Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Así que consiguió el trabajo, dinero, un bonito piso -dijo Falcón-. ¿Qué fue lo que falló?

– Casi de inmediato comenzaron a acaparar mi tiempo libre. Nos enviaban a cursillos: cursos de venta y de información del producto. Cosas normales. Sólo que era casi cada fin de semana y había mucha mierda repetitiva de los valores de la empresa y de religión, y no siempre era fácil diferenciarlos. También hacían otra cosa. Te emparejaban con uno de los veteranos que llevaba dos o tres años en la empresa, y que era tu mentor. Si tenías mala suerte y te tocaba uno de los «serios», te llenaba la cabeza de más mierda. Me di cuenta de que algunos que habían comenzado al mismo tiempo que yo desaparecían.

– ¿Desaparecían?

– Perdían su personalidad. Se convertían en hombres de Informaticalidad, con una mirada vidriosa y el cerebro sintonizado en una sola frecuencia. Me ponían los pelos de punta. Eso -dijo Curado, inclinándose hacia delante en actitud conspiratoria- y la ausencia de mujeres entre los vendedores. Quiero decir que no había ni una…

– ¿Cómo se llevaba con su mentor?

– ¿Marco? Era un buen tipo. Todavía hablo con él alguna vez, aun cuando los empleados de Informaticalidad tienen prohibido hablar con los ex empleados.

– ¿Por qué se fue?

– Aparte de que no había mujeres y de toda esa mierda del lavado de cerebro, no me dejaban acceder a donde se ganaba dinero de verdad. Como ya le he dicho, vendían a empresas sin tener que competir, de modo que tenías un buen salario base. Pero si querías conseguir grandes comisiones, todo consistía en lograr que los futuros clientes se «convirtieran» al estilo de Informaticalidad. Si lo lograbas, tenías comisión en todo lo que se vendía a esa empresa… para siempre.

– ¿Y cómo funcionaba eso?

– No llegué a averiguarlo. Nunca pasé del escalón más bajo de vendedores. No tenía la mentalidad adecuada -dijo, dándose un golpecito en la frente-. Al final me obligaron a irme por aburrimiento. No hacía más que rellenar formularios y llevar recados. Me mandaban pedidos y yo los transmitía a «suministros». Era la manera que tenía Informaticalidad de librarse de ti.

Falcón recibió una llamada del inspector jefe Barros.

– Voy de camino a un piso de la calle Butrón -dijo Barros-. Será mejor que venga.

– Estoy en mitad de una entrevista -dijo Falcón, irritado.

– Ricardo Gamero se estaba retrasando mucho, así que envié a uno de mis agentes a su casa. Nadie le abría la puerta. La mujer del piso de abajo le abrió. Dijo que había visto subir a Gamero, pero no salir. El agente me llamó y le dije que entrara como pudiera, y en ese momento la mujer comenzó a chillar. En el bloque hay un patio de luces. Había abierto la ventana para llamar a alguien por el patio. Gamero estaba colgado de la ventana de su dormitorio.

23

Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 16:30 horas

Marisa salió de su apartamento. Hacía calor, más de 40 o, y era la hora perfecta para trabajar en el estudio. Su prieta piel de mulata anhelaba sudar a sus anchas. En la calle caminó por la acera del sol y respiró el aire desierto de gente. Trastabilló en los adoquines de la calle Bustos Tavera hasta que sus ojos se acostumbraron a la repentina sombra. Enfiló el callejón hasta el patio. Al otro extremo, la luz era cegadora. El sol engullía incluso los bordes de los edificios que estaban más allá del arco. La sensación que siempre la invadía al pasar ese túnel la hizo temblar ligeramente.

Al final, allí donde los enormes adoquines peltreaban en el umbral, se detuvo. El patio debería estar vacío a esa hora, pero su instinto le decía que no estaba sola. Vio a Inés, a medio camino de las escaleras que subían a su estudio.

