– Pero conocía al suicida, Ricardo Gamero -dijo Falcón-. ¿Dónde está ahora?
– En mi oficina. Pero ya me iba.
– Dígame un lugar.
Barreda inspiró profundamente. Sabía que no podría esquivar a Falcón eternamente. Le dijo el nombre de un bar en Triana.
Falcón volvió a llamar a Ramírez.
– ¿Tienes el listado de todas las llamadas de los móviles de Ricardo Gamero?
Se oyó a Ramírez recorriendo el despacho y al cabo de un minuto regresó. Falcón le dio el número de Barreda.
– Interesante -dijo Ramírez-. Fue el último número al que llamó desde su móvil privado.
– Mientras le doy vueltas a eso -dijo Falcón-, quiero que me co11-Sigas la lista de llamadas que hizo el imán desde su móvil. Sobre todo la que hizo delante de José Duran el domingo por la mañana, porque ese es el número de móvil de los electricistas.
El bar estaba medio lleno. Todo el mundo miraba la televisión, haciendo caso omiso a sus bebidas. Las noticias acababan de terminar y era el turno de Lobo y Espínola. Pero Ramírez se había equivocado, no era una conferencia de prensa; los iban a entrevistar. Falcón recorrió el bar buscando a alguien que fuera joven y estuviera solo. Nadie le hizo seña alguna. Se sentó a una mesa de dos.
La entrevistadora estaba atacando a Espínola. No podía creer que no estuviera al corriente de la campaña de terror que había emprendido Calderón contra su mujer. Al magistrado juez decano de Sevilla, un paquidermo de la vieja escuela con ojos de saurio y sonrisa fácil aunque bastante inquietante, no se le veía incómodo en aquella violenta situación.
Falcón desconectó de aquella discusión absurda. La entrevistadora no conseguiría provocar a Espínola, y, además, se había enredado en el aspecto emocional del caso. Si quería atacar a Espínola debería haber puesto en entredicho la capacidad de Calderón para desempeñar su cargo y su integridad como juez en la investigación. En lugar de eso intentaba arrancar alguna fascinante revelación personal, y desde luego se había equivocado de persona.
La mirada de un joven trajeado se cruzó con la de Falcón. Se presentaron y se sentaron. Falcón pidió un par de cafés y agua.
– La policía lo está pasando mal -dijo Barreda, señalando la tele con la cabeza.
– Estamos acostumbrados -dijo Falcón.
– ¿Cuántas veces ha pasado que un juez de instrucción sea descubierto intentando deshacerse del cadáver de su esposa en medio de la investigación de un caso de terrorismo internacional?
– Las mismas que un valioso miembro de la brigada antiterrorista se suicida durante la investigación de un caso de terrorismo internacional -dijo Falcón-. ¿Cuánto hacía que conocía a Ricardo Gamero?
– Un par de años -dijo Barreda, fulminado por la respuesta de Falcón.
– ¿Era amigo suyo?
– Sí.
– ¿Así que no sólo le veía los domingos en misa?
– A veces quedábamos entre semana. A los dos nos gustaba la música clásica. Íbamos juntos a los conciertos. Informaticalidad tenía abonos de temporada.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– El domingo.
– Tengo entendido que Informaticalidad utiliza la iglesia de San Marcos y otras para reclutar empleados. ¿Alguien más de la empresa conocía a Ricardo Gamero?
– Por supuesto. Después de la misa íbamos a tomar un café y yo le presentaba a todo el mundo. Es normal, ¿no? Que sea un policía no significa que no pueda hablar con los demás.
– Así que sabía que era de la brigada antiterrorista del CGI.
Barreda se puso tenso al comprender que lo habían pillado.
– Hacía dos años que lo conocía. Con el tiempo me lo acabó diciendo.
– ¿Recuerda cuándo fue?
– Hará unos seis meses. Intentaba reclutarlo para Informaticalidad, le hacía ofertas cada vez mejores, y al final me lo dijo. Me dijo que era una especie de vocación, y que no iba a cambiar de trabajo.
