Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Edward no sabía nada de la chica asesinada, no le interesaba el lugar en el que la habían encontrado, y no tenía ningunas ganas de que le interrogara la policía. Buscaba algo más sencillo: la cena. Había restaurantes entre las diversas filas de comercios situadas al pie de la montaña, donde era seguro que a la gente que acababa de cenar bien no le importaría desprenderse de uno o dos dólares. Después de pedir durante una hora, Edward podría comprar pilas AA nuevas para el Discman e irse dando un paseo hasta los puestos de comida de Ventura Boulevard, donde podría elegir entre una hamburguesa de Black Angus, quizás, o un burrito de carne asada o rollitos de primavera vietnamitas. Las posibilidades eran infinitas.

Ya con el estómago lleno, subiría tranquilamente hasta la cabaña que se había construido junto al lago. Una vez allí su interés se centraría en fumar un poco de hierba, anotar en su diario algunas ideas sobre el equilibrio ecológico mundial y hacer de vientre para quedarse bien descansado.

Pero de momento Edward siguió andando entre los árboles hasta dejar atrás el coche patrulla y después bajó por la maraña de calles de los barrios que habían crecido a la sombra de la montaña. Los conocía bien pues pasaba por allí varias veces cada día de camino a los semáforos y las salidas de las vías rápidas, para pedir durante las horas más frescas del día y regresar al lago por la noche y cuando hacía más calor.

Aquella noche iba retrasado debido a la saturación de policía en la zona del lago, y no tenía ganas de perderse la mejor hora de la salida de los restaurantes para sacar algún dinero. Bajó por el camino más rápido, con los auriculares bien puestos, al ritmo de la música frenética y multicultural de Dave Matthews. Se coló entre dos casas, se deslizó por un arroyo y llegó a la parte de atrás de una casa en reformas. Había seguido esa ruta cien veces y avanzaba sin pensar. La casa estaba en un callejón sin salida en el que casi todas las viviendas quedaban ocultas tras arbustos o vallas. Casas sin ojos. Edward pensaba muchas veces que a lo mejor no vivía nadie en ellas y sólo eran fachadas de decorados de cine que podían derrumbarse y moverse a voluntad. Esas ideas le daban escalofríos e intentaba evitarlas. La vida ya era bastante incierta sin esas cosas.

Rodeó un gran contenedor de escombros azul, sin esperar ver nada tras él más que la misma calle oscura y vacía que había visto cien veces, pero se sorprendió al descubrir el cuatro por cuatro allí parado. Se detuvo. Sintió el impulso de salir corriendo, pero era tarde y el hambre le quitaba las ganas de realizar esfuerzos.

El coche le sonaba. Enseguida se dio cuenta de que era el mismo que les había descrito a los dos hombres que buscaban a la chica.

¿Correr o no?

El hambre tomó la decisión por él. Aliado con la codicia.

Echó a andar poco a poco mirando hacia otro lado con la esperanza de poder pasar entre el cuatro por cuatro y las casas antes de que quien estuviera dentro pudiera hacer nada. Creía que iba a conseguirlo hasta que el hombre de las gafas de sol se bajó del vehículo. Era noche cerrada, pero el hombre seguía llevando sus gafas oscuras.

– ¿Edward?

Edward apretó el paso. No le daba buena espina aquel tipo, cuyos brazos musculosos brillaban con un reflejo azul a la luz de la luna.

– ¿Edward?

Edward aceleró el paso, pero de repente el hombre le alcanzó y le empujó con violencia tras el contenedor. Se le torcieron los auriculares y la voz de Dave Matthews se escuchó lejana con cierto eco metálico.

– ¿Eres Edward Deege?

– ¡No!

Edward levantó las manos para no mirar aquellas gafas de sol de cristales sin fondo. El miedo le atenazó el estómago con fuerza y se disparó por sus venas.

La voz del hombre adquirió un tono más relajado.

– Pues yo creo que sí. Edward Deege, carpintero. A su disposición para cualquier trabajito.

– ¡Déjame en paz!

