Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Sí, y también está el hecho de que se cobrara la vida de Miguel Botín, con el que había acabado manteniendo una estrecha amistad.

– Y acababa de solicitar por segunda vez que se instalaran micrófonos.

– La primera negativa nos pareció extraña. Desde los atentados de Londres, nos han dicho que estemos atentos al mínimo cambio de… inflexión en la comunidad. En esa mezquita estaban ocurriendo muchas cosas que justificaban que se colocara un micrófono… según el confidente de Ricardo, claro.

– ¿Cree que tuvo algo que ver con el hecho de que su departamento estuviera sometido a investigación?

– Ricardo sí lo creía. No le veíamos la lógica. Pensamos que tan sólo estaba enfadado porque le habían denegado la autorización. Ya sabe lo que pasa: la mente te juega malas pasadas y ves conspiraciones por todas partes.

– Ricardo tenía en el bolsillo una entrada para el Museo Arqueológico -dijo Falcón-, que debió de visitar hoy en el descanso para comer. ¿Puede decirme algo de eso?

– Aparte de que no tenía por qué comprar entrada, no.

– ¿Eso podría ser importante? -preguntó Falcón-. ¿Era de esa clase de personas que dejan algo así como señal?

– Creo que le está sacando demasiada punta.

– Se vio con alguien para almorzar y luego se mató -dijo Falcón-. Antes del encuentro no pensaba matarse; ¿por qué te molestas en ir a un sitio si piensas suicidarte? De modo que algo sucedió durante ese encuentro que le dio el empujoncito, que le hizo creer, quizá porque su mente ya era un torbellino emocional, que de algún modo él era el responsable.

– No se me ocurre quién podría ser esa persona, ni qué pudo decirle -replicó Molero.

– ¿Qué iglesia era la de su amigo el sacerdote?

– Una cerca de aquí. Por eso alquiló este piso -dijo Molero-. San Marcos.

– ¿Seguía yendo a esa iglesia incluso después de la muerte del sacerdote?

– No lo sé -dijo Molero-. Fuera de la oficina no nos veíamos mucho. Sé lo de San Marcos porque me ofrecí a acompañarlo al funeral de su amigo el sacerdote.

Para entender por qué se había suicidado Gamero necesitaban hablar con la persona a la que había visto en el Museo Arqueológico. Falcón le pidió a Barros que preguntara al resto de la brigada antiterrorista si habían visto a Gamero con alguien a quien no conocieran. También pidió todos los nombres y números de teléfono de la línea telefónica de la oficina de Gamero, y mientras tanto comprobaron su móvil y la línea fija de su piso. Barros le dio a Falcón el número de móvil de los otros dos agentes de la brigada antiterrorista y se fue con Paco Molero. El juez de instrucción firmó el levantamiento del cadáver y se llevaron el cuerpo de Gamero. Falcón y los dos miembros de la policía científica, Felipe y Jorge, iniciaron un registro minucioso del piso.

– Sabemos que se suicidó -dijo Felipe-. Todas las puertas estaban cerradas por dentro, y las huellas que hay en el vaso de agua que está junto a las tabletas de paracetamol pertenecen al muerto. Así pues, ¿qué estamos buscando?

– Cualquier cosa que nos dé una pista de con quién se vio a la hora de comer -dijo Falcón-. Una tarjeta, un número o una dirección garabateados, una nota en la que diga que ha de verse con alguien…

Falcón se sentó a la mesa de la cocina con la cartera de Gamero y el billete del museo. Los tendones de las manos se le tensaban bajo la membrana opaca de los guantes de látex. Estaba seguro de que había alguna relación que se le estaba pasando por alto. Ninguna de las pistas que seguían parecía relevante en el argumento general de lo que estaba pasando. Había movimientos, como las pequeñas sacudidas sísmicas que llegan después de la principal, que causaban víctimas como Ricardo Gamero, un hombre entregado a su trabajo y admirado por sus colegas, que había visto… ¿el qué? ¿Había sido responsabilidad suya, o sólo el reconocimiento de su fracaso?

