Barreda asintió.
– ¿Sabe quién era el otro gran amigo de Ricardo? -preguntó Falcón-. Miguel Botín. ¿Lo conocía?
Barreda no reaccionó. Lo conocía. Falcón le apretó las tuercas.
– Miguel era el confidente que Ricardo tenía en la mezquita. Un español converso al Islam. Eran íntimos. Los dos respetaban enormemente la fe del otro. Tengo la sensación de que Miguel Botín influyó en Ricardo tanto como su sacerdote para apartarle del fanatismo y llevarle a un terreno más razonable. ¿Qué cree usted?
Barreda tenía los codos en la mesa, los dos índices apretados en la frente y los pulgares hundidos en los pómulos, lo bastante como para que la piel se le pusiera blanca.
Falcón había llevado a Barreda justo hasta el precipicio, pero no conseguía que diera el último paso. Su mente parecía encerrada en un estado de gran duda e incertidumbre. Falcón aún tenía un as en la manga, pero ¿y el dibujo? Si se lo enseñaba y no reconocía al hombre Falcón perdería su ventaja, pero sólo con que le sonara, aunque fuera un poco, todo se destaparía. Decidió jugar su as.
– La última vez que vio a Ricardo fue el domingo -dijo Falcón-. Pero no fue la última vez que habló con él, ¿verdad? ¿Sabe que fue usted la última persona que habló con Ricardo antes de que se pusiera una soga al cuello y saltara por la ventana de su dormitorio? ¿Que es el último número que aparece en la lista de llamadas de su móvil?
Silencio, aparte del parloteo de la televisión al fondo.
– ¿Qué le dijo, Marco? -preguntó Falcón-. ¿Fue usted capaz de absolverlo de sus pecados?
De repente todo el bar fue un alboroto. Los hombres se pusieron de pie y comenzaron a insultar a la televisión, a la que arrojaron un par de botellas de plástico vacías, que rebotaron. En la pantalla aparecía la cara de Del Rey.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Falcón al hombre que estaba más cerca. Pero este se puso a gritar: «¡Cabrón! ¡Cabrón!» a coro con los demás hombres del bar.
– Pretende decirnos que quizá no han sido los terroristas islámicos -dijo el hombre, mientras su tremenda barriga temblaba de rabia-. Pretende decirnos que a lo mejor hemos sido nosotros quienes lo hemos hecho. Que nosotros queremos volar un bloque de pisos, y escuelas, y matar a hombres, mujeres y niños inocentes. Vuelve a Madrid, puto cabrón.
Falcón se volvió hacia Marco Barreda, que parecía estupefacto ante aquellas reacciones.
– Vuelve a Madrid, cabrón.
El dueño del bar cambió de canal antes de que alguien arrojara una botella de cristal a la pantalla. Los hombres volvieron a sentarse. El gordo le dio un codazo a Falcón.
– El otro juez le arreaba a su mujer, pero al menos sabía de qué hablaba.
En la televisión apareció otro programa de actualidad. El entrevistador presentó a los dos invitados. El primero era Fernando Alanis, cuya presentación no se oyó a causa de los aplausos de la concurrencia. Lo conocían. Era el que había perdido a su mujer y a su hijo, y cuya hija había sobrevivido de milagro y en ese momento luchaba por su vida en el hospital. Falcón se dio cuenta de que ese era el hombre al que iban a creer. Tanto daba lo que dijera, su tragedia le confería una legitimidad de la que carecía por completo el juez Del Rey, a pesar de su dilatada experiencia y su total conocimiento de los hechos. En la otra silla estaba Jesús Alarcón, el nuevo líder de Fuerza Andalucía. El bar se quedó en silencio: todos escuchaban atentamente. Esos eran los que iban a contarles la verdad.
Barreda se excusó: tenía que ir al lavabo. Falcón se reclinó en la silla, atónito. Había tenido acorralado a Barreda y se le había escapado. ¿Por qué no le había dado Elvira a Del Rey el recado de que no mencionara la otra línea de investigación? Ahora que ya se había cometido el error quedaba claro que ni como línea de investigación ni como posible verdad resultaría aceptable a la población.
El tema del debate televisivo era la inmigración. La primera pregunta del entrevistador fue irrelevante, pero Fernando había ido bien preparado a la entrevista. En cuanto comenzó a hablar no se oyó una mosca.
