– Para lo que es demasiado tarde es para impedir que lo hagas -dijo Aguado-. Por eso has acabado aquí. Eres como alguien que camina por un callejón y ve un pie descalzo asomando de un contenedor. Quieres olvidarlo. No quieres involucrarte. Pero por suerte has visto el pie con demasiada claridad y no tendrás paz hasta que el asunto se resuelva.
– La razón por la que vine aquí fue ese hombre de la plaza del Pumarejo. Mi anormal… atracción por él y el peligro que eso supone. Ahora que hemos hablado de otras cosas que no tienen relación con eso, tengo la sensación de que no tengo dónde ir. No hay ningún lugar seguro en mi cabeza. Sólo mi trabajo consigue que mi mente se concentre en otra cosa, y sólo de manera temporal. Incluso mis hijos se han vuelto potencialmente peligrosos.
– Todo está relacionado -dijo Aguado-. Estoy desenredando los hilos de la maraña. Con el tiempo encontraremos el origen, y una vez lo hayas visto y lo hayas comprendido, podrás tener una vida más feliz. Este terror tiene sus recompensas.
Inés se despertó con una convulsión de miedo. Parpadeó, inspeccionando la habitación poco a poco. No vio a Esteban. Su almohadón estaba intacto. Se apoyó en un codo y apartó las sábanas. El dolor le arrancó un gemido. Jadeó como un corredor, reuniendo energía para la siguiente vuelta, el siguiente nivel de dolor.
No parecía haber ninguna postura que no le doliera. Tuvo que replantearse todos sus movimientos, intentando encontrar nuevas maneras de acomodar sus extremidades y órganos para que no le dolieran. Se incorporó a cuatro patas y soltó un grito ahogado. Con la cabeza colgando miró por el túnel de su pelo en cascada. Las lágrimas le enturbiaban la visión. Había un círculo rojo pálido en su almohadón. Puso un pie en el suelo y se levantó. Arrastrando los pies se dirigió al espejo y se apartó el pelo. No podía creer que lo que había sobre ese cuerpo fuera su cara.
Las contusiones eran tremendas. Un cuadro abstracto de púrpura, azul, negro y amarillo se extendía por toda la zona de su pecho y se unía a la magulladura del torso, que descendía hasta su vello púbico. Era cierto, enseguida le salían morados. No era tan malo como parecía. El dolor procedía más del agarrotamiento que del daño causado. Una ducha caliente le haría bien.
En el cuarto de baño se vio la espalda y las nalgas. Los verdugones se veían más feos e inflamados. Tendría que desinfectar los pinchazos de la hebilla. Con qué facilidad se acostumbraba a ese nuevo estado de cosas. Dejó correr el agua y puso la mano -aún hinchada donde el dedo se le había doblado- bajo el chorro. Entró y se agarró al grifo, emitiendo un grito ahogado de dolor cuando el agua le tocó el cuerpo. Aquella mañana no se podría poner sujetador.
Se echó a llorar. Se acurrucó en el suelo de la ducha. El agua le quemaba a través del pelo. ¿Qué le había pasado? Ya ni podía pensar en sí misma en primera persona, tan distinta se sentía de la mujer que era antes. Cortó el agua de un golpe y salió como un perro apaleado.
Encontró reservas que no sabía que tenía. Tomó calmantes. Iría a trabajar. Imposible permanecer en el infierno de ese apartamento. Se secó, se vistió y se maquilló. No se le notaba nada. Salió y tomó un taxi.
El conductor le habló del atentado. Estaba furioso. Daba golpes en el volante. Los llamó cabrones, sin saber a quién se refería. Dijo que había llegado el momento de dejar de hacer el gilipollas y de darles una lección. Inés no le siguió la conversación. Se quedó en silencio, royendo el interior de su mejilla, pensando en que necesitaba urgentemente alguien con quien hablar. Repasó su lista de amigos. Ninguno le servía. No podía calificar a ninguno de íntimo. ¿Y sus colegas? Todos eran buena gente, pero no eran los más adecuados. ¿Su familia? No soportaba revelarles su fracaso. Y de repente, como de la nada, le llegó un pensamiento que nunca se había permitido antes: su madre era una estúpida y su padre un capullo engreído que se las daba de intelectual.
