Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– El informe no ha llegado todavía. El criminólogo sigue trabajando en el lago. De momento no hay declaraciones de testigos, sólo las de los dos tíos que la encontraron.

– Si tenéis transcripciones, me gustaría que me dierais copias.

Krantz se cruzó de brazos y se recostó en la silla.

– Si quieres leerlas, léelas, pero no vamos a hacer copias y no vas a sacar nada de este edificio.

– Se supone que tenéis que mantenerme al tanto. Si tienes alguna duda, llama al jefe adjunto y pregúntaselo.

– Pues va a haber que preguntárselo -contestó con un suspiro-. Me pides los informes, pero aún no tenemos ningún informe que enseñarte. Y lo de las copias voy a tener que consultarlo con Bishop. Si me dice que adelante, pues muy bien.

Me pareció razonable.

– ¿Quién lleva el libro, Watts o tú?

– Yo -contestó Watts-. ¿Por qué?

– Me gustaría verlo.

– Ni hablar.

– No es para tanto. Así todos ahorraríamos tiempo.

El libro del asesinato era un archivo cronológico de todos los datos de la investigación. Incluía notas de los agentes participantes, listas de testigos, pruebas forenses, todo. Para mí sería la forma más sencilla de estar al corriente de todo lo que fueran haciendo.

– Ni lo sueñes -añadió-. Si vamos a juicio, tendremos que explicar a la defensa por qué dejamos que un civil manoseara nuestras notas. Si no conseguimos encontrar algo, argumentará que tú has toqueteado las pruebas y que somos tan incompetentes que no hemos sabido qué hacer.

– Venga, Watts, que no voy a llevármelo a casa. Si quieres, puedes pasar las páginas tú mismo. Será lo más cómodo para todos.

Krantz volvió a mirar el reloj y se puso en pie como movido por un resorte.

– De libro, nada. Tenemos que interrogar a unas doscientas personas, así que esta reunión se da por finalizada oficialmente. Estas son las reglas, Cole. Mientras estés en el edificio, te quedarás con Dolan. Si quieres algo, se lo pides a ella. Si tienes alguna pregunta, se la haces a ella. Si quieres mear, ella te espera a la puerta. Si haces cualquier cosa sin ella, quedará roto el acuerdo que tenemos con Montoya y nos desharemos de ti. ¿Está claro?

– Quiero leer las transcripciones.

– Dolan se encargará de eso -ordenó Krantz con un gesto.

Samantha Dolan miró a su jefe.

– Tengo que ir a hablar con los dos agentes que se presentaron cuando se descubrió el cadáver.

– Salerno puede hablar con ellos. Tú quédate con Cole. Puedes encargarte de eso, ¿no?

– Prefiero trabajar en el caso, Harvey.

Dijo su nombre como si fuera sinónimo de «cerdo».

– Tu trabajo consiste en hacer lo que yo te diga.

Carraspeé.

– ¿Qué hay de la autopsia?

– Te he dicho que iba a averiguarlo y voy a hacerlo. Joder, en vez de buscar a un asesino voy a tener que hacerte de niñera.

Salió de la habitación sin decir nada más. Todos sus inspectores se fueron con él menos Dolan, que se quedó sentada con cara de resentimiento.

– ¿Le has hecho algo a alguien? -pregunté-. Lo digo porque como te han colgado el muerto…

Salió dejando la puerta abierta para que la siguiera si quería. Krantz había ordenado que no me moviera por allí solo, pero al parecer a ella le daba igual. Nadie había tocado las dos páginas con la información que había llevado, ni siquiera las habían mirado. Las recogí y la alcancé en el pasillo.

– No va a ser tan terrible, Dolan. Esto podría ser el principio de una bella amistad.

– No seas capullo.

Hice un gesto de resignación y la seguí, intentando no ser capullo.

* * *

Cuando Dolan y yo volvimos a la sala general, Krantz y Watts estaban hablando con tres hombres que parecían vendedores de Cadillacs, tras un mes muy flojo. Uno era algo mayor, con canas y corte de pelo militar y la piel abrasada por el sol. Los otros dos me miraron con mala cara y se dieron la vuelta, pero el del pelo blanco se quedó observándome como si tuviera un gusano en la nariz.