Sacó todo lo que había en la cartera de Gamero: dinero, tarjetas de crédito, carné de identidad, recibos, tarjetas de restaurantes, extractos de su cuenta bancaria… lo habitual. Falcón llamó a Serrano y le pidió que consiguiera el número del sacerdote de la iglesia de San Marcos. Se concentró de nuevo en la cartera, mirando las tarjetas y los recibos del derecho y del revés, pensando que Gamero era un hombre acostumbrado a mantener su vida dentro de la más estricta confidencialidad. Los números de teléfono importantes no debían de estar anotados ni almacenados en su móvil, sino memorizados o cifrados de alguna manera. El día de la explosión debió de resultarle imposible contactar con la persona con la que se vio en el museo. Su departamento estaba vigilado y todos se quedaron en la oficina. Pudo haber llamado por la noche, después de salir del trabajo. Probablemente utilizó un teléfono público. La única esperanza era que no hubiera recordado un número de móvil poco utilizado. Observó el último extracto de su cuenta. Nada. Pegó una palmada en la mesa.

– ¿Tenéis algo? -preguntó Falcón.

– Nada -dijo Jorge-. El tipo estaba en el CGI, no iba a dejar nada por ahí a no ser que quisiera que lo encontráramos.

Llamó Cristina Ferrera. Le dio el nombre y el número de otro converso español, que normalmente habría estado en la mezquita a esa hora de la mañana, pero que se había ido a Granada el lunes por la noche. Ya había vuelto a Sevilla. Se llamaba José Duran.

Pocos minutos después llamó Serrano para darle el nombre y el número del sacerdote de la iglesia de San Marcos. Falcón le dijo que dejara lo que estaba haciendo y se dirigiera a la calle Butrón, recogiera el carné de identidad de Gamero y lo llevara al Museo Arqueológico, donde debía preguntar a los que vendían entradas en el museo y a los guardias de seguridad si recordaban haber visto a Gamero y a la persona que lo acompañaba.

El sacerdote le dijo que no podría verle hasta después de la misa vespertina, hacia las nueve de la noche. Ya eran las 6:30. Falcón no se podía creer la hora que era; ya casi había acabado el día y no habían hecho ningún avance importante. Llamó a José Duran, que vivía en el centro. Quedaron en el Café Alicantina Vilar, una pastelería grande y concurrida del centro.

Serrano aún no había aparecido. Falcón le dejó el carné de Gameroa Felipe y decidió que sería más rápido ir andando a la pastelería que meterse en el tráfico de la tarde. De camino llamó a Ramírez y le informó rápidamente de lo ocurrido con Gamero, y le dijo que le robaba a Serrano por unas horas.

– No estamos llegando a ninguna parte con los putos electricistas -dijo Ramírez-. Tanta gente para encontrar algo que no existe.

– Existen, José Luis -dijo Falcón-. Sólo que no existen tal como esperamos encontrarlos.

– Todo el mundo sabe que los buscamos y no se han presentado. Para mí significa que son unos tipos siniestros.

– No todo el mundo es un ciudadano perfecto -dijo Falcón-. A lo mejor están asustados. Probablemente no quieren verse implicados. A lo mejor les importa un pito. Quién sabe si están implicados. Así que somos nosotros quienes hemos de encontrarlos, porque son el vínculo de la mezquita con el mundo exterior. Tenemos que averiguar cómo encajan en todo esto. Eran tres, por amor de Dios. Alguien, en alguna parte, sabe algo.

– Necesitamos descubrir algo importante -dijo Ramírez-. Todos hacen descubrimientos importantes menos nosotros.

– Fuiste tú quien descubrió lo más importante, José Luis: la Peugeot Partner y lo que contenía -dijo Falcón-. Tenemos que mantener la presión y todo comenzará a salir a la luz. Y por cierto, ¿qué descubrimientos son esos?

– Elvira ha convocado una reunión para mañana a las ocho de la mañana. Hasta entonces no puede decir nada, pero es algo internacional. A cada hora la red se ensancha.

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