– Yo no soy político. Siento decirlo delante del señor Alarcón, un hombre al que he llegado a respetar desde el día en que tuvo lugar la explosión, pero no me gustan los políticos y no me creo una palabra de lo que dicen, y sé que no soy el único. Hoy he venido a contarles lo que he visto. Yo no soy un creador de opinión. Trabajo en una obra y antes tenía una familia -dijo Fernando, que tuvo que interrumpirse cuando la nuez le subió a la garganta-. Vivía en el bloque de pisos de El Cerezo que fue volado el martes. Sé, por la gente que trabaja en los medios de comunicación que he conocido en los últimos días, que les gustaría creer, y les gustaría que el mundo creyera, que en España vivimos en una sociedad armoniosa y tolerante. Al hablar con ellos he comprendido por qué. Son gente inteligente, mucho más inteligente que un simple trabajador, pero la verdad es que ellos llevan una vida muy distinta de la mía. Tienen dinero, unas casas estupendas, situadas en barrios buenos, hacen vacaciones con regularidad, sus hijos van a buenas escuelas. Y eso les lleva a ver su país desde un punto de vista concreto. Y no quieren verlo de otra manera.
»Yo vivo… quiero decir que vivía, en un piso horrible en un edificio muy feo, rodeado de otros edificios muy feos. Pocos de los que vivimos allí tenemos coches. Pocos vamos de vacaciones. Muchos no llegamos a fin de mes. Y somos nosotros los que vivimos con los marroquíes y otros norteafricanos. Soy una persona tolerante. He de serlo. Trabajo en obras donde hay mucha mano de obra barata, inmigrante. Respeto el derecho de la gente a creer en el dios que les dé la gana, y a ir a la iglesia o mezquita que les dé la gana. Pero desde el 11 de marzo de 2004 me he vuelto suspicaz. Desde ese día, en el que 191 personas murieron en esos trenes, me he preguntado dónde sería el próximo atentado. No soy racista y sé que los terroristas son un ínfimo porcentaje de una gran población, pero el problema es que… no sé quiénes son. Viven conmigo, viven en mi sociedad, disfrutan de su prosperidad, pero un día decidieron poner una bomba en mi edificio y matar a mi mujer y a mi hijo. Y somos muchos los que desde el once de marzo hasta este último seis de junio hemos vivido en un estado de sospecha y temor. Y ahora somos nosotros los que estamos enfadados.
Barreda regresó del lavabo. Tenía que irse. Falcón le siguió hasta el calor y la desabrida luz de la calle. Toda su ventaja e iniciativa había desaparecido. Se quedaron bajo el toldo del bar y se estrecharon la mano. Barreda había vuelto a la normalidad. En el lavabo se había serenado y quizás incluso escuchar el discurso de Fernando Alanis mientras volvía del servicio lo había fortalecido.
– No me ha dicho qué le dijo Ricardo en aquella última llamada telefónica -dijo Falcón.
– Me da vergüenza mencionarlo después… de lo que hemos dicho de él.
– ¿Vergüenza?
– No había comprendido lo que sentía por mí -dijo Barreda-. Pero… yo no soy gay.
Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 14:05 horas
– ¿Y por qué no están todas esas otra líneas de investigación anotadas en un informe? -preguntó el comisario Elvira, apartando la mirada de Del Rey y dirigiéndola a Falcón.
– Como sabe, he estado ayudando al CNI en una de sus misiones -dijo Falcón-. He tenido que investigar el asesinato que ocurrió antes del atentado, y desde hace poco también he de investigar un suicidio. No obstante, creo que todas estas investigaciones están relacionadas y deberían hacerse avanzar de manera conjunta. En ningún momento me he desviado de mi intención inicial, que era averiguar qué pasó en el edificio destruido. No me negará que se ha dado una ruptura en la lógica de los hechos, y mi trabajo es crear diferentes líneas de investigación para encontrar la lógica necesaria que nos permita resolver el caso. No oí lo que dijeron en televisión, pero me han explicado que fue el entrevistador el que interrumpió al juez Del Rey y le soltó: «Así pues, ¿cree que fueron los nuestros los que cometieron esta atrocidad?». Fue esa pregunta la que causó este problema de relaciones públicas.
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