Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– ¿Cuántos hombres se ven en esas fotos? -preguntó Falcón.

– Cuatro -comentó Barros-, y a partir de las fotos que el CGI de Madrid nos ha enviado del apartamento que registraron ayer, hemos podido identificar a dos de esas personas como Djamal Hammad y Smail Saoudi. No tenemos ni idea de quiénes son los demás, pero las fotos están en manos del CNI, el MI6 y la Interpol. Como es evidente, me habría gustado transmitirles antes esta información, pero…

– ¿Y esos diez lugares distintos? -dijo Calderón, interrumpiendo aquella muestra de autocompasión-. ¿Hay algo excepcional en ellos? ¿Están cerca de algún lugar público, direcciones de gente importante? ¿Parecen formar parte de un plan para atentar?

– Hay un edificio importante a cien metros de cada uno de los lugares de encuentro -dijo Barros-, pero es algo que en una gran ciudad suele ocurrir. Uno de los lugares donde se encontraron fue el pub irlandés que hay cerca de la catedral. Quién sabe si era la tapadera perfecta para tres musulmanes que no bebían alcohol, o si tenía algún significado el encuentro que tuvieron delante de la única estructura que queda en pie de la mezquita almohade del siglo xn.

– ¿Cuándo fue rechazada por el juez decano la primera petición de instalar un micrófono en el despacho del imán? -preguntó Falcón.

– El mismo día de la solicitud: el 27 de abril.

– ¿Y por qué no autorizó la segunda petición ni se instalaron los micrófonos?

– En aquellos días el juez decano estaba en Madrid. No vio la solicitud hasta el lunes por la tarde: el 5 de junio.

– ¿Cómo describió Miguel Botín el estado de ánimo del imán durante los meses en que lo vigiló de cerca? -preguntó Falcón.

– De creciente preocupación. No tan volcado en su congregación como el año anterior. Botín se dio cuenta de que tomaba medicación, pero no pudo averiguar cuál.

– Encontramos Tenormin en su mesita de noche -dijo Gregorio, del CNI-, que se receta para la hipertensión. También encontramos un botiquín bien surtido de medicamentos. Su médico dice que lleva ocho años tratándolo de hipertensión. Últimamente se había quejado de arritmia y se medicaba contra una úlcera de estómago.

– ¿Cuándo tendremos acceso al piso del imán y a lo que ustedes han averiguado? -preguntó Falcón.

– No se preocupe, inspector jefe -dijo Juan-. Hemos trabajado con un equipo de la policía científica desde el momento en que abrimos la puerta del piso.

– Pero nos gustaría verlo con nuestros propios ojos -dijo Falcón.

– Casi hemos terminado -dijo Gregorio.

– ¿El CNI tiene alguna opinión de lo descubierto por Botín y del médico del imán? -preguntó Calderón.

– ¿Y alguien ha tenido acceso a su misterioso historial? -preguntó Falcón.

– Aún estamos esperando a que nos den autorización -dijo Gregorio.

– El imán estaba bajo mucha presión -dijo Falcón, antes de que Calderón pudiera lanzarle otro ataque a Juan-. De Hammad y Saoudi se sabía que se encargaban de labores logísticas. Se reunieron con el imán. ¿Le pidieron que hiciera algo? Quizá le solicitaban un favor, o una promesa que había hecho en algún momento de su inaccesible pasado. En tales circunstancias, ¿qué creen que podría someter a tal tensión a un hombre como el imán?

– Que le pidieran que hiciera algo que pudiera acarrear graves consecuencias -dijo Calderón.

– Pero si creía en «la causa», ¿no debería alegrarle poder colaborar? -preguntó Falcón-. Para un radical fanático debería ser un honor que le pidan participar en una misión.

– Quizá la tensión la producía que no quería ser cómplice -dijo Gregorio.

– O por lo que le habían pedido que hiciera -dijo Falcón-. La tensión que se experimenta almacenando un producto desconocido durante una semana o dos es diferente de la que se siente si te piden que participes de forma activa en un atentado.

– Necesitamos más información acerca de las actividades del imán -dijo Elvira.

