Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– Mira. Ahí, al lado.

John miró, pero no vio nada.

– ¿Qué?

– Un zapato. -El desconocido acercó el dedo al suelo-. Aquí.

John veía fragmentos de muchas huellas, pero no conseguía descubrir a qué se refería aquel tío.

– No veo nada.

– Agáchate un poco más, John -dijo el hombre-. Aprovecha el sol. Deja que la luz ilumine la depresión y la verás. Tres cuartos de huella. -Su voz denotaba una infinita paciencia, que John agradeció.

John se tumbó boca abajo en plena maleza, paralelo al sendero, y observó durante una eternidad la zona que le señalaba. Estaba a punto de reconocer que no veía nada de nada cuando apareció ante sus ojos: tres cuartos de huella, tapada en parte por una suela de calzado deportivo y apenas marcada en la dura superficie del sendero. Parecía corresponder a algún tipo de zapato informal pero no deportivo, quizá como los de los policías, o quizá no.

– ¿El asesino? -preguntó.

– Es esa orientación. Es donde debía de estar el que disparó.

John volvió a mirar el casquillo.

– ¿Y cree que lo hizo con una automática? ¿Por eso ha mirado por aquí? -Un arma automática expulsaría el casquillo hacia la derecha y en el caso de una bala del 22 la lanzaría a algo más de un metro de distancia. Entonces John tuvo una idea y se quedó mirando al hombre con cara de interrogación-. Pero ¿y si hubiera utilizado un revólver? No habría dejado ningún rastro.

– En ese caso no habría encontrado nada. -El hombre ladeó la cabeza, casi como si aquello le hiciera gracia-. Esto estaba lleno de gente y nadie oyó nada. No se puede silenciar un revólver, John.

– Ya lo sé -replicó John, ruborizándose de nuevo.

El hombre siguió avanzando por el margen del sendero, colocándose en su postura de flexiones a cada pocos pasos para luego ponerse en pie y seguir. A John le pareció que aquél sería un momento ideal para salir corriendo en busca de los dos agentes, pero en lugar de eso clavó un alambre en el suelo para marcar la huella y siguió al extraño hasta un grupo de frondosos arbustos situado en un extremo del claro, un poco más arriba del sendero. El hombre dio la vuelta, primero en una dirección, luego en la otra, y se tumbó dos veces en el suelo.

– Esperó aquí hasta que la vio.

John se acercó, se colocó con cuidado tras el hombre y, efectivamente, vio tres huellas perfectas en la tierra que parecían coincidir con el fragmento que habían visto junto al casquillo. También eran superficiales y casi invisibles incluso después de que el hombre se las hubiera señalado, pero John estaba aprendiendo.

Cuando John lo comprendió todo bien, el hombre ya volvía a estar en movimiento. John se apresuró a marcar con un alambre el punto antes de darse prisa para alcanzarle.

Llegaron hasta la valla de tela metálica paralela a la carretera y se detuvieron en la puerta. John supuso que no irían más allá de la zona pavimentada, pero el desconocido se quedó mirando como si la cuesta que había al otro lado estuviera diciéndole algo. El coche patrulla quedaba a su izquierda, en la curva, pero a juzgar por cómo trajinaban los dos policías en el asiento de atrás, no se habrían dado cuenta de nada ni aunque les hubiera estallado una bomba atómica detrás del vehículo. Cerdos.

El hombre alzó la vista hacia las montañas. A su izquierda había casas; a su derecha, nada. Su mirada se posó en un grupillo de palisandros que había a su derecha, junto a la carretera, que cruzó casi automáticamente, seguido de John.

– ¿Cree que cruzó por aquí?

El extraño no contestó. No parecía muy conversador. Bueno, John no iba a molestarse por eso.

El hombre recorrió la cuesta que había ante los palisandros y encontró algo que le hizo contraer los labios.

– ¿Qué es? -preguntó John.

El hombre le señaló un abanico de tierra suelta que había caído en el lado de la carretera.