– Toma esta silla y ponla ahí -me ordenó Dolan mientras empujaba hacia mí una pequeña silla de oficina y me señalaba la pared que había cerca de su mesa. Sentado contra la pared iba a parecer el tonto de la clase.

– ¿No puedo ponerme en una mesa?

– La gente utiliza sus mesas para trabajar. Si no quieres sentarte ahí, vete a tu casita.

Recorrió con aire ofendido toda la sala, a pasos largos y decididos y dejando claro que si alguien no se apartaba de su camino le derribaría al suelo sin miramientos. Volvió con los mismos andares, con dos carpetas que arrojó sobre la sillita.

– Los que encontraron a la víctima se llaman Eugene Dersh y Riley Ward. Les interrogamos anoche. Si quieres leerlo, siéntate ahí y léelo. No escribas en los informes.

Dolan se dejó caer en su silla, sacó la llave, abrió el cajón de la mesa y extrajo la libreta amarilla. Todo un espectáculo.

Dentro de los sobres estaban las transcripciones de los interrogatorios de Dersh y Ward, de unos diez folios cada una. Leí las declaraciones introductorias y miré a Dolan. Seguía con la libreta en la mano y la misma expresión de rabia en la cara.

– ¿Dolan?

Levantó la vista hacia mí, pero sin mover la cabeza.

– Si vamos a trabajar juntos, podríamos llevarnos bien, ¿no te parece?

– No estamos trabajando juntos. Tú estás aquí como las cucarachas que hay debajo de la máquina de café. Cuanto antes te vayas, antes podré volver a trabajar en lo mío, de policía. ¿Está claro?

– Venga, Dolan, soy un buen tío. ¿Quieres ver cómo imito a Boris Badenov?

– Enséñaselo a alguien a quien le importe lo que hagas.

Me incliné hacia ella y bajé la voz.

– Podemos hacerle muecas a Krantz.

– Si no quieres leer eso, me estás haciendo perder el tiempo.

Y volvió a su libreta.

– ¿Dolan?

Levantó la vista.

– ¿Sabes sonreír?

Volvió a la libreta.

– Me parece que no.

Una versión femenina de Joe Pike.

Leí los dos interrogatorios dos veces. Eugene Dersh era diseñador gráfico autónomo y a veces trabajaba para Riley Ward, propietario de una pequeña agencia de publicidad en la zona oeste de Los Ángeles. Se habían conocido hacía tres años cuando Ward contrató a Dersh como diseñador. También eran buenos amigos e iban de paseo o a correr juntos tres veces por semana, normalmente por Griffith Park. Dersh era habitual de Lake Hollywood, había estado por allí el sábado, el mismo día que habían asesinado a Karen García, y había convencido a Ward para que fuera con él el domingo, que fue cuando descubrieron el cadáver. Según la declaración de Dersh, iban por el sendero justo por encima del lago cuando decidieron aventurarse hasta la orilla. A Ward no le gustó demasiado y le costó seguir el ritmo. Estaban a punto de volver a subir hasta el sendero cuando encontraron el cadáver. Ninguno de los dos había visto nada sospechoso y eran conscientes de que no deberían haber tocado nada. Los dos recordaban que Ward le había dicho a Dersh que no buscara la cartera de Karen García, pero Dersh no le hizo caso. Después de que encontrara el carnet de conducir, vieron a alguien que corría por la montaña y que llevaba teléfono móvil y llamaron a la policía.

– ¿Habéis preguntado a Dersh qué hizo el sábado? -pregunté a Dolan.

– Fue de paseo por el otro lado del lago a otra hora. No vio nada.

No recordaba haber leído eso en el interrogatorio y repasé las páginas.

– Eso no figura aquí. Sólo dice que subió el sábado.

Estiré el brazo para pasarle la transcripción, pero no la aceptó.

– Se lo preguntó Watts después de que tomáramos el relevo a los de Hollywood. ¿Ya has terminado?

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