Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Calderón estaba en la parte de atrás de la limusina de Canal Sur. Se sentía como un héroe. Su mente era una pista de endorfinas tras sus apariciones en televisión. Tenía la sensación de que el mundo estaba a sus pies. Mientras cruzaba Sevilla de noche comenzó a pensar que se le estaba quedando pequeña. Se imaginó lo que sería convertirse en un triunfador en una ciudad como Nueva York, donde sabían cómo hacer que un hombre se sintiera importante de verdad.

La limusina lo dejó delante de la iglesia de San Marcos a las 12:45 de la noche, y por una vez, en lugar de tomar el desvío habitual por la parte de atrás, pasó por delante de los bares del otro lado, con la esperanza de que los amigos de Inés estuvieran tomando una copa y lo pararan para felicitarlo. Había estado brillante de verdad. Sin embargo, los bares estaban cerrados. Calderón, eufórico como estaba, ni se dio cuenta del silencio que reinaba en la ciudad.

Mientras subía en el ascensor comprendió que la única manera de poder dormir sería tras un polvo salvaje y agotador con Marisa, en el balcón, en la sala, bajando en el ascensor, en la calle. Se sentía tan en la cima del mundo que quería que todo el mundo lo viera.

Marisa había estado viendo la televisión en un estado de apático aburrimiento. Se había dado cuenta de que la conferencia de prensa giraba en torno a Esteban, y de que todas las preguntas de los periodistas se dirigían a él. También comprendió que él era quien controlaba la mesa redonda, e incluso que la moderadora se moría por llevarlo al huerto, pero las estupideces que se decían habían dejado a Marisa en un estado vegetativo. ¿Por qué los occidentales se preocupaban tanto por las cosas y hablaban y hablaban de ellas como si eso fuera a servir de algo? Entonces lo comprendió. Eso era lo que la irritaba de los occidentales. Siempre se lo tomaban todo de manera literal, porque así lo podían controlar y medir. Ponían sus mentiras en una bandeja y las iban enseñando y luego se felicitaban por su «dominio de la situación».

Por eso los blancos la aburrían. Una vez rebasada la superficie no tenían mayor interés. «¿Qué haces, todo el día ahí sentada, Marisa?», era la pregunta más habitual que le formulaban en Estados Unidos. Pero en África nunca le habían hecho esa pregunta… ni ninguna otra, si a eso vamos. Cuestionarte la existencia no te ayudaba a vivir.

Cuando llegó Calderón se asomó por el balcón. Vio su aire desenvuelto, sus escasos preliminares. Cuando él pronunció su habitual: «Soy yo» en el interfono, ella contestó: «Mi héroe».

Calderón irrumpió en su apartamento como un showman, los brazos levantados, a la espera del aplauso. La atrajo hacia sí y la besó, introduciendo la lengua entre la barrera de los dientes de Marisa, cosa que a ella no le gustó. Hasta entonces sus besos no habían pasado de los labios.

No era difícil adivinar que Calderón estaba en la cresta de la ola mediática. Lo dejó que la llevara al balcón, donde follaron. Él levantó la vista hacia las estrellas, agarrándola por la ancas e imaginando una gloria aún mayor. Ella participó agarrándose a los barrotes y jadeando a un volumen apropiado.

En cuanto Calderón hubo acabado, se quedó física y mentalmente seco, como alguien a quien se le pasa un subidón de cocaína. Marisa consiguió meterlo en la cama y quitarle los zapatos antes de que se quedara profundamente dormido, a la 1:15. Se quedó de pie a su lado, fumando un cigarrillo, preguntándose si sería capaz de despertarlo al cabo de un par de horas.

Se lavó en el bidet, cerrando el ojo derecho al humo que le subía del cigarrillo. Se echó en el sofá y dejó que el tiempo hiciera lo que mejor sabía hacer. A las tres de la mañana comenzó a zarandearlo, pero Calderón estaba completamente inerte. Le acercó el mechero al pie. Calderón se retorció y soltó una patada. Le llevó un tiempo volver en sí. No tenía ni idea de dónde estaba. Marisa le explicó que tenía que irse a casa, que tenía que levantarse temprano y cambiarse de ropa.

