Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– ¿Se lo ha dicho a alguien más?

– Todavía no, inspector jefe.

– ¿Ha llamado al juez de guardia?

– No, es a usted al primero que llamo. Debería…

– ¿Cómo les han informado del incidente?

– Una voz anónima llamó y dijo que estaba paseando al perro por el río.

– ¿A qué hora?

– La hora se ha fijado a las 4:52.

– ¿A esa hora la gente pasea al perro?

– Los viejos no pueden dormir, sobre todo con este calor.

– ¿Cómo se lo dijo?

– Me llamó por el móvil, me dijo lo que estaba viendo, me dio el número de matrícula y colgó.

– ¿Dejó nombre y dirección?

– No tuve tiempo de preguntarle.

– No hable de esto con nadie -dijo Falcón-. Llame a los agentes y dígales que no comenten nada por radio hasta que yo no haya hablado con el comisario Elvira.

El dormitorio pareció llenarse con la catástrofe del escándalo. Falcón salió a la galería que daba al patio. La mañana era calurosa. Sintió náuseas. Llamó a Elvira, le dio unos segundos para despertarse y le comunicó la noticia en el tono más mesurado con que pudo expresarse. El propio Falcón rompió el silencio que siguió informando a Elvira de cuánta gente, en ese momento, estaba al corriente de lo ocurrido.

– Tenemos que sacarlos de la calle, a él, al coche y al cadáver lo antes posible -dijo Elvira-. Y necesitamos un juez y un forense para hacerlo.

– El juez Romero es de fiar, y no es amigo ni enemigo de Esteban Calderón.

– Tampoco debe parecer que estamos tapando el asunto -dijo Elvira, casi para sí.

– Esto no va a haber quien lo tape -dijo Falcón.

– Hemos de ceñirnos estrictamente a las reglas. Es posible que tengamos que quitar la investigación de sus manos, dado el estatus del juez Esteban Calderón.

– Creo que será mejor que yo inicie el procedimiento -comentó Falcón.

– Actuemos con normalidad, pero que nadie, absolutamente nadie, hable de esto. No debemos permitir que se filtre a la prensa hasta que tengamos una declaración conjunta. Hablaré con el comisario Lobo. Dígale al agente de comunicaciones que haga las llamadas habituales, pero que bajo ninguna circunstancia informe a la prensa. Si esto sale a la luz antes de que estemos preparados se armará la gorda.

– Al único al que no podemos controlar es a la persona anónima que informó del incidente -dijo Falcón.

– Pero ese tipo no tendría por qué saber a quién estaba viendo, ¿no cree? -dijo Elvira.

El escándalo era demasiado grande para contenerlo. Elvira estaba pidiendo demasiado. Eso iba a traspasar los muros de Jefatura. Falcón llamó al centro de comunicaciones, impartió las instrucciones pertinentes y le pidió al agente que mandara a Felipe y a Jorge a la escena del crimen. Se duchó y se quedó pensando bajo las punzantes gotas, intentando concebir una explicación plausible e inocente a la presencia de Calderón junto al río en compañía de un cadáver.

Eran las 5:30 y el alba ya estaba avanzado cuando cruzó la plaza de Armas rumbo al lugar de los hechos. En el Torneo había muy poco tráfico. Un coche patrulla había aparcado en lo alto de la rampa, y habían colocado algunos conos para impedir que el tráfico se desviara de la calle principal. El juez de guardia ya estaba en la escena, al igual que el fotógrafo de la policía, que ya se había puesto a trabajar. Llegaron Jorge y Felipe y bajaron la rampa.

No se veía a Calderón. Dos agentes se aseguraban de que la gente que salía a correr a primera hora no se detuviera a mirar la escena que se desarrollaba junto al río. El juez de guardia le dijo a Falcón que Calderón estaba sentado en la parte de atrás del coche patrulla, con uno de los policías que primero acudieron al lugar de los hechos.

– Estamos esperando a que llegue el forense y examine el cuerpo.