El hombre se le acercó más y Edward se dio cuenta en aquel momento demencial, cuando la sangre se le subía a la cabeza, de que iba a morir. Aquel hombre emanaba hostilidad. Aquel tipo extraño rebosaba rabia.

Un momento antes iba de camino a ganarse el pan honradamente, pero de repente estaba al borde de la desolación.

La vida era muy extraña.

Edward tropezó, y el hombre fue a por él.

Con la energía que le daba toda la adrenalina que circulaba por su cuerpo, Edward empuñó el Discman Sony y le atizó al hombre en la cabeza con todas sus fuerzas, pero el hombre le agarró del brazo y se lo retorció. Edward sintió el dolor antes de oír el crujido.

Edward Deege, carpintero, se echó hacia atrás e intentó gritar, pero el hombre le había aferrado la garganta y se la estaba triturando.

Capítulo 7

John Chen en acción

A la mañana siguiente, cuando John Chen se agachó para pasar por debajo de la cinta amarilla que servía para acordonar el sendero que bajaba hasta Lake Hollywood, se le cayó entre la maleza el estuche que llevaba en el bolsillo de la camisa y sus lápices y bolígrafos quedaron desparramados por todas partes.

– ¡Mierda!

Chen levantó la vista, pero los dos agentes de uniforme que había más arriba estaban apoyados contra la parte delantera del coche patrulla, miraban hacia el otro lado y no le habían visto. Muy bien. Un chico y una chica, y ella era bastante guapa, así que John Chen no quería que se llevara la impresión de que era un patoso.

John recogió los lápices PaperMate Sharpwriter que acaparaba a la mínima oportunidad y se metió el estuche en el bolsillo a toda prisa, pero lo pensó mejor y decidió guardarlo en la caja de recogida de pruebas. Iba a tener que agacharse mucho aquel día y el estuchito de las narices se caería todo el rato y le haría parecer un torpe de campeonato. Daba igual que en la zona del crimen no hubiera nadie. Se sentiría como un torpe aunque estuviera solo, y John tenía una teoría que intentaba respetar: si hacía prácticas de no ser un inútil cuando estuviera solo, al final se le pegaría y acabaría por no serlo cuando estuviera con tías buenas.

John Chen era el criminólogo más novato de la División de Investigaciones Científicas (SID) del Departamento de Policía de Los Ángeles, y aquél era apenas el tercer caso que le asignaban sin supervisor. No era policía. Era civil, como todos los miembros de la SID, y, para dejar las cosas claras (algo que a John le gustaba mucho), no habría sido capaz de aprobar el examen de aptitud física de la policía ni aunque le hubieran ofrecido una mamada de la conejita de Playboy del mes. Con su metro ochenta y ocho de estatura, sus cincuenta y ocho kilos de peso y una nuez que se meneaba como si tuviera vida propia, John Chen era, tal como se describía él mismo sin piedad alguna, un pringado (y eso sin tener en cuenta las horrendas gafas de culo de botella que se veía obligado a llevar). Chen tenía un plan para superar esa desventaja: trabajar más que cualquier otra persona de la SID, ascender enseguida a un puesto directivo de responsabilidad (con el correspondiente aumento de sueldo) y adquirir de inmediato un Porsche Boxster con el que conseguiría echar muchos polvos.

Chen era el criminólogo asignado al caso, y debía encargarse de cualquier pista que pudiera ayudar a los inspectores a identificar y condenar al autor del crimen. El día anterior podía haber acabado a toda prisa la inspección del lugar en el que se había encontrado a Karen García, etiquetando y metiendo en bolsas todo lo que hubiera por allí para que después los inspectores lo organizaran, pero cuando empezó a anochecer y se llevaron el cadáver, decidió ordenar que se precintara la zona y regresar al día siguiente. Los inspectores que estaban al mando habían cerrado el lago y los dos agentes de uniforme habían pasado la noche de guardia. Al tener él un chupetón en el cuello que no estaba a la vista el día anterior, Chen sospechó que además de estar de guardia se habían pasado la noche pegándose el lote, sospecha que confirmaba lo que le parecía algo innegable: todo el mundo se enrollaba con alguien menos él.

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