Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– ¿Cómo cree que se había tomado la noticia del suicidio de Ricardo Gamero?

– Muy mal, eso lo noté. Estaba muy afectado.

– ¿Eran amigos?

– Supongo, pero no me lo dijo.

Falcón sabía que tenía que hablar directamente con Marco Barreda. Curado le dio su número. Colgaron. Falcón se reclinó en el asiento de su coche, dando golpecitos en el volante con el móvil. El suicidio de Gamero, ¿había hecho vulnerable a Marco Barreda? ¿Y si eso fuera una debilidad y Falcón pudiera apretarle por ahí, revelaría algo importante? ¿Revelaría algo?

No tenía ni idea de en qué se estaba metiendo. Le había hablado al juez Del Rey de esas dos fuerzas -el terrorismo islámico y otra, aún desconocida- que habían actuado de manera implacable, pero no sabía nada de su estructura, ni de sus objetivos, aparte de que estaban dispuestas a matar. ¿Acaso un movimiento había aprendido del otro: a no declarar ningún programa coherente, a operar como una estructura de comando individual, a crear células autónomas sin relación entre sí, las cuales, al ser activadas desde otro país, llevaban a cabo su misión destructiva?

Poder reflexionar acerca de todo eso en soledad le produjo un momento de claridad. Esa era una de las diferencias culturales entre el Islam y Occidente: siempre que había un atentado islamista, Occidente buscaba el «cerebro» de la operación. Tenía que haber un genio del mal en el fondo del asunto, porque ese era el orden que Occidente exigía: una jerarquía, un plan con una meta alcanzable. ¿Cuál era la cadena?

Lo repasó todo comenzando por el electricista que colocó la bomba. Una llamada del imán lo hizo acudir a la mezquita, y Miguel Botín fue quien le dio el número del electricista. La tarjeta donde estaba el número era la conexión entre la misión y la jerarquía que la había ordenado. Ni los electricistas ni los inspectores del ayuntamiento estaban en el edificio en el momento de la explosión, y ambos formaban parte del plan tanto como la tarjeta. Así no es como actuaría una célula terrorista islámica. Eso significaría, por lógica, que la única persona que podía haber activado a Miguel Botín era Ricardo Gamero. ¿Por qué se había suicidado Gamero? Porque, al activar a Miguel Botín con la tarjeta del electricista, Gamero no comprendió que lo estaba convirtiendo en el agente de la destrucción del edificio y de la gente que había dentro.

Esa razón sería suficiente para quitarse la vida.

El día del atentado, la brigada antiterrorista del CGI no pudo moverse debido a la posibilidad de que hubiera un topo en sus filas. Sólo el día después pudo salir Ricardo Gamero y exigir ver a un superior en la jerarquía -el anciano del Museo Arqueológico-, al que le pidió explicaciones. Pero no bastaron para impedir que se suicidara. Falcón llamó a Ramírez.

– ¿Ha llegado ya el artista de la policía con un esbozo del hombre con quien se reunió Gamero en el museo?

– Acabamos de escanearlo y de mandarlo al CGI y al CNI.

– Manda una copia al ordenador de la guardería -dijo Falcón.

– José Duran llegará de un momento a otro -dijo Ramírez-. Le enseñaremos las fotos de todos los que tienen licencia para manipular explosivos, pero no albergo muchas esperanzas. La bomba podría haberla fabricado otro y dejarla en la mezquita, o a lo mejor fue el ayudante de uno de los que tienen licencia, que aprendió todo lo que necesitaba.

– Sigue con eso, José Luis -dijo Falcón-. Si quieres una tarea realmente imposible, intenta localizar a los falsos inspectores del ayuntamiento.

– Lo añadiré a la lista de dos millones y medio de operaciones de hernia que aún tengo que repasar -dijo Ramírez.

– Tengo otra idea -dijo Falcón-. Contacta con todas las hermandades relacionadas con las tres iglesias: San Marcos, Santa María la Blanca y La Magdalena.

– ¿Y eso de qué va a servir?