Se oyó un chirrido de ruedas en lo alto de la rampa, y un coche bajó y aparcó. El forense salió del coche. Llevaba ya su mono con capucha de color blanco y una mascarilla colgando del cuello. Le estrechó la mano a todo el mundo, se puso los guantes y se acercaron al cadáver. Llegó una ambulancia sin sirenas ni luces.

El forense utilizó un escalpelo para cortar la cinta que envolvía el cadáver. Empezó por los pies y siguió hasta la cabeza. Abrió la tela de arpillera. La cabeza envuelta en la bolsa de basura tenía un aspecto siniestro, como si el cuerpo hubiera sido sometido a algún tipo de perversión sexual. Falcón comenzó a sentirse mareado. El forense murmuró algo en su dictáfono acerca de la gran magulladura del torso. Cortó el bramante del cuello con el escalpelo y quitó la bolsa. A Falcón se le oscurecieron los bordes del campo de visión y se agarró a la manga del juez de guardia.

– ¿Se encuentra bien, inspector jefe? -le preguntó.

Bajo la bolsa de basura, la cabeza estaba envuelta en una toalla. La parte de delante estaba blanca, sólo tenía manchas de sangre. El forense levantó una esquina de la toalla y la dobló hacia atrás. El perfil de la cara era visible, como si estuviera bajo un sudario. Apartó la otra esquina de la toalla y Falcón se derrumbó inconsciente, con los rasgos de su ex mujer impresos en la retina.

Falcón volvió en sí en el suelo. El juez había conseguido agarrarlo e impedir la caída. Los paramédicos de la ambulancia estaban agachados a su lado. Oyó hablar al juez de guardia sobre sus cabezas.

– Ha sufrido un shock. La mujer es su ex esposa. Este hombre no debería estar aquí.

Los paramédicos lo ayudaron a incorporarse. El forense siguió farfullándole al dictáfono, hizo un cálculo y murmuró la hora de la muerte.

Las lágrimas inundaron la cara de Falcón cuando volvió a ver el cuerpo inerte de Inés. Era una escena de la vida de ella que nunca había imaginado: su muerte. A lo largo de los años había pensado mucho en Inés, había hablado mucho de ella. Había revivido su vida con ella más de diez veces, hasta casi volver loca a Alicia Aguado. Sólo había dejado de pensar obsesivamente en ella al verla como era en realidad y comprender lo mal que lo había tratado. Pero su vida no debería haber acabado así. Ni la persona más egoísta del mundo merecía eso.

Los paramédicos lo apartaron del cadáver y lo sentaron en el murete bajo que había junto al río, lejos de donde trabajaba el forense. Falcón respiró profundamente. El juez de guardia se le acercó.

– Usted no puede encargarse de este caso -dijo.

– Llamaré al comisario Elvira -dijo Falcón, asintiendo-. Nombrará a alguien de fuera. Toda mi brigada es parte interesada.

Elvira se quedó sin habla, y al final consiguió transmitirle sus condolencias. La catástrofe era mucho peor de lo que imaginaba, y cuando habló primero con Falcón y luego con el juez, la espantosa conferencia de prensa que le esperaba esa mañana comenzó a extenderse por sus tripas como un tumor maligno.

El juez de guardia acabó de hablar y le devolvió el móvil a Falcón. Se dieron la mano. Falcón le echó un último vistazo al cadáver. La cara de Inés estaba perfecta, ilesa. Negó con la cabeza, incrédulo, y le vino una imagen de años atrás, de un día que se encontró a Inés por la calle. Inés había reído; tanto que se había doblado y el pelo le caía hacia delante al tiempo que ella se tambaleaba hacia atrás sobre sus tacones altos.

Dio media vuelta y se alejó de la escena del crimen. Pasó junto al coche patrulla en el que estaba sentado Calderón. La puerta estaba abierta. Calderón estaba esposado, y tenía las manos heridas y ensangrentadas en el regazo. Miraba fijamente al frente y rio desvió la mirada ni cuando Falcón metió la cabeza por la ventanilla.

– Esteban -dijo Falcón.

Calderón se volvió hacia él y pronunció la frase que más había oído Falcón en boca de asesinos.

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