– ¿Una vocación?
– Fue la palabra que utilizó -dijo Barreda-. Se tomaba su trabajo muy en serio.
– ¿Y su religión? ¿Pensaba que trabajo y religión iban unidos?
Barreda se quedó mirando a Falcón, intentando adivinar lo que pensaba.
– Después de todo, usted era un amigo con el que se veía en misa -dijo Falcón-. Es muy posible que hablaran de la amenaza islámica. Y entonces salió a la luz… lo de su trabajo, quiero decir. Bueno, parece natural que el siguiente paso fuera comentar la relación entre ambas cosas.
Barreda se echó hacia atrás, respiró profundamente y miró a su alrededor, como en busca de inspiración.
– ¿Conoce a Paco Molero? -preguntó Falcón.
Dos pestañeos. Lo conocía.
– Bien -dijo Falcón-, Paco dijo que Ricardo, según confesión propia, había sido un fanático, y que hacía poco había conseguido pasar de ser un extremista a alguien simplemente devoto. Y que lo había logrado mediante una fructífera relación con un sacerdote que había muerto de cáncer hacía poco. ¿Dónde se colocaría usted en esa escala que va, digamos, de no practicante a fanático?
– Siempre he sido muy devoto -dijo Barreda-. En mi familia ha habido un sacerdote en cada generación.
– ¿Incluyendo la suya?
– Menos en la mía.
– ¿Es algo que le hace sentirse… decepcionado?
– Sí, la verdad.
– ¿Fue una de las cosas que le atrajo de la cultura de Informaticalidad? -dijo Falcón-. Parece una especie de seminario, aunque con un objetivo capitalista.
– Siempre se han portado muy bien conmigo.
– ¿Existe el peligro de que personas de mentalidad parecida y con una fe tan intensa puedan sentirse atraídas, en ausencia de una influencia exterior que haga de contrapeso, hacia posiciones extremistas?
– He oído que eso ha ocurrido en sectas -dijo Barreda.
– ¿Cómo definiría una secta?
– Una organización con un líder carismático que utiliza técnicas psicológicas discutibles para controlar a sus seguidores.
Falcón dejó que esas palabras quedaran flotando, dio un sorbo a su café y quitó el tapón de su agua. Miró el televisor y vio que Lobo y Espínola habían sido reemplazados por Elvira y Del Rey.
– El piso que Informaticalidad compró en la calle Los Romeros, cerca de la mezquita… ¿fue alguna vez allí?
– Antes de comprarlo me pidieron que le echara un vistazo para ver si era adecuado.
– Adecuado, ¿para qué? -preguntó Falcón-. Diego Torres me dijo que…
– Tiene razón. No había gran cosa que ver. Era totalmente adecuado.
– ¿Le afectó mucho la muerte de Ricardo? -preguntó Falcón-. Es terrible que un católico devoto se suicide. Ni recibe los últimos sacramentos, ni la absolución final. ¿Sabe por qué la gente "se suicida?
La frente de Marco comenzó a fruncirse en un ceño tembloroso. Se quedó mirando el café, mordiéndose el interior de la mejilla, intentando controlar la emoción.
– Hay gente que se mata porque se siente responsable de una catástrofe -siguió Falcón-. Otros de repente pierden el ánimo para seguir adelante. Todos tenemos algo que nos ata a la vida: un amor, amigos, familia, trabajo, una casa, pero hay personas extraordinarias a las que sólo atan a la vida unos ideales muy superiores. Ricardo era una de esas personas: un hombre extraordinario con una gran fe religiosa y una vocación. ¿Fue eso lo que perdió de repente cuando esa bomba estalló el seis de junio?
Barreda sorbió su café, con la lengua se limpió la amarga espuma de los labios y cuando volvió a dejar la taza en el platillo le tembló un poco.
– Su muerte me afectó mucho -dijo Barreda, tan sólo para frenar el aluvión de palabras de Falcón-. No tengo ni idea de por qué se suicidó.
– ¿Pero se da cuenta de lo que significa para un hombre de su fe hacer eso?
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