– ¿Algo más? -preguntó Pablo.
– Un problema para mí: Yacoub no está entrenado para este trabajo.
– Casi ningún espía lo está. Simplemente se hallan en una situación que les permite recibir información.
– Hace que parezca fácil.
– Sólo es peligroso si eres despistado.
Falcón tuvo que aguzar su capacidad de concentración para asimilar las instrucciones de Pablo de cómo comunicarse con Yacoub. Le dijo que se limitara a lo básico: se comunicarían vía e-mail, utilizando una página web segura del CNI. Tanto Falcón como Diouri tendrían que cargar en su ordenador un software cifrado distinto. Los e-mails irían a la página web del CNI, donde se descifrarían y serían enviados a su destinatario. Evidentemente, el CNI leería todos los e-mails y recomendaría cómo actuar. Todo lo que tenía que hacer Falcón aquella noche era llamar a Yacoub y decirle que fuera a una tienda de Rabat y comprara un par de libros. Yacoub encontraría en esos libros toda la información que necesitaba. Falcón hizo la llamada pero fue breve, alegando que estaba cansado.
– Hemos de ponerle a trabajar lo antes posible -dijo Pablo-. Todo este asunto se mueve deprisa.
– ¿Qué asunto?
– El juego, el plan, la operación -dijo Pablo-. No estamos seguros de qué es. Todo lo que sabemos es que desde que explotó la bomba, la cantidad de mensajes cifrados en la red se ha quintuplicado.
– ¿Y cuántos de esos e-mails cifrados han podido leer?
– No muchos.
– ¿De modo que aún no han descifrado el código del Corán encontrado en la Peugeot Partner?
– Todavía no. Aunque tenemos a los mejores matemáticos del mundo trabajando en él.
– ¿Qué piensa el CNI del suicidio de Ricardo Gamero? -preguntó Falcón.
– Es inevitable que pensemos que era el topo -comentó Pablo-. Pero no es más que una teoría. Estamos intentando ver la lógica del asunto.
– Si era el topo, los datos que tenemos de él no me llevan a creer que pasara información a un movimiento terrorista islámico.
– Sí, pero ¿qué me dice de Miguel Botín? ¿Qué sabe de él?
– Que su hermano quedó mutilado en los atentados de Madrid -dijo Falcón-, lo cual sería una buena razón para que actuara contra el terrorismo islámico. Que su novia era una amiga del colegio de Gamero que sigue siendo católica devota, y que hasta este momento se ha mostrado reacia a convertirse al Islam. Y que fue Botín quien siguió al imán y sacó fotos de Hammad y Saoudi y otros dos hombres misteriosos, y que se las entregó al CGI. También le insistió a Gamero para que pusieran micrófonos en el despacho del imán.
– No parece el candidato número uno a terrorista, ¿verdad?
– ¿Han registrado el apartamento de Botín? -preguntó Falcón.
Pablo se agarró la rodilla con las dos manos y asintió.
– ¿Qué han encontrado?
– No puedo decirlo.
– ¿Pero han encontrado algo que les haga pensar que Botín trabajaba para los terroristas y al mismo tiempo para Gamero?
– Eso parece, Javier -dijo Pablo, encogiéndose de hombros-. La Sala de los Espejos. Debemos replantearnos sin cesar lo que estamos viendo.
– Ha encontrado otro ejemplar profusamente anotado, ¿verdad? -dijo Falcón, echándose para atrás, perplejo-. ¿Qué demonios significa eso?
– Significa que no puede repetirle a nadie una palabra de esta conversación -dijo Pablo-. Significa que hemos de poner en marcha nuestros servicios de contrainteligencia lo antes posible.
– Pero también significa que los terroristas, quienes quiera que sean, permitían que Miguel Botín entregara al CGI información que comprometía al imán, a Hammad y a Saoudi, y cualquier operación que se estuviera planeando en la mezquita.
– Todavía estamos investigando -dijo Pablo.
– ¿Los estaban sacrificando? -preguntó Falcón, asqueado por su incapacidad de pasar por alto ese nuevo descubrimiento.
