– ¿Cómo lo llevan las mujeres? -preguntó Falcón-. Imagino que para ellas las circunstancias son muy difíciles.
– Oscilan entre la desesperación y el miedo -dijo Esperanza-. Están destrozadas por la pérdida de sus seres queridos y por lo que ven en la tele: las noticias de ataques y daños a la propiedad. Se sienten un poco más seguras desde que su comisario ha salido por televisión y ha anunciado que la violencia contra los musulmanes y el vandalismo contra sus propiedades serán severamente castigados.
– Usted es su representante -dijo Ferrera.
– Confían en mí. No soy una de ellas, pero confían en mí.
– ¿No es una de ellas?
– No soy musulmana -dijo Esperanza-. Mi pareja es un converso al Islam. Las conozco por él.
– Su pareja es Miguel Botín -dijo Falcón.
– Sí -dijo ella-. Quiere que me convierta al Islam para que podamos casarnos. Yo soy católica practicante, y como europea no me gusta cómo se trata a las mujeres en el Islam. Miguel me presentó a todas las mujeres de la mezquita para que me ayudaran a comprender, para que me ayudaran a librarme de algunos prejuicios. Pero hay un gran trecho del catolicismo al Islam.
– ¿Cómo conoció a Miguel? -preguntó Ferrera.
– A través de un viejo amigo de cuando iba a la escuela -dijo Esperanza-. Me los encontré a los dos hará cosa de un año, y después de eso Miguel y yo seguimos viéndonos.
– ¿Cómo se llama su amigo? -preguntó Falcón.
– Ricardo Gamero -dijo Esperanza-. Trabaja en la policía… no sé en qué. Dice que es administrativo.
Sevilla es un pueblo, se dijo Falcón. Le dijo a Esperanza lo que necesitaban de las mujeres y dijo que Ferrera la acompañaría a recoger muestras de ADN.
– También necesitaremos una muestra de Miguel Botín -dijo Falcón-. Lo siento.
Esperanza asintió, mirando al vacío. Tenía una cara transparente, sin adornos. La única alhaja que lucía era una cruz de oro en el cuello y dos aros de oro en las orejas, visibles al llevar el pelo negro y ligeramente rizado echado para atrás. Tenía las cejas muy rectas, y estas fueron las primeras en delatar su torbellino emocional: enseguida las lágrimas brotaron de sus ojos castaños. Les estrechó la mano y salió del coche. Falcón le dijo rápidamente a Ferrera cómo encajaba Ricardo Gamero en todo aquello y le pidió que averiguara si Esperanza estaba al corriente de las actividades de espionaje de su pareja.
– No se preocupe, inspector -dijo la ex monja-. Esperanza y yo nos hemos reconocido. Hemos seguido la misma senda.
Las dos mujeres se alejaron. Falcón se quedó sentado en el fresco por el aire acondicionado del coche y respiró para devolver el estrés a su madriguera. Se convenció de que el tiempo estaba de su parte. Por el momento ignoraba quiénes eran los terroristas, y también el historial del imán, pero se habían hecho avances. Debía de concentrarse en encontrar un vínculo entre los falsos inspectores del ayuntamiento y los falsos electricistas. Tenía que haber otro testigo, alguien más fiable que Majid Merizak, que había visto a ambos. Falcón telefoneó a Ferrera y le pidió que preguntara a las mujeres si alguien más estaba en la mezquita las mañanas del viernes 2 de junio y el lunes 5 de junio.
Repasó las notas de su libreta, pues estaban pasando demasiadas cosas como para que pudiera recordar todos los detalles. La primera petición de instalación de micrófonos que el CGI presentó al juez decano fue entregada y rechazada el 27 de abril. ¿Cuándo compró el piso Informaticalidad? Hacía tres meses. Sin fecha concreta. Llamó a la agencia inmobiliaria. La venta tuvo lugar el 22 de febrero. ¿Qué esperaba? ¿Qué buscaba? Quería presionar a Informaticalidad. Seguía sospechando de ellos, a pesar de lo que los representantes habían declarado ante la policía. Pero no quería presionarlos de manera directa. Otra fuente que no fuera la brigada de homicidios debía encargarse. Quería ver si reaccionaban.