– Aún no se ha confirmado -dijo Falcón-, pero creemos que Hammad y Saoudi estaban en la mezquita cuando el edificio cayó. No podremos confirmarlo hasta que no hacer las pruebas de ADN. Tenemos que identificar y encontrar a los otros dos hombres fotografiados por Miguel Botín si queremos saber hasta qué punto estaba implicado el imán.

– En eso estamos -dijo Gregorio.

– Me gustaría hablar con el agente que trabajaba con Miguel Botín -dijo Falcón.

El inspector jefe Barros asintió. El comisario Elvira pidió un resumen de lo que se sabía de los electricistas y de los inspectores del ayuntamiento. Ramírez le repitió los pocos datos que le había dado a Falcón.

– Sabemos que la brigada antiterrorista del CGI no vigilaba la mezquita -dijo Falcón-. Tenemos a dos hombres que se hacen pasar por inspectores del ayuntamiento con la clara intención de poder acceder a la mezquita. Los electricistas van porque se quema una caja de fusibles. Hay que considerar la posibilidad de que exista una relación entre los falsos inspectores y los falsos electricistas. De haber sido un electricista de verdad, a estas horas ya se habría presentado. La ventaja de ser electricista es que puedes llevar mucho equipo a un lugar, y los testigos han confirmado que ese fue el caso.

– ¿Cree que ellos pusieron la bomba? -preguntó Barros.

– Es algo a considerar -dijo Falcón-. No podemos pasarlo por alto sólo porque no encaja en lo descubierto hasta ahora. Tampoco hay que excluir la posibilidad de que ya hubiera un alijo de explosivos en la mezquita. Tenemos que hablar con su agente. ¿Qué tal está de ánimo?

– No muy bien. Es un chaval joven, no mucho mayor que Miguel Botín. Hemos estado reclutando en esa franja de edad porque conectan con ellos con más facilidad. Tenía una relación muy estrecha con Botín. Los dos mantenían un vínculo religioso.

– ¿Los dos eran conversos?

– No, mi agente era católico. Pero los dos se tomaban la religión muy en serio. Se respetaban y se apreciaban.

– Me gustaría hablar con él ahora -dijo Falcón.

Barros salió a buscarlo.

– La policía científica debe ponerse en contacto con las esposas y las familias de los hombres que estaban en la mezquita -comentó Elvira-. Tienen que empezar a tomar muestras de ADN lo antes posible. La mujer que los representa, Esperanza, dice que sólo hablará con usted.

Elvira le dio el número de su móvil. La reunión acabó. Los hombres se dispersaron. Elvira retuvo a Falcón.

– Van a mandarme más agentes de Madrid -le dijo-. No le estoy reprochando nada ni a usted ni a su brigada, pero los dos sabemos que hacen falta más hombres. Necesita usted más infantería, y todos los que vendrán son inspectores e inspectores jefes con experiencia.

– Cualquier cosa que ayude a aliviar la presión será bienvenida -dijo Falcón-. Siempre y cuando no compliquen las cosas.

– Están bajo mi jurisdicción. No tiene que tratar con ellos. Se asignarán allí donde hagan más falta.

– ¿La Guardia Civil ha conseguido más información de la ruta que siguieron Hammad y Saoudi desde Madrid a Sevilla?

– Eso lleva tiempo.

Barros se acercó a Falcón cuando este salió del aula.

– Mi agente se fue a almorzar y aún no ha vuelto -dijo-. Me llamarán en cuanto vuelva.

– Son más de las 4:30 -dijo Falcón, dándole el número de su móvil-. ¿No le parece un poco tarde?

Barros negó con la cabeza, se encogió de hombros. Las cosas no le iban bien.

– ¿Cómo se llama su agente?

– Ricardo Gamero -dijo Barros.

Falcón llamó a Esperanza y quedaron en verse en unos jardines cercanos. Falcón pidió que lo acompañara una agente. Cristina Ferrera lo esperaba delante de la guardería. Falcón la puso al corriente. Esperanza reconoció a Falcón cuando este salió del coche. Se saludaron y se metieron en el coche. Esperanza se sentó al lado de Falcón, y Ferrera se quedó detrás, mirando a Esperanza como si la reconociera.

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