La rabia la sacudió y se acumuló tras su pecho plano. Esa fatua zorra de clase media ahora quería infectar el santuario de su lugar de trabajo con los topicazos de su educación burguesa, con la tediosa perorata de sus necesidades de consumidora, con su petulancia farisaica de «estar delgada». Marisa reculó hacia la absoluta oscuridad del túnel.

Al volverse para subir las escaleras del estudio, Inés reveló los verdugones que tenía en la parte inferior de los muslos. Esos dos se merecen el uno al otro, se dijo Marisa. Van por la vida con una fe absoluta en que controlan la realidad que los rodea, sin darse cuenta jamás de la iridiscencia de la burbuja ilusoria en la que flotan. Es como si estuvieran muertos.

Marisa reprimió la tentación de subir corriendo las escaleras, golpear a aquella desgraciada hasta dejarla sin sentido, tirarla escaleras abajo, abrirle el cráneo y descubrir lo poco que había dentro. Dios mío, cómo odiaba a esa gente, nacida en los círculos tradicionales, que hacían ostentación de su nombre: Inés Conde de Tejada de los Cojones: apellido y título todo en uno.

Inés llegó a lo alto de las escaleras, dejó el bolso en el suelo, lo abrió y sacó el cuello de mango negro. Vaya, eso se ponía interesante. ¿Aquella zorra había ido a matarla? A lo mejor aquella flacucha tenía cojones después de todo. Inés grabó algo en la puerta de su estudio, dio un paso atrás y contempló con orgullo su obra. Volvió a meter el cuchillo en el bolso y bajó. Marisa volvió sobre sus pasos, refunfuñando, y regresó a su apartamento, donde se quedó una hora. Cuando regresó a su estudio el patio estaba vacío y el calor era más intenso. Subió corriendo las escaleras para ver el mensaje de Inés. Grabada en la puerta estaba la previsible palabra: puta.

Aquello tenía que acabar ya, se dijo. No iba a permitir que esa zorra volviera a su taller.

La noticia del suicidio de Gamero desconcertó tanto a Falcón que se fue de casa de Curado casi sin decir nada más. En ese momento, mientras cruzaba la ciudad en su coche, se le ocurrieron algunas ideas y telefoneó a Curado.

– ¿Ha oído hablar de un tal Ricardo Gamero?

– ¿Debería sonarme su nombre? -preguntó Curado-. ¿Trabajaba en Informaticalidad?

Quizás había sido una idea demasiado brillante.

– Quiero que me haga un favor, David -dijo Falcón-. Quiero que llame a su viejo amigo de Informaticalidad. ¿Marco…?

– Marco Barreda.

– Quiero que le cuente a Marco Barreda que ha ido a verle el inspector jefe del Grupo de Homicidios, Javier Falcón. El mismo policía que está investigando el atentado de Sevilla. Quiero que le diga que hablamos de «algo que te gustaría saber», algo así. Nada sensacional, sólo lo que hablamos. Y dígale cuál fue la última pregunta que le hice.

– ¿Sobre Ricardo Gamero?

– Exacto.

El forense ya se había subido a la escalera, y estaba llevando a cabo el examen preliminar del cadáver de Ricardo Gamero, cuando Falcón llegó a la escena del crimen. No había duda de que estaba muerto. El agente del CGI que lo había encontrado, Paco Molero, le había tomado el pulso. Aunque Gamero hubiera sobrevivido tras saltar del alféizar de su ventana con una soga al cuello, no habría vivido mucho. En el suelo había doce tabletas vacías de paracetamol. Aun cuando lo hubieran llevado al hospital y le hubieran hecho un lavado de estómago, probablemente se habría quedado en coma y hubiera muerto de fallo hepático en menos de cuarenta y ocho horas. No lo había hecho para llamar la atención. Se trataba de un policía con experiencia que sabía lo que hacía. Había cerrado la puerta con llave y cadena. La puerta de su dormitorio también estaba cerrada con llave, con una silla apoyada en el picaporte.

Falcón estrechó la mano del inspector jefe Barros.

– Lo siento, Ramón. Lo siento mucho -dijo Falcón, que nunca había perdido a nadie de su brigada, pero que sabía que era algo terrible.

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