– En primer lugar, vivimos en una época de atentados suicidas: eso ya es un sacrificio -dijo Pablo-. Y en segundo lugar, los servicios de inteligencia de todo el mundo siempre han tenido que sacrificar agentes por el bien de la misión. No es nada nuevo.
– ¿Así que el electricista, cuya tarjeta Miguel Botín le entregó al imán, fue el agente de su destrucción? ¿Los jefes de los terroristas islámicos de Botín enviaron al electricista para que hiciera volar el edificio? Eso es increíble.
– No lo sabemos -dijo Pablo-. Pero como sabe, no todos los terroristas suicidas saben que lo son. A algunos simplemente se les dice que entreguen un coche o dejen una mochila en un tren. A Botín le habían dicho que le entregara la tarjeta del electricista al imán. Lo que hemos de averiguar es quién le dijo que lo hiciera.
– ¿No estamos perdiendo el tiempo con esto? -preguntó Falcón-. ¿Y si toda esta investigación no es más que una comedia, y el grupo terrorista, quienquiera que sea, decidió abortar la misión y destruir cualquier pista que pudiera conducir a su organización?
– Seguimos interesados en averiguar qué hay en la mezquita -dijo Pablo-. Y estamos impacientes por que Yacoub empiece a actuar.
– ¿Y cómo sabe que Yacoub contactará con el grupo correcto? -preguntó Falcón, agotado y casi furioso de tanta frustración.
– Tenemos confianza en eso porque procede de un detenido de fiar y ha sido confirmado por agentes británicos en Rabat -dijo Pablo.
– ¿De qué grupo estamos hablando?
– Del GICM, Groupe Islamique de Combattants Marocains, es decir, el Grupo Islámico de Combatientes Marroquíes. Están relacionados con los atentados de Casablanca, Madrid y Londres. Lo que estamos haciendo no es poner en práctica una idea que se nos acaba de ocurrir, Javier. Supone meses de trabajo de los servicios de inteligencia.
Pablo se fue poco después. Aquella conversación casi había deprimido a Falcón. Todas las horas que su brigada había invertido comenzaban a parecerle un derroche de energía, y no obstante había lagunas desconcertantes en lo que Pablo le había contado. Era como si cada grupo implicado en la investigación se fiara más de la información que ellos descubrían que de lo que encontraban los demás. Así que el CNI consideraba que el Corán anotado era un libro de claves, por el Libro de la prueba descubierto por la inteligencia británica, y toda su investigación giraba alrededor de eso. El hecho de que el testigo de la mezquita, José Duran, le hubiera dicho que el electricista y sus ayudantes eran un español y dos europeos del este respectivamente, y no tuvieran pinta de pertenecer a ninguna célula islámica terrorista, tenía poca relevancia para Pablo. Pero claro, quienes habían vendido explosivos a los terroristas de Madrid habían sido delincuentes españoles de poca monta, ¿y qué se necesita para dejar una bomba? Poner un mínimo de atención y tener una mente psicótica.
Después de la conferencia de prensa en TVE en compañía del comisario Lobo y Elvira, el juez Calderón cogió un taxi en dirección a Canal Sur, donde lo llevaron hasta una mesa redonda sobre terrorismo islámico. Era el hombre del día, y a los pocos minutos la presentadora del programa ya lo había involucrado en la discusión. Calderón controló el resto del programa con una mezcla de comentarios incisivos y fundados, humor y un ingenio devastador que reservaba para los así llamados expertos en terrorismo y especialistas en seguridad.
Posteriormente algunos ejecutivos del departamento de actualidad de Canal Sur y la presentadora del programa lo llevaron a cenar. Le dieron de comer y le hicieron la pelota durante una hora y media, hasta que se quedó a solas con la presentadora, que le hizo saber que aquella conversación podría proseguir en un ambiente más cómodo. Por una vez Calderón no se mostró muy entusiasta. Estaba cansado. Al día siguiente le esperaba otra jornada muy larga y -la principal razón- estaba seguro de que Marisa era un plan mejor.
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