A las 3:2.5 Marisa llamó a un taxi. Le puso los zapatos, lo mantuvo en pie, le metió los brazos en la americana y llamó al ascensor. Se quedó esperando en la calle con él, que aún cabeceaba. El taxi llegó justo después de las 3:30. Marisa lo colocó en la parte de atrás y le dio órdenes al taxista de que lo llevara a la calle San Vicente. Le dijo que estaba agotado y que era el juez principal que investigaba el atentado de Sevilla, con lo que el taxista se tomó en serio su misión. El taxista le devolvió a Marisa su billete de diez euros. A ese hombre lo llevaría gratis. El taxi se puso en marcha. Calderón tenía la cabeza completamente echada para atrás. Bajo la luz amarillenta de la calle parecía que estuviera muerto. Bajo los párpados apenas se le distinguía el blanco de los ojos.

A esa hora de la mañana, Sevilla estaba tan silenciosa como una ciudad fantasma. No había tráfico, y el taxi llegó a la calle San Vicente al cabo de diez minutos. Tras intentar despertarlo sin éxito, el taxista tuvo que meterse en la parte de atrás y levantar a peso a Calderón para sacarlo. Lo acompañó hasta la entrada del edificio y le pidió las llaves. El taxista abrió la puerta y comprendió que también tendría que subir. Se metieron en el vestíbulo.

– ¿Dónde está la luz? -preguntó el taxista.

Calderón dio un manotazo a la pared. La luz inundó la entrada y se oyó el tic tac del temporizador. Calderón subió las escaleras apoyado en el taxista.

– Ahí -dijo Calderón cuando llegaron a la primera planta.

El taxista abrió la puerta, que estaba cerrada con dos vueltas, y le devolvió las llaves a Calderón.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó, mirando los ojos adormilados del juez.

– Sí, estoy bien. Ya puede irse, gracias -dijo Calderón.

– Lo está haciendo muy bien -dijo el taxista-. Le vi en la tele antes de empezar el turno.

Calderón le dio unas palmaditas en la espalda. El taxista bajó las escaleras y la luz de la entrada se apagó con un sonoro chasquido. El taxista arrancó y se fue. Calderón entró en el apartamento apoyándose en la jamba de la puerta. En la cocina la luz estaba encendida. Cerró la puerta, apoyó la espalda en ella. Aun en su estado de agotamiento, con los párpados pesándole como el plomo, apretó los dientes con irritación.

25

Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 04:07 horas

Calderón volvió en sí de manera tan repentina que se dio con la cabeza contra la pared. Tenía la cara aplastada en el suelo de madera. El olor a cera le inundó la nariz. Abrió los ojos como platos. Al instante estaba completamente despierto, como si hubiera un peligro cercano. Tenía puesta la misma ropa que había llevado todo el día. No entendía por qué estaba echado en el pasillo de su casa. ¿Estaba tan agotado que se había caído y se había dormido allí mismo? Miró su reloj: las cuatro y muy poco. Sólo había estado diez minutos inconsciente. Se encontraba perplejo. Recordaba haber entrado en casa y que la luz de la cocina estaba encendida. Y seguía encendida, pero ahora él estaba más allá, había pasado la cocina, y el lugar estaba completamente a oscuras y frío por el aire acondicionado. Con esfuerzo se puso en pie, comprobó que estaba ileso. No se había hecho nada, ni siquiera se había golpeado la cabeza. Debía de haber resbalado por la pared.

– ¿Inés? -dijo en voz alta, desconcertado por la luz de la cocina.

Calderón echó los hombros hacia atrás. Estaba agarrotado. Entró en el romboide que la luz trazaba en el suelo del pasillo. Primero vio la sangre: un charco carmesí enorme cada vez más grande en el mármol blanco. El color que tenía bajo la viva luz blanca era alarmante. Retrocedió como si esperara la presencia de un intruso. Se agachó y la vio a través de la silla y la mesa. De inmediato supo que estaba muerta. Tenía los ojos muy abiertos, sin el menor atisbo de luz.

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