– Se escondió entre los árboles hasta que pasó la gente, y después salió por la puerta.

– ¡Qué pasada! -John estaba disfrutando. Y mucho.

Subieron por la cuesta. Las huellas del asesino quedaban más marcadas en la tierra suelta de la ladera. Llegaron hasta arriba y entonces iban por lo alto hasta una camino que John ni siquiera sabía que estaba allí.

– ¡Joder! -exclamó.

El hombre anduvo por el camino durante unos treinta metros antes de detenerse y volver a mirar a la nada. John se quedó esperando. Prefirió morderse el labio por dentro a volver a preguntarle qué estaba mirando, pero al cabo de un rato no pudo aguantar más.

– ¿Qué es, por el amor de Dios?

– Un coche. Aparcado aquí -señaló, y acto seguido indicó algo más-. Aquí hay manchas de aceite o de líquido refrigerante. Y aquí están los neumáticos.

John ya estaba marcándolo todo con alambres.

– Un todoterreno. De batalla larga.

– ¿Un todoterreno? ¿Como un Jeep?

– Exacto.

John tomó nota a toda velocidad, pensando que iba a tener que llamar a la oficina para pedir el material que necesitaba para tomar huellas de neumáticos.

– Aparcó aquí porque había venido antes. Sabía adonde iba.

– ¿Cree que la conocía?

En aquel momento el hombre miró a John Chen, que dio un paso automático hacia atrás, sin saber por qué.

– Me ha parecido un zapato del cuarenta y cuatro, ¿verdad, John?

– A mí también.

– Bastante profundo en el terreno, por lo que parece que pesa más de lo que debería.

«Bastante profundo», repitió mentalmente John.

– Con el número del calzado y el peso puedes conseguir la corpulencia -explicó el extraño-. Una impresión de la huella te dará la marca del zapato.

– Ya lo sé. -John estaba molesto. De acuerdo, quizá no habría sido capaz de encontrar ninguna de aquellas pistas por sí solo, pero no era ningún imbécil.

– Saca una impresión de los neumáticos. Identifica el tamaño y el tipo. Con eso conseguirás una lista de fabricantes.

– Lo sé perfectamente.

El desconocido se quedó mirando el lago desde allí arriba y John intentó imaginarse qué debía de estar pasando tras aquellas gafas de sol.

– ¿Es usted uno de los inspectores de Parker Center?

El hombre no contestó.

– Bueno, tiene que darme su nombre y el número de placa para el informe.

El extraño se bajó ligeramente las gafas.

– Si les dices que esta información la he conseguido yo, no la utilizarán.

– Pero… -John Chen estaba desconcertado-. ¿Qué les digo de todo esto?

– Yo no he estado nunca aquí, John. ¿Quién queda?

– Bueno, yo. Queda que yo he encontrado las pistas.

– Si te parece bien…

– Sí. Bueno, claro. Desde luego. -Tenía las palmas de las manos húmedas de emoción y el corazón desbocado.

– Consigue el fabricante de los neumáticos y la lista de coches. Ya te llamaré. No será un problema, ¿verdad, John?

– No, señor -contestó automáticamente.

El hombre le observó durante un rato y después añadió algo que John Chen recordaría de vez en cuando durante el resto de su vida, preguntándose qué había querido decir y por qué.

– Nunca le des la espalda al amor, John.

El hombre fue bajando la colina por entre los arbustos y desapareció casi antes de que Chen se diera cuenta.

En el rostro de John Chen se dibujó lentamente una enorme sonrisa blanca y salió corriendo, dándose contra los arbustos, tropezando, cayéndose, rodando en una ocasión y poniéndose en pie al pasar a toda prisa junto al coche patrulla de camino a su furgoneta de la SID, gritándoles a aquellos dos tortolitos que dejaran de manosearse.

De repente, el ascenso parecía mucho más cercano.

De repente, el coche que iba a servirle para ligar tanto ya estaba aparcado en su garaje.

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