– Sea lo que sea lo que está pasando, tienen una motivación religiosa. Informaticalidad recluta vendedores en las congregaciones eclesiásticas. Ricardo Gamero era un católico devoto que iba a misa a San Marcos. El texto de Abdulá Azzam fue enviado al ABC, el principal periódico católico, e incluía una amenaza directa a la fe católica en Andalucía.

– ¿Y crees que las hermandades de estas iglesias a donde enviaron el texto de Abdulá Azzam tienen algo que ver?

– Puede que no. En cuanto que hermandad conocida, llamarías mucho la atención, pero nunca se sabe, a lo mejor conocen alguna secreta, o han visto algo raro en las iglesias que nos permita apretar un poco a los sacerdotes.

– Esto podría ponerse feo -dijo Ramírez.

– ¿Aún más?

– Otra vez tenemos encima a todos los medios de comunicación -dijo Ramírez-. Acabo de enterarme de que el comisario Lobo y el magistrado juez decano de Sevilla van a dar otra conferencia de prensa para explicar cómo están las cosas tras la sustitución del juez Calderón. He oído que la de esta mañana en el Parlamento ha sido un desastre. Y ahora en la radio y en la televisión no hacen más que salir gilipollas que dicen que, como Calderón ha sido detenido como sospechoso de asesinar y maltratar a su mujer, nuestra investigación ha perdido toda credibilidad.

– ¿Cómo se han enterado?

– Los periodistas han invadido el Palacio de Justicia. Han hablado con los amigos y colegas de Inés. Ahora ya no sólo se habla de violencia física evidente, sino de una prolongada campaña de tortura mental y humillación pública.

– Eso era lo que temía Elvira.

– Hay una larga hilera de gente que ha esperado mucho tiempo a que Esteban Calderón cayera de su pedestal, y ahora que está en el suelo lo van a patear hasta matarlo, aun cuando eso suponga destruir nuestra investigación.

– ¿Y qué esperan conseguir Lobo y Espínola con esa conferencia de prensa? -preguntó Falcón-. No pueden hablar de una investigación por asesinato que aún está en curso.

– Control de daños -dijo Ramírez-. Y van a presentar a Del Rey a bombo y platillo. Vendrá luego, con el comisario Elvira, para hacer una recapitulación del caso hasta este momento.

– No me extraña que se lo tuviera todo tan bien estudiado cuando habló con nosotros -dijo Falcón-. A lo mejor no sería buena idea que hablara de en qué estamos trabajando ahora.

– Tienes razón -dijo Ramírez-. Será mejor que lo llames.

Del Rey tenía el móvil desconectado. Quizá ya estaba en el estudio. Falcón llamó a Elvira y le pidió que le transmitiera a Del Rey un mensaje bastante críptico. No había tiempo de entrar en detalles. Falcón sacó el retrato robot de la terminal de ordenador de la guardería. Al menos parecía una persona real. Un hombre de unos sesenta años, quizá incluso setenta, de traje y corbata, poco pelo y con la raya a un lado, sin barba ni bigote. El artista había incluido la altura y el peso del hombre según el guardia de seguridad; era pequeño: 1,65 metros y 75 kilos. Pero ¿se parecía al hombre que querían encontrar?

De nuevo en el coche, echó una mirada a las listas que le había dado Diego Torres, el director de Recursos Humanos de Informaticalidad. Marco Barreda no estaba entre los que habían participado en las sesiones creativas del piso de la calle Los Romeros. A lo mejor era demasiado veterano para eso. Llamó al móvil que le había dado David Curado y se presentó con su nombre y rango.

– Creo que deberíamos hablar en persona -dijo Falcón.

– Estoy ocupado.

– Sólo le robaré quince minutos.

– Sigo estando ocupado.

– Estoy investigando un acto terrorista, un asesinato múltiple y un suicidio -dijo Falcón-. Será mejor que busque tiempo.

– No estoy seguro de que pueda ayudarle. No soy un terrorista, ni un asesino, y no conozco a nadie que lo sea.

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