que te diga?

– Está vivo. Mamá lo sabía y guardaba esta foto.

Silencio.

– ¿Mel?

– Te he oído. Está vivo.

Aquella contestación me dejó mudo.

– ¿Algo más? -inquirió Melissa.

– Pero… ¿no tienes más que decir?

– ¿Qué quieres que diga, Will?

– Ah, claro, se me olvidaba que tenéis que volver a Seattle.

– Sí.

Se dispuso a irse.

Volví a sentirme indignado.

– Dime una cosa, Mel, ¿te sirvió de algo huir?

– Yo no huí.

– No digas gilipolleces -repliqué.

– Ralph consiguió un trabajo en Seattle.

– Ya.

– ¿Quién eres tú para juzgarme?

Me vino el recuerdo de cuando jugábamos los tres a Marco Polo horas y horas en el motel cerca de Cabo Cod, la ocasión en que Tony Bonoza murmuró aquello de Mel, cómo Ken enrojeció al oírlo y cómo se lanzó sin pensarlo dos veces sobre Bonoza a pesar de que le llevaba dos años y pesaba diez kilos más.

– Ken está vivo -repetí.

– ¿Y qué quieres que haga yo? -replicó en tono de súplica.

– Reaccionas como si no te importara.

– No sé si me importa.

– ¿Qué demonios quieres decir?

– Ken ya no forma parte de nuestras vidas.

– Lo dirás tú.

– De acuerdo, Will. Ya no forma parte de mi vida.

– Es tu hermano.

– Ken tomó sus decisiones.

– Y ahora, ¿qué? ¿Ha muerto para ti?

– ¿No sería mejor que hubiese muerto? -replicó meneando la cabeza con los ojos cerrados mientras yo aguardaba-. Yo tal vez huyera, Will, pero tú también lo hiciste. Teníamos que elegir entre que nuestro hermano estuviera muerto o que fuera un brutal asesino. En cualquier caso, para mí está muerto.

– No tiene por qué ser culpable, ¿sabes? -insistí mostrándole otra vez la foto.

Melissa me miró y de pronto volvió a ser la hermana mayor.

– Vamos, Will. No te engañes.

– Cuando éramos pequeños, él nos defendía y nos cuidaba; nos quería.

– Y yo lo quería, pero también veía cómo era; le atraía la violencia, Will. Tú lo sabes. Sí, nos defendía; pero ¿no crees que era en parte porque le gustaba? Tú sabes que cuando murió estaba mezclado en algo feo.

– Eso no quiere decir que sea un asesino.

Melissa volvió a cerrar los ojos. Yo notaba que intentaba sacar fuerzas de flaqueza.

– Hablando claro, Will, ¿qué hacía aquella noche?

Nos miramos un rato a los ojos. Yo no dije nada pero sentí un escalofrío en el corazón.

– Olvida el asesinato. ¿Qué pintaba Ken haciendo el amor con Julie Miller?

Sus palabras penetraron en mi pecho, frías, inquietantes. No podía respirar; cuando pude hablar lo hice con un hilo de voz distante:

– Habíamos roto hacía más de un año.

– ¿De verdad vas a decirme que la habías olvidado?

– Pues… ella era libre y él también. No había motivo…

– Él te la jugó, Will. Enfréntate a la realidad. En cualquier caso, él se acostó con la mujer que amabas. ¿Qué clase de hermano es ése?

– Habíamos roto -atiné a replicar-. Yo no tenía ningún derecho sobre ella.

– Tú la querías.

– Eso no tiene nada que ver.

– ¿Quién es el que huye ahora? -dijo ella sin dejar de mirarme a los ojos.

Retrocedí tambaleante y me senté en los escalones de cemento con la cara entre las manos. Me recompuse pedazo a pedazo. Me llevó un rato.

– No deja de ser nuestro hermano.

– ¿Y qué quieres hacer? ¿Buscarlo? ¿Entregarlo a la policía? ¿Ayudarlo a que siga escondido? ¿Qué?

No sabía qué decir.

Melissa se acercó a abrir la puerta que daba al estudio.

– Will.

Alcé la vista.

– Eso ya no forma parte de mi vida. Lo siento.

En aquel momento la vi cuando era una jovencita, tumbada en su cama cotorreando, con el pelo excesivamente cardado, la habitación con olor a chicle; Ken y yo nos sentábamos en el suelo y poníamos los ojos en blanco. Recordé sus gestos: cuando estaba boca abajo, dando patadas al aire mientras hablaba de chicos, de fiestas y de bobadas; pero si estaba boca arriba mirando al techo es que soñaba. Y pensé en sus sueños. Y pensé que ninguno de ellos se había hecho realidad.

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