Su despacho estaba vacío. Se sintió aliviada. Vio en su agenda que tenía dos reuniones y luego nada más. Se había asegurado de que fuera así porque tenía que preparar una comparecencia delante del tribunal para el día siguiente. Se encaminó hacia la puerta y uno de sus colegas chocó con ella al entrar con un montón de expedientes. El dolor de la colisión estalló en su cabeza. Desmayarse parecía la única opción que podía cortar el circuito del dolor. Se dejó caer y se llevó una mano al pie para disimular. Su colega se deshizo en atenciones y dijo que lo lamentaba. Inés se fue sin decir palabra.
Pasaron las reuniones. Sólo al final de la segunda un juez le preguntó si se encontraba bien. Inés fue al lavabo y procuró hacer caso omiso del chorro de sangre que vio desaparecer en el agua. ¿La regla? No la tenía. No le tocaba. Le dio igual. Tomó más calmantes.
Cruzó la avenida hasta los Jardines de Murillo. Sabía lo que buscaba: quería volver a ver a la puta. No estaba segura de por qué. Una parte de ella quería enseñarle a la puta lo que él le había hecho, y la otra parte… ¿Qué quería la otra parte?
La puta no estaba. Hacía calor. Un termómetro callejero le indicó que estaban a 39 oa las 11:45. Recorrió el barrio de Santa Cruz, entre los turistas que deambulaban. ¿Cómo iba a encontrar a la puta? Los calmantes eran buenos. Su mente flotaba separada del cuerpo. El peso de la realidad se había amortiguado. No se le había ocurrido que los calmantes pudieran calmar el dolor de esa manera.
Los labios le cosquilleaban y no los sentía como propios. Los sonidos de la calle le llegaban apagados, tenía la vista un poco desenfocada. Se dejaba arrastrar por el gentío que se apiñaba dentro de la avenida de la Constitución rumbo a la plaza Nueva. Llevaban pancartas, que no podía leer porque sólo veía la parte de atrás. En la plaza se veían cientos de pancartas en el aire, que simplemente decían: PAZ. Sí, a ella también le gustaría un poco de paz.
El reloj dio las doce y la multitud se quedó en silencio. Ella caminó entre el gentío, preguntándose qué pasaba, buscando alguna señal en sus caras. Ellos le devolvían la mirada, atónitos. El ruido del tráfico también se había detenido. Sólo se oían los pájaros. Se dijo que era hermoso que la gente se reuniera para pedir paz. Deambuló fuera de la plaza justo en el momento en que la muchedumbre regresaba a su estado de animación, y el murmullo de la multitud se alzó a su espalda. Bajó por la calle Zaragoza con la idea de ir a El Cairo a comer algo. Los de El Cairo le tenían simpatía. Se dijo que a los de El Cairo les caía bien. Pero en las barras de Sevilla todos se caían bien unos a otros.
Fue entonces cuando vio a la puta. No a la mujer, sino una foto. Dio un paso atrás, confusa, y bajó a la calzada. ¿Ahora las putas podían hacer eso? ¿Anunciarse en los escaparates? Podías ver porno en tu casa después de medianoche, pero ¿dejar que las putas se publicitaran de ese modo? Le sorprendió descubrir que era una galería de arte.
Sonó la bocina de un coche. Inés retrocedió hacia el escaparate. Leyó la tarjeta que había junto a la foto: Marisa. Sólo eso: Marisa. ¿Qué edad tendría? La tarjeta no lo decía. Eso es lo que todo el mundo quiere saber hoy. ¿Cuántos años tienes? Quieren ver tu belleza. Necesitan saber tu edad. Y si tienes talento, eso es un plus. Pero los dos primeros son fundamentales para el marketing.
Tras el escaparate se veía a una joven sentada a un escritorio. Inés entró. Oyó sus propios tacones en el suelo de mármol. Se le había olvidado mirar la obra de la puta, pero estaba decidida.
– Adoro a Marisa -se oyó decir-. La adoro.
La joven estaba encantada. Inés iba bien vestida y parecía lo bastante descerebrada como para pagar esos precios ridículos. Las dos se volvieron para admirar la obra de Marisa: dos tallas en madera. Inés le dio cuerda a la mujer para que hablara, y al poco había averiguado dónde tenía el taller Marisa.
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