– Así son las cosas hoy día -dijo Falcón-. ¿Te acuerdas de Londres? A la semana detenían sospechosos en Pakistán. Pero, José Luis, en este asunto hay algo que es de cosecha propia. Los servicios de inteligencia están equipados para enfrentarse a toda esa red de terrorismo internacional. Lo que nosotros hacemos es averiguar qué ha pasado en nuestro territorio. ¿Has leído el dossier del cadáver sin identificar encontrado en el vertedero el lunes por la mañana?
– Coño, no.
– Pérez escribió un informe y también hay una autopsia. Léelo esta noche. Mañana lo comentaremos.
El camarero le trajo un café y una especie de pasta pegajosa rellena con algo de color pus. Necesitaba azúcar. Tuvo que esperar a José Duran media hora, y en ese intervalo le llamaron Pablo del CNI, Mark Flowers del Consulado de Estados Unidos, Manuela, el comisario Elvira y Cristina Ferrera. Apagó el móvil. Aquella noche quería verle demasiada gente, y ya no tenía más horas.
José Duran estaba pálido y demacrado. Llevaba el pelo aplastado, gafas redondas y una barba poblada. Aquel cuerpo no conocía el desodorante, y fuera estaban a 40 o. Falcón le pidió una infusión de manzanilla. Duran escuchó la introducción de Falcón y se retorció la barba cerca de la barbilla. Echó vaho sobre las gafas y se las limpió con el faldón de la camisa. Bebió manzanilla y le contó a Falcón lo que sabía. La semana anterior había ido todos los días a la mezquita. Había visto a Hammad y a Saoudi hablando con el imán en su despacho el martes 30 de mayo. No había oído la conversación. El viernes z de junio había visto a los inspectores del ayuntamiento.
– Debían de ser de Sanidad -dijo Duran-, porque lo miraron todo: agua, desagües, electricidad. Incluso se fijaron en la calidad de las puertas… algo relacionado con los incendios. Le dijeron al imán que tendría que instalar una caja de fusibles nueva, pero que no tenía que hacer nada hasta que no entregaran su informe, y que entonces tendría quince días para ponerlo todo en orden.
– ¿Y la caja de fusibles se fundió el sábado por la noche? -dijo Falcón.
– Eso es lo que nos dijo el imán el domingo por la mañana.
– ¿Sabe cuándo llamaron a los electricistas?
– El domingo por la mañana, después de la oración.
– ¿Cómo lo sabe?
– Yo estaba en el despacho.
– ¿De dónde sacó el número?
– Miguel Botín se lo dio.
– ¿Miguel Botín le dio al imán el número de los electricistas?
– No. Le recordó al imán que le había dado una tarjeta. El imán se puso a rebuscar entre los papeles de su escritorio, y Miguel le entregó otra tarjeta y le dijo que había un número de móvil al que podía llamar a cualquier hora.
– ¿Y fue entonces cuando el imán llamó a los electricistas?
– ¿Estos detalles no son un poco absurdos a la luz de lo que…?
– No tiene ni idea de lo importantes que son estos detalles, José. Cuéntemelo todo.
– El imán los llamó por el móvil. Le dijeron que pasarían el lunes por la mañana, echarían un vistazo y le dirían cuánto iba a costarle. Bueno, al menos es lo que deduje de las preguntas que les hacía el imán.
– ¿Y usted estaba en la mezquita el lunes por la mañana?
– El tipo apareció a las ocho y media, le echó un vistazo a la caja de fusibles…
– ¿Era español?
– Sí.
– Descríbalo.
– Hay muy poco que describir -dijo Duran, mirando entre las mesas y las sillas vacías-. Era un tipo normal, de un metro setenta y cinco de estatura. Ni robusto ni delgado. Pelo negro con la raya a un lado. Sin barba ni bigote. No había nada de especial en él. Lo siento.
– No tiene por qué contármelo todo ahora, pero dele vueltas. Llámeme si se acuerda de algo más -dijo Falcón, entregándole su tarjeta-. ¿El electricista saludó a Miguel Botín?