Quizá, si pudiera encontrar a alguien a quien hubieran despedido recientemente, o al que hubieran «trasladado», aun conocería a gente de la empresa, tal vez a los que habían utilizado el piso de la calle Los Romeros. Encontró la lista que le había entregado Diego Torres, el director de Recursos Humanos. Nombres, direcciones, teléfonos de sus casas, y las fechas en que abandonaron la empresa. ¿Cómo los iba a localizar a esa hora del día? Comenzó con los que habían dejado la empresa más recientemente, pensando que a lo mejor seguirían desempleados hasta después del verano. No encontró más respuestas que las de los contestadores, números ya en desuso, y luego, por fin, una señal que duró un rato. Contestó una mujer con voz de sueño. Falcón preguntó por David Curado. La mujer gritó y arrojó el teléfono, que aterrizó suavemente. Curado lo cogió. Sonaba como si acabara de volver a la vida. Falcón le explicó el apuro en que se encontraba.
– Desde luego -dijo Curado, despertándose al instante-. Estoy dispuesto a hablar con quien sea de esos gilipollas.
Curado vivía en un moderno bloque de pisos de Tabladilla. Falcón lo conocía. Había estado allí hacía tres años, observando una emergencia con rehenes desde el otro lado de la calle. Curado le abrió desnudo de cintura para arriba. Llevaba unos pantalones cortos de color blanco como los del tenista Rafael Nadal. Al igual que Nadal, parecía que iba al gimnasio. Gotas de sudor le perlaban la frente.
Hacía calor en el piso. La chica que había contestado al teléfono estaba despatarrada en la cama con unas bragas y una camiseta minúscula. Curado le ofreció a Falcón algo de beber. Él le pidió agua. La chica emitió un gruñido y se dio la vuelta. Sus brazos golpearon el colchón.
– Está enfadada -dijo Curado-. Cuando no gano dinero, de día no pongo el aire acondicionado.
– Dav-i-i-id -dijo la chica en un largo gemido.
– Pero ya que está usted aquí -dijo, poniendo los ojos en blanco.
Se levantó y le dio a un interruptor. Una ligera neblina apareció en la rejilla de ventilación. La chica emitió un grito orgásmico.
– ¿Cuánto tiempo trabajó para Informaticalidad? -dijo Falcón.
– Poco más de un año. Quince meses, más o menos.
– ¿Cómo consiguió el trabajo?
– Fueron ellos quienes me buscaron, pero yo procuré que vinieran a buscarme.
– ¿Y cómo lo procuró?
– Yendo a misa -dijo Curado-. Los vendedores de Informaticalidad eran los mejor pagados del sector, y no todo se basaba en comisiones. Pagaban un buen salario base de unos mil cuatrocientos euros al mes, y podías triplicarlo si trabajabas duro. En aquella época yo trabajaba como un esclavo en un sitio donde me pagaban mil trescientos euros, todo en comisiones. De modo que comencé a preguntar por ahí, y era extraño: nadie sabía cómo esa empresa reclutaba a sus vendedores. Llamé a las agencias, miré en la prensa y en las revistas especializadas, en internet. Incluso llamé a la propia empresa, a Informaticalidad, y no quisieron decirme cómo contrataban a su personal. Intenté trabar amistad con los equipos de ventas de Informaticalidad, pero pasaron de mí. Comencé a fijarme en a quién vendían, y no importaba qué precios ofreciera yo, nunca podía hacer venta. Una vez una empresa comenzaba a comprarle a Informaticalidad, ellos conseguían la exclusiva. Por eso pueden ofrecer un salario base alto. No tienen que competir. Así que comencé a fijarme en los tipos que trabajaban en las empresas que compraban a Informaticalidad e intenté hacerme amigo suyo. Nada.
»No había conseguido nada cuando despidieron a una compradora de una de esas empresas. Fue ella la que me dijo cómo funcionaba: tienes que ir a misa, y no puedes ser una mujer. Reunía la mitad de las condiciones, pero no había ido a misa en quince años. Ellos iban a tres iglesias: la de la Magdalena, la de Santa María la Blanca y la de San Marcos. Me compré un traje negro y empecé a ir a misa. A los pocos meses ya habían venido a por mí.
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