Duran parpadeó. Se quedó pensando.
– No estoy seguro de que Miguel Botín estuviera allí en ese momento.
– Y luego, ¿cuándo regresó con los otros electricistas?
– Es cierto, necesitaba ayuda. El imán quería una toma de corriente en la despensa y el electricista tuvo que hacer una regata desde la caja de empalme, que estaba en el despacho del imán. Miguel estaba con el imán. Supongo que se saludaron.
– ¿Y los otros, los que lo acompañaban? ¿Era españoles?
– No. Hablaban español, pero no eran españoles. Eran de alguno de esos países del Este. Ya sabe, Rumania o Moldavia, algo así.
– ¿Cómo eran?
– No me haga esta pregunta -dijo Duran, pasándose las manos por la cara, frustrado.
– Piense en ello, José -dijo Falcón-. Llámeme. Es importante. ¿Tiene el número del móvil del imán?
Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 20:30 horas
Falcón llamó al inspector jefe Barros para preguntar si alguien había registrado el piso de Miguel Botín. Los del CGI no habían ido. Llamó a Ramírez, le dio la dirección de Botín y le dijo que se pasara y buscara la tarjeta del electricista.
Llamó a Baena, le dio el número del móvil del imán y le dijo que consiguiera el registro de llamadas. Llamó a Esperanza, la pareja de Miguel, quien le dijo que jamás le había oído mencionar que tuviera un amigo electricista. Cuando acabó de hacer esas llamadas ya estaba a las puertas de la iglesia de San Marcos. Aún no eran las nueve. Miró los mensajes por si había llamado Serrano, y encontró un mensaje en el que le decía que en el museo se acordaban de Ricardo Gamero.
Dos guardias de seguridad le habían visto cruzar las salas a toda velocidad sin prestar atención a las exposiciones. Un tercer guardia de seguridad había visto a Gamero hablando con un hombre de entre sesenta y setenta años durante veinte minutos. El guardia estaba en Jefatura con un dibujante de la policía para hacer un retrato robot de ese hombre.
El padre Román tenía cuarenta y pocos años. Vestía de paisano, un traje oscuro corriente, y llevaba la chaqueta doblada en el brazo. Estaba en la nave, en el interior de ladrillo visto de la iglesia, hablando con dos mujeres vestidas de negro. Al ver a Falcón se excusó con las señoras, se acercó a él, se dieron la mano y lo llevó a su despacho.
– Se le ve agotado, inspector jefe -dijo el padre Román, sentado tras su escritorio.
– Los primeros días después de algo así son los peores -dijo Falcón.
– Mi congregación se ha doblado desde el martes por la mañana -dijo el padre Román-. Una cantidad de jóvenes sorprendente. Están confusos. No saben cuándo acabará esto, ni cómo.
– Y no sólo los jóvenes -dijo Falcón-. Lo siento, padre, pero no puedo entretenerme.
– Le comprendo perfectamente -dijo el padre Román.
– Puede que sepa que un miembro de su congregación se ha suicidado hoy. Ricardo Gamero. ¿Le conocía?
El padre Román parpadeó ante aquella noticia repentina y desastrosa. Se quedó sin habla.
– Siento no habérselo podido decir con más tacto -dijo Falcón-. Se quitó la vida esta tarde. Es evidente que usted lo conocía. Tengo entendido que era muy…
– Lo conocí cuando mi predecesor enfermó -dijo el padre Román-. Eran muy amigos. Mi predecesor le había ayudado a resolver algunos problemas relacionados con la fe.
– Y usted, ¿conocía bien a Ricardo?
– No me dio la impresión de que quisiera mantener conmigo la misma relación que tenía con mi predecesor.
– ¿Sabe cuáles eran esos problemas relacionados con la fe?
– Eso quedaba entre ellos. Ricardo no me había contado nada.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Ricardo?
– Vino a misa el domingo, como siempre.
– ¿Y no le ha visto desde entonces?
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